Domingo, 8 de agosto de 2004 | Hoy
PLáSTICA
Ermitaño, mítico, con una única muestra individual en vida, admirado hasta la devoción, citado en innumerables películas, celebrado por innumerables escritores y utilizado en las tapas de innumerables clásicos de la literatura norteamericana, Edward Hopper ha entrado a la historia como el pintor que mejor capturó el aire de Norteamérica, convirtiendo a los modelos de sus cuadros en auténticos personajes. Ahora,ese aire desembarca en Europa gracias a la retrospectiva de la Tate Gallery.
Poner la tapa
O, por lo menos, el pintor favorito de los editores. Porque –como bien
dice John Updike– Hopper se ha convertido en “el omnipresente y
póstumo ilustrador de cubiertas para libros” y, es verdad, tan
sólo en mi biblioteca Hopper invade sin resistencia alguna títulos
de Harold Brodkey, de Raymond Carver, de John Cheever, de John O’Hara,
de John Irving y de William Styron. Hopper queda bien en todo clásico
americano del siglo XX porque perfila y destila como pocos cierta inasible
e inquietante propiedad inherente al Made in USA. Si Norman Rockwell es la
versión edulcorada del asunto, Hopper –más allá de
su trazo limpio y de sus ambientes bien iluminados– aporta, siempre,
un dejo de tristeza elegante y educada, pero tristeza al fin. La sospecha de
que algo no ha salido del todo bien, de que algo más o menos feo ha
sucedido o está por suceder. Por eso, otra vez, la sensación
de mirar cuentos; de sentir que uno sorprende a los personajes –nunca
a los modelos– en el centro exacto y dramático de una trama que
tiene un antes y un después, es cierto; pero de la que Hopper se las
arregla para aislar y redactar el momento justo: esa epifanía urbana
o campestre, ese instante en que los que aparecen o desaparecen en sus cuadros
piensan exactamente eso.
Cuéntame una
pintura
Gail Levin –la más importante especialista en Hopper; autora,
entre otros, del catálogo raisonné del pintor; de una exhaustiva “biografía íntima” que
investigó el perfil ermitaño y desagradable del artista y reivindicó la
figura hasta entonces accesoria de su sufrida y castigada esposa, la también
pintora Josephine Nivison; y de una investigación detectivesca, Hopper’s
Places, sobre los paisajes reales que acabaron siendo ficciones de pincel– exploró también
esta feliz tensión entre letra y óleo en dos libros. Edward Hopper:
The Poetry of Solitude (1995) y Silent Places: A Tribute to Edward Hopper (2000) –en
venta en la formidable librería y tienda de souvenirs de la Tate Modern,
alguna vez planta baja de una usina colosal– reúnen textos de
escritores inspirados en y por el pintor; y allí firman gente como Paul
Auster, Michael Connelly, Jeffrey Deaver, William Faulkner, Peter Handke, Ira
Levin, Norman Mailer, Joyce Carol Oates, Lawrence Sanders, David Thomson y
el ya mencionado John Updike. Y, claro, hay una inevitable mayoría de
escritores noir y su presencia no es casual: Hopper era fan confeso de los
films policiales y “con gangsters”; adoraba a Bette Davis y consideraba
a All About Eve una obra maestra (“¿Y qué?”, le respondió la
actriz cuando se lo dijo en persona); y alguna vez declaró: “Cuando
no estoy con humor para pintar, me voy al cine por una o dos semanas”.
Y, sí, rastrear en sus cuadros todos esas sombras y todos esos encuadres,
y uno de los atractivos de la muestra londinense es el ciclo de películas
hopperianas organizado por Todd “Far From Heaven” Haynes. Allí están
títulos como Gigante, Badlands, Matar a un ruiseñor, Blue Velvet,
La noche del cazador, La sombra de una duda (aunque, a la hora de Hitchcock,
lo cierto es que mucho más Hopper es el voyeurismo inmobiliario de La
ventana indiscreta) y se extraña la versión americana de Pennies
from Heaven donde Herbert Ross planta casi todas las escenografías como
modelos “al natural” de cuadros de Hopper para que Steve Martin –adorador
del artista en cuestión y, creo, dueño de un par de sus cuadros
dentro de su nutrida colección privada– mata y muere en nombre
del amor y de la locura. Y donde, también, Christopher Walken baila
y no deja de bailar, y qué difícil pintar a alguien así.
Ahí está
Si bien la muestra de la Tate Modern es apenas una muestra de lo que guardan
las tripas del Whitney Museum, aquí están clásicos como
Summer, Excursion into Philosophy, Summer Evening, Self-portrait, Office
in a Small City y el casi adiós de esos Two Comedians saludando desde
el escenario (no están, lástima, los clásicos y despojados
Rooms by the Sea y Sun in an Empty Room). Aunque lo que todos los visitantes
buscan y encuentran –flanqueado por abundantes sketches y estudios
preliminares– y los obliga sin esfuerzo alguno a que se detengan durante
largos y reverentes minutos frente a él es el clásico e inevitable
Nighthawks. Ya saben: una mujer y dos hombres y el encargado tras la barra
de un bar contemplado desde las afueras de una noche, y el desafío
y la victoria de Hopper a la hora de, dijo, “vencer la dificultad de
pintar, simultáneamente, un interior y un exterior. Aquí, las
paredes, totalmente construidas de cristal y sólo interrumpidas por
finos marcos de metal, permiten difuminar al máximo el adentro y el
afuera del edificio”.
Homenajeado hasta la exageración (ha llegado a ser visitado por Homero
en un episodio de Los Simpsons) y basureado hasta la blasfemia (ese poster
donde las figuras de Hopper son suplantadas por Bogart, Marilyn, Dean y no
me acuerdo quién más... ¿Brando?), Nighthawks –bautizado
así por la mujer de Hopper, ganador del Premio Ada S. Garrett Prize
de 1942 otorgado por el Art Institute of Chicago– tiene, sí, una
génesis literaria.
Cuenta Gail Levin en su biografía de Hopper que, a principios de los
años cuarenta, el pintor tenía ese lienzo apaisado, pero no sabía
qué poner dentro de él. Probó varias cosas con el lápiz,
pero nada parecía conformarlo del todo. Entonces, Hopper se acordó de
un relato que había leído casi dos décadas atrás
en la revista Scribner’s. Un relato que le había inspirado la
necesidad de agradecerle al editor con una carta donde se leía: “Resulta
refrescante encontrarse con algo así en un semanario norteamericano
luego de casi ahogarse en toda esa pulpa empalagosa que constituye buena parte
de lo que se escribe en nuestro país. Gracias a que no hace concesión
alguna a los prejuicios populares, a que no enmascara la realidad para hacerla
más potable, y al perfecto truco en el mecanismo de su final, puede
decirse que no hay imperfección alguna en este cuento”.
El título del cuento era The Killers, de Ernest Hemingway. Hopper decidió pintarlo
y reescribirlo.
Ahí está, colgado, para que ustedes lo lean mirándolo.
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