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Domingo, 29 de agosto de 2004

ANIVERSARIOS

He visto a Dios

Hace 40 años, con McCoy Tyner en piano, Jimmy Garrison en contrabajo y Elvin Jones en batería, John Coltrane grababa A Love Supreme, 33 sublimes minutos de música en los que el jazz rompía la barrera del sonido para convertirse en una verdadera ofrenda a Dios.

 Por Pablo Gianera

En San Francisco hay una iglesia que se llama St. John. Un nombre banal, salvo por el hecho de que no alude al Juan bíblico sino al saxofonista John Coltrane. Su música forma parte de la liturgia de la congregación y su imagen aureolada (que antes de ser degradada a la condición de santo merecía una adoración reservada sólo a los dioses) preside los servicios religiosos desde dos pinturas bizantinas. Un papiro incierto cuelga de su mano izquierda y lenguas de fuego brotan del instrumento que sostiene en la derecha.
Puede que los fieles de esta Iglesia Ortodoxa Africana ya no lo recuerden, pero sus misas herejes nacieron de un disco que el ahora beato imaginó hace puntuales cuarenta años. Hacia 1964, Coltrane, el pianista McCoy Tyner, el contrabajista Jimmy Garrison y el baterista Elvin Jones grabaron para el sello Impulse A Love Supreme, una de las piezas indiscutidas y más ambiciosas de la historia del jazz (y, en general, de la música popular), y aquella en la que resulta más evidente el gesto de ir más allá del fenómeno puramente musical.
Era el mismo cuarteto que pocos años antes había llevado hasta sus límites el jazz modal –fundado en la improvisación sobre una secuencia de acordes–, el que rindió culto a la polirritmia y el que muy poco después se internaría en la selva espesa del free. Acaso menos caleidoscópico que Giants Steps (1960), mucho menos furioso que Ascension (1965) y menos comercial que My Favorite Things, A Love Supreme es un disco único, precisamente, porque no es ninguno de ellos pero los contiene a todos: es una suma de lo que había sido y una prefiguración de lo que vendría.
Son 33 minutos divididos en cuatro partes, las dos últimas de las cuales son ejecutadas sin interrupción. Musicalmente, la suite exhibe una síntesis de diversos principios constructivos. El primer movimiento, “Acknowledgement” –con el bajo instalando la memorable línea melódica que retornará vocalmente en un mantra pegajoso–, presenta un marco de improvisación relativamente libre; “Resolution” se despliega en períodos de ocho compases; “Pursuance” sigue un patrón de blues; y “Psalm” recurre a lo modal con una intensidad tan simple como sombría. Más importantes que la singularidad de cada sección –además de los motivos que las unen– son su progresión temática y, sobre todo, el peregrinaje espiritual que propone. La de A Love Supreme es una música deliberadamente sublime, no tanto por su naturaleza hímnica, teñida de arrebatos místicos, como por la sencilla razón de que vulnera los límites del mero sonido y se lanza a convertir la música en un absoluto, una vía religiosa de ascenso espiritual. “La música, mosaico del aire”, escribió en el siglo XVII el poeta inglés Andrew Marvell. Seguramente Coltrane no leyó nunca ese verso, pero A Love Supreme, no por ingrávido sino por elevado, parece un programa (y lo es, desde ya, por los nombres y la información que guía la escucha) de esa naturaleza múltiple y aérea.
La clave es sin duda la conversión religiosa declarada en las notas que acompañan el disco. No por nada el pianista Red Garland había dicho que Coltrane era el “Nuevo Mesías”. La difusa fe (una mezcla explosiva de varios credos) no puede separarse de sus avatares biográficos y su manera de entender el oficio de combinar notas y silencios como una tarea de orden superior. Mundano, Miles Davis comentaba al pasar en su autobiografía: “Siempre se había tomado la música muy en serio. Pero ahora se hubiera dicho que tenía una especie de misión que cumplir”. Agregaba que habían dejado de interesarle las mujeres (con la excepción de Alice, su esposa), porque no reconocía otra belleza que la de la música. Y Julian Adderley recordaba que Coltrane no se bañaba ni se cambiaba de ropa para dedicar más tiempo a la práctica del saxofón. Naturalmente, abandonó el alcohol y la heroína; con todo, uno de sus biógrafos, Eric Nisenson, cree advertir en sus discos finales el clima alucinatorio de los ácidos. La buena nueva de este repentino espiritualismo jazzístico interesó no poco al incipiente hippismo, lo que –entre otras cosas– convirtió al disco en un éxito comercial nada desdeñable y en un factor velado de incidencia en la lucha del movimiento por los derechos civiles.
El poema que escribió para A Love Supreme –especie de plegaria en verso– concluye con la palabra “Amén”. El primer tema de Meditations, grabado el año siguiente, se titula “The Father And The Son And The Holy Ghost”. Cuando Coltrane murió, la noche del 17 de julio de 1967, muchos críticos empezaron a preguntarse sobre la dirección que podría haber seguido su música. La respuesta había estado siempre ahí: la meta era el origen. El mismo año de Ascension salió también uno de sus discos más cegadores, obsesivos y mal comprendidos. Se llamaba Om.

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