Pasó la mitad de su infancia con las piernas enyesadas por culpa de la hemofilia. Vivió de pasar quiniela. Conoció a su bandoneonista en una funeraria. Una transfusión lo infectó con el HIV. Y sin embargo, se convirtió en una figura de culto dentro del tango, tuvo mujeres, hijos y amantes. A un año de su muerte, su compañera María Maratea publica Cardei, una conmovedora biografía que la Editorial Galerna distribuye por estos días y de la que Radar reproduce algunos de sus mejores momentos
Por María Maratea
Me pareció que tenía
un defecto físico. Estaba sentado, con un vaso de whisky en una mano
y un cigarrillo en la otra.
Ese jueves, el bar de la librería Gandhi estaba lleno. Escritores, cineastas,
actores. Un público que iba llegando apurado como para asistir a una
misa. Todos calladitos, inquietos, ansiosos por escuchar a ese cantor de tangos.
A ese cantor de culto.
Hacía ya tiempo que Elvio Vitali, el dueño de Gandhi, me decía
que no podía perderme a ese tipo que había descubierto en una
cantina del barrio de San Cristóbal. Que lo había llevado a cantar
ahí y le había hecho grabar un disco. Que yo tenía que
hacerle un poco de prensa y representarlo. Porque era bárbaro. Porque
era diferente.
Un día fui. Allí estaba, sentado, con un vaso de whisky en una
mano y un cigarrillo en la otra.
Hola piba. Vení, sentate. ¿Qué querés tomar?
¿Querés un whisky?
No, gracias. Un café está bien.
¿Qué es lo que hacés?
Prensa.
¿Sos periodista?
No. Soy agente de prensa. El nexo entre el artista y el medio.
¿Y te gusta hacer eso?
Sí, me gusta.
O sea que conseguís notas en los diarios.
Claro.
No tendría que ser así.
¿Por qué?
Porque las notas tendrían que ser sentidas. De verdad. No porque
alguien las pida. Así no vale dijo, mientras colocaba el cigarrillo
en una boquilla negra.
Era muy bajito. Tenía la espalda cargada, el cuello corto, y cuando giraba
la cabeza lo hacía con todo el cuerpo. Las manos hinchadas. No se le
notaban las venas. Sus dedos largos, delicados y sus uñas impecables,
con brillo, le daban aspecto de prolijidad. El pelo entrecano. La piel morena.
La boca grande con labios bien delineados y gruesos mojados constantemente por
la lengua. Tendría unos cincuenta años.
El traje medio antiguo, azul, la camisa blanca y el moño también
azul con pintitas rojas. Su hablar pausado, tranquilo. Nunca había visto
a alguien saborear una pitada de cigarrillo y un sorbo de whisky con esa intensidad.
Pero lo que más me atrajo fue su mirada: tenía el dolor y la sabiduría
de alguien que ha vivido mucho.
Las luces comenzaron a apagarse. Con cierta dificultad se paró, me pidió
permiso y rengueando, fue hacia el centro del bar. Un viejo bandoneonista lo
esperaba. Le costó llegar.
Por fin, se sentó en una banqueta y apoyó el brazo sobre una mesita
que había ahí, a su lado. Tomó un trago de agua. Miró
al público, se acercó el micrófono, saludó y presentó
al hombre del bandoneón: Antonio Pisano, mi amigo de siempre,
dijo, y tras un ojalá que les guste, empezó a cantar.
Una voz delicada. Susurraba, decía. No gritaba. Tangos de antes del cuarenta
que contaban historias sencillas, historias de malvones, de patios, de rejas,
de amores perdidos y encontrados. Y antes de cada tango, una anécdota
relacionada con lo que iba a cantar. Algunas graciosas, otras tristes. La gente
se reía y lloraba. Aplaudía y ovacionaba. Alguien me acercó
un diario: el Le Monde de París y la nota sobre él: Le boiteaux
fascinant.
Y cada vez más tangos. Y cada vez más aplausos y más gritos
de aprobación. De pronto no estuve más allí. Recorrí
barrios, cielos cubiertos de estrellas, me enredé con guapos, busqué
novias ausentes. Hasta que otra vez en la mesa, transpirado, me preguntó:
¿Querés otro café?
EL
MUNDO DE PIE
A los ocho años dejé de caminar. Me golpeaba
las piernas jugando a la pelota y de tenerlas quietas tanto tiempo para que
se me fueran los derrames ya no las podía estirar. Estuve enyesado hasta
los trece, y después me las fueron estirando de a poquito. Por eso camino
así. Los hemofílicos tenemos una deficiencia en la coagulación.
Cuando te golpeás, a vos los hematomas se te curan enseguida porque tu
coagulación es normal. En nosotros la sangre no coagula, sigue saliendo,
se acumula adentro de la articulación y la desgasta, porque la sangre,
por el hierro, es corrosiva y daña también al músculo.
Siempre hay que dar el factor octavo lo más rápido posible. Imaginate
en 1944, cuando yo nací. A los dos años en la Casa Cuna me quisieron
cambiar la sangre y casi me muero. Cerca de 1950 se empezó a saber algo,
gracias al doctor Alfredo Pavlovsky, que se dedicó toda la vida a la
hemofilia. Fundó La casita del hemofílico, en la calle Pacheco
de Melo, y en 1986 abrió la Fundación de la Hemofilia, mi segunda
casa. Pero recién a fines de los 70 se descubrió este concentrado
purificado como el que me doy ahora, que tiene sólo el factor octavo.
Es bárbaro. Es una inyección endovenosa que me la puedo dar yo
mismo en mi casa. Y encima, después de inyectarme, no soy hemofílico
por 24 horas. Pero cuando era chico, mi vieja me ponía hielo. Hielo y
clara de huevo. Y me curaba los moretones. Como me enyesaron entre los ocho
y los trece, mi papá no me pudo ver caminando de nuevo, murió
justo unos meses antes. Con mi vieja, en cambio, formamos una sociedad para
que yo pudiera volver a caminar. Y caminé. Volví a ver el mundo
de pie.
CON
LA LECHERA LLENA
Una de las cosas que más me gustaba de mi infancia
en Villa Urquiza era el Carnaval. A las tres de la tarde todos los pibes estaban
preparados con los baldes para jugar al agua. Y yo me quería prender.
Le decía a mi vieja: Mamá, ¿tenés un balde?,
quiero jugar con los chicos. Me decía: No. Vos con el balde
no. Tomá la lechera que es más livianita. Bueno, mamá,
le contestaba. Y me iba para la calle con la lechera llena de agua.
El barrio era dos cuadras, un patio grande, toda una familia. Y mi mamá
le decía a esa familia que había que cuidarme. Pero yo no sabía
nada. Yo quería compartir el Carnaval, y los chicos me cuidaban tanto
que pasaban las horas y a mí nadie me mojaba. Yo siempre estaba seco.
A las cinco era la última llenada de baldes. Después había
que ir a cambiarse porque venía el corso. A las cinco menos diez, yo
seguía seco y con la lechera llena. Entonces no aguantaba más
y empezaba a gritar: ¡Estoy seco! ¿Nadie me moja?.
Pero no había caso. Se iban todos y el único seco era yo. Me daba
tanta bronca que me vaciaba la lechera en la cabeza. Y mi mamá le guiñaba
el ojo a mi tía y le decía: ¿Vio Josefa, cómo
lo mojaron al Negrito? Pobre, se creía que yo no me daba cuenta.
CHAMUYANDO
EN LA FELIZ
Un verano fuimos con los muchachos a Mar del Plata, y como
yo tenía este problema en las piernas, hacían un pozo en la arena
y me metían adentro. Con medio cuerpo afuera, y los muchachos alrededor,
esperábamos a las chicas. Dale, Negro. Chamuyalas, me decían.
Cuando llegaban, me preguntaban: ¿Por qué estás enterrado?.
Porque tuve un accidente y no puedo tomar sol en las piernas, les
contestaba. ¿Pero qué te pasó? Me caí
del caballo en el campo de papá. ¿Cómo fue?
Y entonces les contaba los pormenores de ese accidente. Cuando salía
del pozo, ya había conquistado a la que más me gustaba y todos
habían conseguido una chica.
RUBIA,
LINDA Y CON UN ZAPATITO NEGRO
Un día, los muchachos iban a ir a bailar, y me insistieron
tanto que al final fui. El gordo me cargaba. Me decía: Dale Negro,
si no bailás te la chamuyás. Yo nunca bailé. Pero
esedía pensé que a lo mejor con los lentos me la podía
rebuscar. Llegamos al Club. Estaba lleno de chicas. Había una música
movida y pensé: acá me la pierdo. Apenas nos sentamos marqué
a una rubiecita que estaba en una mesa del otro lado del salón. Era linda.
En eso, pusieron una de Los Panchos. Le hice señas. Ella me miraba y
se sonreía. Me jugué y me paré. Ella se paró. Los
dos enfilamos para el centro de la pista. La distancia se me hacía interminable.
No llegaba nunca. Cuando la tuve al lado mío, miré sus pies, y
vi esa plataforma en uno de sus zapatos.
RESCATANDO
A VIRGILIO
A los veinte años me hice adicto a la heroína.
Fue una noche que llegué a atenderme con un dolor insoportable en una
pierna. Pero como en ese tiempo todavía se daban transfusiones, tenía
que esperar que la bolsa con el plasma se descongelara. Mientras tanto, era
tanta mi desesperación por el dolor que el médico me dio una pastilla.
Ahí nomás me quedé dormido con una sensación de
paz, de alivio. Cuando me desperté quería más de eso, aunque
ya no había dolor. Le pedí otra al médico pero me dijo
que no. Miré arriba del escritorio y vi la caja. Leí: Daurán
R 875.
Ese remedio tenía heroína. Estuve casi diez años
falsificando recetas. Después me lo empecé a inyectar.
Un día en mi casa sintieron un olor raro que salía de la
pieza. Era yo que me estaba quemando. Me había quedado dormido con un
cigarrillo encendido. Se me había caído en el pecho y me estaba
haciendo un agujero bárbaro, mirá, todavía tengo la cicatriz.
Y no me dolía. No sentía nada.
Me internaron en el Borda: recuperación de adictos.
Nos juntábamos a la noche con los internos y yo les contaba historias.
Había uno, Virgilio, que todas las noches hacía lo mismo: se armaba
la valija y nos empezaba a saludar a uno por uno. Nos daba la mano y aseguraba
que se iba porque le habían dado el alta. Yo le decía: Aflojá
Virgilio, ¿adónde vas? Vení, sentate aquí al lado
mío que te tengo que contar algo que pasó allá afuera.
Le inventaba alguna historia de presos y de locos y él se quedaba dormido
sobre mis piernas mientras yo le acariciaba la cabeza, contento porque esa noche
Virgilio se había salvado del Ampliactil.
EL
NUMERO EN LA CABEZA
Desde que salí y hasta el 79 viví de
levantar quiniela. Tenía un montón de clientes en Villa Urquiza.
Tenía que ayudar a mi vieja, que cosía para afuera, y como yo
no podía trabajar de cualquier cosa, por mi salud, ese laburito me venía
bárbaro. Me sentaba en mi pieza, frente al escritorio, agarraba el teléfono
y le daba con todo: cinco al veinte, diez a los premios, todo a la redoblona.
Yo era banca, y a veces cuando salía un número de esos que jugaban
todos, me acostaban. Pero me iba bien. Hasta me pude comprar un autito.
El problema era la policía. Venían a mi casa y revisaban
todo. Un día se armó un revuelo bárbaro: estaban por los
techos, eran como cincuenta. Pero no se dieron cuenta de que los papeles estaban
escondidos en los dobladillos de la ropa, colgada de la soga, en el medio del
patio. Después de eso, empecé a memorizar todo. Tenía todos
los clientes y todos los números en la cabeza.
MALDITO
AMANECER
Después de hacer guardia en mi casa toda la tarde
esperando que me llamaran de los boliches para cantar, a la noche salía
de recorrida en mi auto viejo que estaba tan herido como yo, pero que nunca
me dejó de a gamba. Cantaba en un lugar, después en otro, y así
toda la noche. No me cansaba. ¿Sabés por qué? Porque cuando
volví a caminar, me di cuenta de que la vida de parado se veía
de otra manera. Y quería recuperarla toda junta. Yo florecía cuando
caía el sol. Me molestaba cuando veía el primer rayo y tenía
que dejar las cantinas, donde terminabacantando para los cocineros. La noche
me transformaba. Me parecía demasiado corta. Me decía: qué
lástima que Buenos Aires no esté entoldada. Pero cuando volvía
a mi casa a las ocho de la mañana y veía a las madres llevando
a los chicos a la escuela, pensaba que a mí también me hubiera
gustado ir a la escuela primaria. Pero la hice en mi casa. Escuela domiciliaria,
le decían. Con la señorita Norma. Tenía una sonrisa hermosa.
Ella se me acercaba y yo le miraba el escote, le sentía el perfume, y
no entendía nada de lo que me explicaba. Yo estaba enamorado de ella.
Hace poco en el Club del Vino se apareció una señora ya mayor,
y sonriendo me dijo: Hola Negrito. La miré y le dije: A
ver, reíte de nuevo. Y fue imposible no reconocerla. Hacía
cuarenta años que no nos veíamos. Había ido a verme. A
mí.
ESOS
ACONTECIMIENTOS TAN TRISTES
Algunos me critican el acompañamiento pero para mí
Antonio es como las guitarras para Gardel. Y a él también se las
criticaban. Lo acompañaban Canaro, Terig Tucci, y decía que extrañaba
a los muchachos, a las escobas. A Antonio lo conocí un viernes. Yo andaba
sin trabajo y había salido con otro cantor amigo a recorrer boliches
buscando alguna posibilidad. Habíamos fracasado y ya casi de madrugada
mi amigo me invitó a comer. Andábamos los dos secos pero insistió
para que fuéramos a un lugar que él conocía donde nos iban
a recibir bien. Llegamos. Sobre la puerta un cartel que decía: Sepelios
Banchero. Enseguida salió a recibirnos un hombre mayor que era el que
se ocupaba de noche de atender esos acontecimientos tan tristes. Pasen,
así se agranda la ronda, dijo. Los muchachos están
en el fondo. Cruzamos la sala entre candelabros, tarjeteros y todas esas
cosas. De atrás de una lona salía el murmullo tenue de un bandoneón.
Cuando la pasamos vimos a unas sesenta personas comiendo, tomando, recordando
tangos. ¿Podés creer? Allí funcionaba la peña Homero
Manzi donde caían todos de recalada. En la cabecera un hombre con cara
de bueno tocaba el bandoneón. Era él. Era Antonito. Me pidieron
que cantara algo y canté. Fue el primer tango que hicimos juntos: El
bulín de la calle Ayacucho. Pareció que nos conocíamos
desde siempre. Apenas nos miramos ya sabemos lo que nos queremos decir. Hace
veinte años.
LA
MUERTE DEL TANGO
En 1979 me tuve que operar de un pseudoquiste hemofílico
en la pierna derecha. Había tenido un derrame por un mal movimiento.
El doctor me dijo que quería que yo supiera que era una operación
difícil, que tenía el 90 por ciento de probabilidades de morirme.
Pero me quedaba el 10 por ciento. Me mandaron a un psicólogo para que
me preparara. Cuando fui a verlo, me dijo que también había otra
posibilidad. Le pregunté cuál era. Amputar la pierna.
¿Cómo amputar la pierna? ¿Pero usted sabe lo que
está diciendo? ¿Usted sabe lo que me costó a mí
volver a caminar? Formamos una sociedad con mi vieja para que yo pudiera volver
a caminar. ¿Cómo me van a cortar la pierna? ¡No! ¡Yo
me quiero morir con las dos!, le dije. Y se ve que lo entendió
porque no dijo nada más.
En el quirófano, cuando se acercó la anestesista, una morocha
preciosa, la miré a los ojos y le dije: Tené cuidado piba,
hacé despacito porque podés matar al tango.
Pobre, no quiso pincharme. Le dijo al doctor: Désela usted,
yo no puedo.
Al final me operaron. Fue un éxito. Cuando me desperté,
lo primero que hice fue mirarme la punta de los pies.
HACEME
EL FAVOR, NENA, ANDATE
Andate nena, haceme el favor.
¿Qué pasa? pregunté. Quiero que te vayas
y que no nos veamos más.
¿Por qué? ¿Qué pasó?
Me paso todo el día pensando en vos.
¿Y por eso querés que me vaya?
Sí.
Me iría. Pero yo también pienso en vos.
Con más razón todavía.
Porque estás casado.
Sí.
Y porque tenés una amante.
Sí.
Pero yo pienso en vos, no en tus mujeres.
Bueno mirá, ¿sabés por qué quiero que no nos
veamos más?
¿Por qué?
Porque estoy muy enfermo. Porque me voy a morir. Porque tengo sida. Haceme
el favor, nena, andate.
A los cuatro meses de vivir juntos, comenzó a tomar el cóctel
antirretroviral. Desde que supo de su contagio en 1987, a causa de esos hemoderivados
infectados que llegaron al país, su medicación era AZT. Ahora
había una nueva esperanza: hidroxiurea, D4T y DDI. Se decía que
combinando estos tres fármacos, podría incluso negativizar el
HIV. Leí en los prospectos los efectos colaterales: leucemia, embolia
cerebral, insuficiencia hepática, insuficiencia renal, muerte súbita,
parálisis, infarto, colapsos, convulsiones, hemorragias eran sólo
algunos. Me decía: Dejá, ni los leas, ¿para qué?,
si igual los tengo que tomar.
El 24 de marzo de 1997 el resultado de la primera carga viral, que es el método
más sensible con el que se puede medir el virus en la sangre, dio indetectable.
Cuando salimos de la Fundación me invitó a almorzar. Desde su
teléfono celular llamó a su hijo para darle la noticia. Después
llamó a sus amigos Hugo Levin y Cacho Vázquez. Estaba feliz. A
partir de entonces, todos los análisis demostraron lo mismo. Pero debía
seguir con el cóctel. Y después de un año de tomar ocho
pastillas diariamente, cada vez que las tragaba las vomitaba. Entonces le cambiaban
el esquema de medicación con nuevos fármacos.
FRENAR
UN AVION CON EL PIE
Ir a cantar a Porto Alegre, era cumplir un sueño casi imposible.
¿Y cuántos días hay que estar allá?
Tres. Nada más. Pero en la Fundación nos van a decir adónde
tenemos que ir por si llegaras a tener algún problema.
Sí, ya sé. Además Porto Alegre está acá
nomás. ¿Sabés cuál es el problema?
¿Cuál?
El avión. ¿Quién se sube al avión?
No, perdoname, pero si sos Gardel, vas a tener que subir.
Sí, tenés razón. Mirá cuando salga en los
diarios: Cantor de tangos, muere igual que Gardel. Porque si voy,
va a ser con las guitarras, sabés que Antonito no viaja. Si le tiene
más miedo que yo.
No te hagas ilusiones de morir igual que Gardel. El avión no se
va a caer, porque vos vas a ir con Alfredito y conmigo, y Gardel no iba ni con
su mujer, ni con su hijo.
Tenés razón. Y además estamos en mayo, no en junio.
¿Y cuándo es eso?
El avión sale el jueves seis, la actuación es el viernes
siete y el sábado ya estaríamos de vuelta.
Cuando bajó del avión en Brasil, estaba cumpliendo el sueño
que antes, por razones de mayor distancia, no se había animado a realizar.
Lo llamaban de España, Noruega, Alemania, Francia, Italia, Japón,
EstadosUnidos, Venezuela, Chile, México, Cuba. Pero lo limitaba su salud,
la inseguridad de estar en otro país lejos de la Fundación de
la Hemofilia y de sus médicos.
En Porto Alegre, con mil personas aplaudiéndolo de pie, tuvo una de las
emociones más fuertes de su vida. Me temblaban las piernas,
contaba. Y manejar. Me cansó manejar. Allá arriba, para
tranquilizarme, me hice la historia de que yo manejaba el avión. Que
era yo el que estaba llevando a toda esa gente, a esos chicos, y que por eso
no se iba a caer. Por eso no hablaba. Por eso pedía whisky. Para concentrarme
mejor.
UN
WHISKY SOLO
En el debut de Encuentro a todo tango en el Club del
Vino, llegó acompañado por su hijo Alfredo. Estaba pálido.
¿Te sentís bien papá? ¿Qué te pasa?
Nada hijo, nada. Transpiraba. Subió al escenario y se puso
a cantar. La sala estaba llena de periodistas. Los flashes lo mareaban, le hacían
cerrar los ojos. ¡Maestro!, le gritaban ¡Otra
maestro! ¡Qué cantor! Bajó del escenario entre aplausos
y bravos y apenas pudo decir: Alfredito, llevame a la Fundación.
Una semana después, todavía internado en la Fundación de
la Hemofilia, contaba: Mientras estaba cantando sentía ruidos en
la panza. Me di cuenta de que estaba teniendo una hemorragia digestiva. Los
miraba a todos y pensaba: maestro, maestro, me parece que el maestro esta noche
caga fuego. En medio de las risas, llegó el médico.
Negro, no hagas más esto. Cantaste con diecisiete de hematocrito.
Con esa anemia te podías haber muerto. Esta vez te pudimos parar la hemorragia,
pero pará con el whisky porque la próxima no sé qué
pasa.
Al final, con unas palabras y una sonrisa terminaba convenciendo al médico,
quien le prometía que en la próxima función iba a estar
sentado en la primera fila. Bueno, está bien, pero un whisky sólo
¿eh?
LEVANTÉ
QUINIELA, TUVE AMORES
Mirame. Soy Quasimodo. Casi no puedo moverme. No puedo estar
parado ni cinco minutos para afeitarme. Son los remedios que me están
dejando así. Me duele todo. Los hombros, la cadera, las rodillas. No
puedo ni girar la cabeza para verte pasar. Me gusta verte pasar de acá
para allá. Te miro y me gusta. Vas y venís todo el tiempo. Vení.
Sentate aquí. Un ratito nada más. Hablemos. No sé qué
me viste. No sé por qué te enamoraste de mí. Soy feo, no
puedo caminar, estoy enfermo. Vení Esmeralda, vení. Sentate aquí
y hablemos.
Mis viejos pensaban que me iba a morir a los trece años. Pero mirá,
tengo cincuenta y cinco. Crecí, fui a la escuela, tuve novias. Me casé
y tuve un hijo. Levanté quiniela, tuve amores, canté. Salí
en los diarios, en las revistas, en la televisión. Siempre fui respetado
y querido. Viví. Me divertí. Disfruté cada día,
de verdad, como si fuera el último. Y al final de mi vida me enamoré
por primera vez. De una mujer como vos, que me ama como nunca nadie me amó.
¿Cómo no le voy a estar agradecido a la vida? ¿Qué
más puede pedir un hombre? Pero así, no. Perdonáme mi amor,
pero así no puedo seguir.
Una magia modesta
Por Julio Nudler
¿Quién
es más cantor? ¿El que canta con guitarras, como Gardel, Corsini,
Rosita Quiroga, o en estos días Alfredo Sáez? ¿O el cantor
de orquesta, como Dante o Marino? Pero hubo también quienes, ya consagrados
en célebres orquestas, se revalidaron en un ceñido marco guitarrístico,
como Jorge Vidal después de Pugliese o Mauré después de
DArienzo. Sin embargo, en otro sentido, cantor era quien pudiese capturar
en su voz toda la esencia del tango, del barrio, del mal de amores, del humor
y de la filosofía derrotada del porteño, o del rioplatense en
general. Cantor era Angel Vargas, era Fiorentino, era Campos, era Rivero, o
igualmente Azucena o Mercedes Simone. El cantor se remontaba en su propia fantasía,
era quien todo lo podía, el guapo que lloraba, el enamorado gemebundo
o el crítico mordaz e implacable. Era fino como Serpa, exaltado como
Morán o popular como Carlitos Roldán. Cantor era el que enloquecía
a las mujeres, como Martel, o sólo un petiso agigantado, como Ferrari.
Recio y macizo, como Durán, o con aquella vibración dramática
de Casal. Caudaloso como Podestá o sentimental como Ribó. Cantar
era cautivar, como sabía hacer el gordo Iriarte, o asombrar el oído,
tanto como sólo Charlo era capaz. Al cantor le estaba permitido cantar
letras que a veces no entendía del todo, porque las de García
Jiménez o Discépolo o Expósito no eran versitos fáciles
y repetitivos para masas entontecidas. Cantar como un cantor era reírse
o apiadarse con Cadícamo, con Rubistein, con Romero. Cantor era asumirse
de pie ante el micrófono y la gente, en el torbellino de las emociones,
cegado por un esplendor intenso y seguramente efímero, teniendo en uno
o dos minutos que dejar la vida, tal vez varias veces cada noche. Podía
ser famoso, triunfal, como Echagüe, Floreal Ruiz, Castillo, Moreno o Rufino.
O cantar maravillosamente, pero ser casi una rareza, como Cordó, Rubén
Cané o Garrido. O ser un fenómeno, como Deval u Oscar Alonso,
pero quedarse ahí. O andar de orquesta en orquesta, sin durar ni dar
el golpe definitivo, como Almagro, Torres o Lozano. ¿Y de cuántos
grandes cantores se olvida uno en el apuro? De Bermúdez, de Jorge Ledesma,
de Linares, de Serna, de Fabri... de tantos más. Y de ellas, de Carmen
Duval, de Ada Falcón, de María de la Fuente, ¡de Libertad!
¿Quién de todos ellos habrá querido ser Luis Cardei? Y
fuera de eso, ¿quién llegó finalmente a ser Cardei, cuando
ya no parecía haber lugar para ninguno más? Difícil responderlo.
Su oreja de pibe enfermo se construyó junto a la radio un mundo emocional
como aquellos tangos y aquellos valses que contenían una historia completa,
como Traicionera o De puro guapo, y se detuvo a recoger
esas flores únicas, que pocos o ninguno volvió a oler, como Tan
sólo por verte o Uno y uno. El seseo, la voz pequeña,
una cadencia confidencial, suficiente para evocar ese repertorio interminable
que en unas pocas décadas se dio el tango. Pero también el malestar
del oído acostumbrado a admirar aquellas incomparables letras cuando
Cardei las alteraba, probablemente por mero descuido, quitándoles poesía
o incluso sentido. Aunque es cierto que no fue el primero ni el último
vocalista en derrapar en la pista del mejor verso.
El bandoneón de Antonio Pisano, a quien Cardei conoció en los
fondos de una funeraria de San Cristóbal, le fue fiel como una sombra
sonora, sin más aspiraciones que la autenticidad. Mayor relieve le confirió
en cambio el cuarteto del guitarrista Luis Borda, con el notable fueye de Héctor
del Curto. Cardei se alzó desde su ámbito natural, el de un café
de nostálgicos en algún barrio más bien pobre, hasta el
ambiente medio intelectual del café concert de la Gandhi. En la Argentina,
como es sabido, se descubre cada tanto lo que siempre estuvo a la vista. Cardei
protagonizó entonces un pequeño fenómeno, limitado porque
el tango no puede llevar a nadie muy lejos. La sociedad, los medios, la industria
del entretenimiento no lo permiten. ¿Para qué discutir si hubiese
merecidomayor trascendencia? Tuvo, en todo caso, más que la imaginable,
dadas las cosas. Y dejó más grabaciones que las de muchos grandes.
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