Dom 12.05.2002
radar

Una magia modesta

› Por Julio Nudler

¿Quién es más cantor? ¿El que canta con guitarras, como Gardel, Corsini, Rosita Quiroga, o en estos días Alfredo Sáez? ¿O el cantor de orquesta, como Dante o Marino? Pero hubo también quienes, ya consagrados en célebres orquestas, se revalidaron en un ceñido marco guitarrístico, como Jorge Vidal después de Pugliese o Mauré después de D’Arienzo. Sin embargo, en otro sentido, cantor era quien pudiese capturar en su voz toda la esencia del tango, del barrio, del mal de amores, del humor y de la filosofía derrotada del porteño, o del rioplatense en general. Cantor era Angel Vargas, era Fiorentino, era Campos, era Rivero, o igualmente Azucena o Mercedes Simone. El cantor se remontaba en su propia fantasía, era quien todo lo podía, el guapo que lloraba, el enamorado gemebundo o el crítico mordaz e implacable. Era fino como Serpa, exaltado como Morán o popular como Carlitos Roldán. Cantor era el que enloquecía a las mujeres, como Martel, o sólo un petiso agigantado, como Ferrari. Recio y macizo, como Durán, o con aquella vibración dramática de Casal. Caudaloso como Podestá o sentimental como Ribó. Cantar era cautivar, como sabía hacer el gordo Iriarte, o asombrar el oído, tanto como sólo Charlo era capaz. Al cantor le estaba permitido cantar letras que a veces no entendía del todo, porque las de García Jiménez o Discépolo o Expósito no eran versitos fáciles y repetitivos para masas entontecidas. Cantar como un cantor era reírse o apiadarse con Cadícamo, con Rubistein, con Romero. Cantor era asumirse de pie ante el micrófono y la gente, en el torbellino de las emociones, cegado por un esplendor intenso y seguramente efímero, teniendo en uno o dos minutos que dejar la vida, tal vez varias veces cada noche. Podía ser famoso, triunfal, como Echagüe, Floreal Ruiz, Castillo, Moreno o Rufino. O cantar maravillosamente, pero ser casi una rareza, como Cordó, Rubén Cané o Garrido. O ser un fenómeno, como Deval u Oscar Alonso, pero quedarse ahí. O andar de orquesta en orquesta, sin durar ni dar el golpe definitivo, como Almagro, Torres o Lozano. ¿Y de cuántos grandes cantores se olvida uno en el apuro? De Bermúdez, de Jorge Ledesma, de Linares, de Serna, de Fabri... de tantos más. Y de ellas, de Carmen Duval, de Ada Falcón, de María de la Fuente, ¡de Libertad! ¿Quién de todos ellos habrá querido ser Luis Cardei? Y fuera de eso, ¿quién llegó finalmente a ser Cardei, cuando ya no parecía haber lugar para ninguno más? Difícil responderlo.
Su oreja de pibe enfermo se construyó junto a la radio un mundo emocional como aquellos tangos y aquellos valses que contenían una historia completa, como “Traicionera” o “De puro guapo”, y se detuvo a recoger esas flores únicas, que pocos o ninguno volvió a oler, como “Tan sólo por verte” o “Uno y uno”. El seseo, la voz pequeña, una cadencia confidencial, suficiente para evocar ese repertorio interminable que en unas pocas décadas se dio el tango. Pero también el malestar del oído acostumbrado a admirar aquellas incomparables letras cuando Cardei las alteraba, probablemente por mero descuido, quitándoles poesía o incluso sentido. Aunque es cierto que no fue el primero ni el último vocalista en derrapar en la pista del mejor verso.
El bandoneón de Antonio Pisano, a quien Cardei conoció en los fondos de una funeraria de San Cristóbal, le fue fiel como una sombra sonora, sin más aspiraciones que la autenticidad. Mayor relieve le confirió en cambio el cuarteto del guitarrista Luis Borda, con el notable fueye de Héctor del Curto. Cardei se alzó desde su ámbito natural, el de un café de nostálgicos en algún barrio más bien pobre, hasta el ambiente medio intelectual del café concert de la Gandhi. En la Argentina, como es sabido, se descubre cada tanto lo que siempre estuvo a la vista. Cardei protagonizó entonces un pequeño fenómeno, limitado porque el tango no puede llevar a nadie muy lejos. La sociedad, los medios, la industria del entretenimiento no lo permiten. ¿Para qué discutir si hubiese merecidomayor trascendencia? Tuvo, en todo caso, más que la imaginable, dadas las cosas. Y dejó más grabaciones que las de muchos grandes.

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