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Domingo, 29 de agosto de 2004

EL CATADOR CATADO

Hasta la derrota siempre

Ya está. Ya terminan. Ya se van. Mientras ataja por anticipado los efectos de la resaca postolímpica, nuestro héroe cuenta todo lo que hizo durante Atenas 2004: hinchar por que pierdan los favoritos, oír rumores malévolos sobre la delegación argentina y admirar al atleta español Yago Lamela, artista de la queja que se la pasó leyendo La Divina Comedia mientras sus compatriotas manoteaban desesperados alguna medallita.

Por Rodrigo Fresán (desde Barcelona)
Las Olimpíadas son al mundo del deporte exactamente lo mismo que Céline Dion es al mundo de la música: ella es puro virtuosismo, tiene una técnica magistral, recauda fortunas, atrae a multitudes, es un fenómeno que trasciende su territorio natural para invadir todo lo que se le ponga por delante, siente un profundo amor por sí misma, no vacila en atribuirse orígenes divinos y –last but not least– es una de las criaturas más insoportables del planeta.
Ellas –las Olimpíadas– también.

UNO
Así empezó la cosa: en la Antigua Grecia –por lo menos desde el 776 a. C.–, una vez cada cuatro años, se firmaba una suerte de tregua divina para limar en términos deportivos ciertas diferencias entre pueblos. Las mujeres tenían prohibida la entrada y los hombres competían desnudos y –si me lo preguntan– toda la cuestión tenía el aspecto de fachada para ocultar juerga maratónica de hombres casados: “Querida, me voy a las Olimpíadas. Vuelvo en un par de semanas”. Ulises, claro, llevó la idea mucho más lejos. En cualquier caso, los Juegos fueron abolidos en el 394 después de Cristo –supongo que las mujeres se cansaron del chiste y pusieron a bailar a sus maridos coreografías muy diferentes a las del playero Zorba– y no volvieron a convocarse sino hasta 1896, cortesía de Pierre de Fredi, Barón de Coubertin, y así ahora vuelve a flamear el logotipo de los cinco anillos representando a los cinco continentes. Y, sí, lo importante es competir; pero lo mejor es ganar.

DOS
Y la cosa ya inquieta desde el vamos: ese período de burocracia divina donde los diferentes gobernadores y alcaldes se ponen a hacer cuentas y armar maquetas y presentar proyectos al COI (Comité Olímpico Internacional) con la esperanza de ser elegidos para organizar la festichola que, para muchos, no es otra cosa que la expresión más sublime del espíritu humano a la hora de la sana competencia, y para muchos otros es, simplemente, aquello que cae justo entre un Mundial de Fútbol y otro. En lo que a mí respecta, y sin comulgar con ninguna de esas dos apreciaciones, nunca entendí muy bien por qué tantas ganas y tanta pasión a la hora de ser anfitriones de los Juegos Olímpicos. ¿Se gana plata organizando una Olimpíada? A mí me da la impresión de que no; por más que la evidencia pruebe fehacientemente que suelen ser grandes orgías inmobiliarias apenas encubiertas para –bajo el épico estandarte de la justa y la lucha– recuperar zonas marginales de las ciudades y realizar grandes negocios. Aun así: todo ese gasto previo, todos esos edificios y estadios a construir, toda esa agonía del “llegamos a tiempo o no llegamos”, todas esas torturas sobre los pobres locales que, arribado el día, prefieren emigrar a donde sea para escapar a la fiebre olímpica... Los defensores del síntoma hablan de “potencialización turística”, “mostrarle al mundo quiénes somos” y todo eso. Pero seamos sinceros: ya todo el mundo sabía dónde queda y cómo es Atenas, actual anfitriona (e inventora del asunto) que en realidad, por justicia poética y épica y milenarista, bien habría merecido albergar las Olimpíadas del 2000.
O tal vez sea uno de esos rasgos paganos y ancestrales pero por siempre latentes: sentirse un elegido de los dioses y jugar en su nombre y disfrazarlo todo con la fachada contemporánea de ganarle a esa otra ciudad que se odia tanto y tan poco deportivamente... Nunca se sabe. El deporte está lleno de malentendidos y malinterpretaciones y así es como un himno gay como el “We Are the Champions” de Queen suele ser coreado por hinchas y barrabravas y hooligans de todo el planeta. Si supieran...

TRES
Y, de acuerdo: puede hacerse una lectura histórica de las Olimpíadas, porque en las Olimpíadas pasan cosas más allá de lo deportivo y éstas son algunas de las que yo recuerdo: ese atleta negro aguándole la fiesta aAdolf y velándole la película a Leni en pleno jolgorio esvástico; aquel puño en alto tan Black Panther; la monstruosa masacre de los atletas judíos; aquel eterno enfrentamiento entre EE.UU. y URSS calentando los músculos de la Guerra Fría; la bomba en Atlanta y... y... De acuerdo: las Olimpíadas no me interesan mucho porque el deporte siempre me interesó poco. Lo que no implica que pueda desentenderme del asunto: no es sano. Suficiente alienación tiene uno con la vocación elegida y realizada; así que hay que hacer un pequeño esfuerzo y conectarse mínimamente con las emociones colectivas para no quedarse fuera de aquello que, a falta de mejor nombre, conocemos como realidad y, sí, fue por eso que me obligué a leer una cosa llamada El código Da Vinci. Y las Olimpíadas y buena parte de los y las que en ellas compiten –más allá de su vida tan breve como la de algunos lindos insectos– existen. Y hasta el logotipo de Google les rinde homenaje durante estas jornadas. Y las Olimpíadas existen todavía más si uno vive en un país que albergó Olimpíadas (España) y en una ciudad (Barcelona) donde, repiten una y otra vez (en España y en Barcelona), se organizó una de las mejores Olimpíadas de todos los tiempos, si no la mejor y por siempre insuperable.
La impresión es que, si alguna vez se tuvo unas Olimpíadas, uno queda adicto para siempre. El descalabro del presente y fantasmal Forum de las Culturas de Barcelona no es otra cosa que puro síndrome de abstinencia de los catalanes mientras por estos días los madrileños le rezan a la virgen ser elegidos para el 2012. Por el momento, los noticieros aquí y ahora empiezan con recuento de medallas y recién después pasan a cuestiones como esos iraquíes que vuelan haciendo piruetas por los aires de Bagdad mientras gritan que Alá es mucho más grande que Júpiter y Vangelis juntos.
Por lo que –ya lo dije– yo también me he vuelto ligera y obligatoriamente olímpico. Está claro que lo que a mí me interesa no le interesa a nadie. Para empezar: sólo deseo que pierdan los favoritos, con la excepción del imbatible corredor marroquí Hicham El Guerruj porque –con ese look de recién salido de Guantánamo y afines– consigue en mí la emoción de ver ganar una y otra vez a alguien por el que nadie apostaría una rupia. Y después me siento a esperar con paciencia a que aparezca alguna sorpresa como aquel pésimo nadador africano en Sydney 2000 que conquistó los corazones y las carcajadas del público con su curioso estilo de nadar hundiéndose. Nada me importan los tritones norteamericanos y australianos y las sirenas sincronizadas ibéricas; mucho menos me preocupa el duelo secreto entre Nike, Adidas, Reebok y Puma para ver quién diseña el mejor traje de superhéroe o las mejores zapatillas dignas de Mercurio. Que fracasen todos y viva el seleccionado de fútbol iraquí (Bush ya se atribuyó sus logros), y no haré comentarios sobre el equipo argentino que –leo en El País– gusta de pasear in toto y a toda hora en autobús por la Villa Olímpica aullando, para terror de los otros reconcentrados atletas, algo que dice más o menos así: “¡Vamos los pibes! / Nosotros cantamos / Ustedes pongan huevos / Cada vez falta menos”.
Homero no lo hubiera escrito y recitado mejor.

CUATRO
Y, claro, las Olimpíadas –así las definen sus orígenes– no son otra cosa que una versión sublimada e inofensiva de las guerras. De ahí que se entreguen medallas en lugar de copas. Y de ahí, también, que sucedan cosas raras y anecdóticamente musculosas: las expulsiones del paraíso por doping; los delirios de locutores explicando disciplinas que desconocen; las diferentes formas de llorar de las diferentes naciones; el policía de Villa Olímpica que muere jugando a la ruleta rusa (deporte fuera de programa); la reivindicación con medalla de oro del atleta español hijo de argentinos que llegaron a España huyendo del Garaje Olimpo (el joven Gervasio Deferr había caído en desgracia popular porque un control antidoping en el 2002 dictaminó que había fumado hachís y eso nose hace y cómo se nota que nunca tuvieron un Maradroga por estos lares); los extranjeros rápidamente nacionalizados para competir por un país que apenas conocen, y mi favorito absoluto: el saltarín Yago Lamela.
Este español de Avilés –siempre preocupado por el modo en que ondea su pelito al tomar carrera– es un caso apasionante: vive quejándose. Sus comentarios más frecuentes son: “Ha sido muy duro”, “Tengo demasiados problemas”, “Estoy agobiado” y “¡Uff!”. Después salta y no llega y suele justificarse con terminología críptica o con un “No tengo explicación para lo ocurrido”. Por estos días dice estar leyendo La Divina Comedia y sentirse “como Dante al principio... Descendiendo a los infiernos”. Supongo que las órbitas incesantes y gritonas del micro argentino deben acrecentar semejante sensación, pobrecito.
Pero por suerte ya se acaba la fiesta, vamos bajando la cuesta y ahora en mi televisor pasan ese videoclip de McCartney que rememora aquel legendario partido de fútbol entre ingleses y alemanes en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, hoy a la noche dan Carrozas de fuego (esa película que narra la invención de ese deporte trascendental conocido como cámara lenta) y en alguna parte Céline Dion separa sus piernas, extiende sus brazos, abre esa boca enorme y olímpica que tiene y canta aquello de “Pongan huevos”.

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