NOTA DE TAPA
El Elvis Rojo
Como cantante country no valía gran cosa. Pero era alto y guapo y norteamericano, y a principios de los ’60 una de sus canciones de amor sacudió los charts de dos remotos países sudamericanos. Entonces Dean Reed nació de nuevo. En Chile y Argentina arrasó entre las chicas, protagonizó películas y fue tapa de todas las revistas. Pero descubrió también la miseria, la represión de las dictaduras y una entusiasta vocación política que en pocos años lo llevaría a convertirse en el embajador musical del socialismo en plena Guerra Fría. En 1986 lo encontraron flotando en un lago de Berlín Oriental. ¿Era un espía soviético? ¿Un agente de la CIA? ¿Un fracasado sin esperanzas? Parte de un libro en preparación, lo que sigue es la vida de Dean Reed, (a) Míster Simpatía, (a) el Elvis Rojo: el hombre que le robó la novia a Palito Ortega y llevó el rock a la Plaza Roja de Moscú antes que nadie.
Por Eduardo Montes-Bradley
Antes de las cookies y los pop-up windows de Internet hubo bumper stickers, esas calcomanías que se adherían a los paragolpes de los coches y proclamaban la filiación política del conductor o su estado civil, la condición de alumno destacado del gordito que saluda apoyado en la luneta trasera, las simpatías por algún equipo de béisbol, que los marines tienen que irse de Nicaragua o que se ama Nueva York aunque la patente diga Nebraska. Hoy ya no se ven bumper stickers, en parte porque lo que desapareció fueron los paragolpes y, no habiendo donde pegar las consignas, la oferta fue desapareciendo. Por eso me llamó tanto la atención encontrarme frente al más enigmático que jamás haya leído: Who’s Dean Reed? (“¿Quién es Dean Reed?”). Por una vez, el sticker no buscaba marcar diferencias ni señalar simpatías; postulaba un enigma. Y llevaba más de veinte años pegado en el paragolpes de ese Volvo.
Entre muchas otras cosas, Reed es el protagonista de American Rebel, un documental de Will Roberts donde este cowboy alto, rubio y de ojos claros, mediocre cantante folk, confiesa abiertamente su conversión al marxismo-leninismo, su simpatía por las luchas obreras, su fervor socialista. También aparece cantando para Arafat y las tropas sandinistas, en Chile en tiempos de la represión y en la Plaza Roja asediado por adolescentes, como si fuera un beatle cualquiera. El film de Roberts es una suerte de respuesta tardía a Alicia en el país de las maravillas, aunque los decorados que elige Reed para sus viajes estén más cerca de Jonathan Swift que de Lewis Caroll.
En 1985, cuando American Rebel se exhibió en Denver, Ronald W. Reagan cursaba el primer año de su segundo mandato y la URSS era, según sus palabras, “el imperio maligno”, el mismo en el que Dean Reed vendía centenares de miles de discos y había protagonizado decenas de films. Estados Unidos tenía a Baryshnikov; los rusos a Reed, el Elvis Rojo, el Johnny Cash de los Cárpatos, el Kenny Rogers de los Urales, el Clint Eastwood de la lucha por la paz. Con el tiempo, el vaquero socialista acabaría por convertirse en una postal descolorida de la Guerra Fría. Pero por simple que fuera, el enigma no estaba resuelto: la historia no terminaba de contarse. Algo del nombre de Reed me era mucho más familiar. Quizás fuera el eco del otro Reed, que inauguró la conversión hacia el Este a principios del siglo XX, en aquellos diez días que conmovieron al mundo, y reencarnó en Reds en el pellejo de Warren Beatty. (A Dean, ahora, podría tocarle llegar al cine de la mano de Tom Hanks.)
Pero a mí algo seguía faltándome en la historia del camarada cowboy.
Me faltaba su destino latinoamericano.
Porque fue en el Sur donde Dean Reed, acaso sin saberlo, empezó a entregarse a la causa del internacionalismo proletario. Antes de integrar el top ten de las prioridades soviéticas, el cowboy (“Míster Simpatía”) había arrancado suspiros de las chicas porteñas. Había frecuentado los estudios de Radio Mitre, el auditorio de la UOM y los carritos de la costanera. Había estado preso en Devoto y calavereado en las boîtes de moda. Había pisado los mismos sets que Andrea del Boca y aparecido a menudo en los “Sábados Circulares de Mancera”. Fue aquí, en Buenos Aires, donde yo mismo lo vi moviéndose como Elvis en la pantalla cóncava del Philips que mi zeide había comprado en cuotas a un cuentenik de Burzaco. Y fue aquí, en plena calle Lavalle, donde Reed firmó autógrafos después del estreno de la película de Enrique Carreras donde se atrevía a soplarle la novia a Palito Ortega. Y esa misma fiebre la había protagonizado poco antes en Chile, donde un inesperado éxito musical, sumado al contacto con Pablo Neruda y la familia Parra, lo habían llevado a politizarse hasta ultrajar, en un episodio memorable, a su propia embajada en Santiago.
De modo que si los soviéticos lo consagraron, nosotros –los del Sur– lo habíamos convertido.
Un vaquero en Beverly Hills
Dean Reed nació el 22 de septiembre de 1938 en Wheat Ridge (hoy un suburbio de Denver), mientras Chamberlain volaba a encontrarse con Hitler para discutir el destino de Checoslovaquia, y cuarenta y ocho años después apareció flotando, muerto, en el lago Schmockwitz de Berlín Oriental, a pocos pasos del departamento donde vivía con su tercera esposa. En más de un sentido, su vida es un espejo de los años que van del apogeo del fascismo al derrumbe del bloque socialista.
Hacia fines de los ’50 se había instalado en Los Ángeles, donde firmó contrato con Capitol Records y la Warner Brothers. Hollywood se recuperaba de las cacerías de brujas del macartismo y los “rojos” que se atrevían a asomar las narices lo hacían con todas las precauciones del caso. Uno de ellos era Paton Price, tutor de Reed en la academia de actores de la Warner. O algo más que tutor: en los ‘60, el plan de entrenamiento actoral contemplaba, entre otras cosas, el debut del cowboy en un burdel de lujo y la voluntad de luchar por la paz en el mundo. Sólo que La Paz, por entonces, era una marca registrada del bloque socialista. Reed, pupilo aplicado, aprendió mucho de Paton.
En aquellos años, hubo otros que sacaban la cabeza fuera del agua por primera vez, y algunos hasta se animaban a subir el volumen para que los acordes del banjo de Pete Seeger se filtraran en las habitaciones del vecino. El grito de guerra The russians are coming! iba disipándose a medida que los rusos no movían un solo tanque: los rusos no venían y los rojos locales se volvieron cada vez más audaces. La revolución ya no tenía lugar en tierras exóticas bajo nombres extravagantes: aquí y ahora sucedían hechos que tenían a la clase media norteamericana sumamente alterada. Sin ir más lejos: la aparición de Elvis Presley en el horizonte del Mississippi. Yendo un poco más lejos: Cuba. (¿Por qué no pensar que los pelos y barbas de Santa Mónica y el Escambray eran parte de un mismo fenómeno de la cultura pop?)
Cuando el Che hizo su aparición estelar en el foro de las Naciones Unidas, Dean Reed ya había grabado varios discos, había aprendido mucho en poco tiempo y acababa de descubrir, de la mano de un señor llamado Hugh Heffner, algo que martirizaba a su padre, el republicano furioso Cyril Dean, y tenía a toda su generación caminando con las manos: el sexo. Estados Unidos estaba cambiando. En California vuelan las bragas y se rompen límites; en Santa Clara y Matanza se organizan actos de repudio que establecen nuevos límites y se refuerzan los calzones bajo la celosa mirada de la moral revolucionaria. Con las bragas de los primeros también vuelan muchos otros resabios de la cultura rural y se consolida definitivamente un hecho revolucionario trascendente: el rock’n roll.
Así estaban las cosas cuando Reed recibe una llamada de Capitol Records. Teme lo peor: ninguno de sus discos ha tenido nada que se parezca a un éxito. Pero la discográfica le anuncia que su suerte está cambiando: su simple “Our Summer Romance” ha alcanzado el puesto número uno en el ranking de... ¡Argentina! En realidad, no sólo de Argentina: también de Chile y Perú. De golpe Sudamérica se presenta como un horizonte. Pero ¿dónde queda? Por aquel entonces, un bumper sticker rezaba: God is Alive and Well, in Argentina (“Dios está vivo y bien en la Argentina”). La leyenda parece escrita para Reed, que de la mañana a la noche se había convertido en un semidiós para las comunidades jóvenes de allá abajo.
Del lado chileno
A principios de 1962, Dean Reed obtuvo su pasaporte norteamericano. Supuestamente debía embarcarse con destino a Santiago el 9 de marzo. Como todos los pasaportes emitidos en aquellos años, el suyo llevaba inscripta la leyenda No válido para viajar a Albania, Cuba y las partes de China, Corea y Vietnam bajo control comunista. Con esa advertencia empieza la saga Reed, todo un símbolo de la era Eisenhower. Es poco probable que el cowboy llevara un ejemplar de La otra América: Pobreza en los Estados Unidos (1962), el libro clásico de Michael Harrington, fundador y líder del partido Democratic Socialists of America, que había calado hondo en la nuevas corrientes liberales norteamericanas. Reed no era muy afecto a la lectura; por lo general, tocaba de oído. Su formación era intuitiva, solidaria, voluntarista. En ese sentido, el universo que encuentra al llegar a Chile es ideal para poner en práctica la retórica aprendida de Paton al compás de la música de Pete Seeger y los versos de Woody Guthrie. La afinidad con las luchas revolucionarias latinoamericanas de aquellos días reclama pocos requisitos ideológicos: basta reconocer las diferencias entre pobres y ricos y abogar por un mundo en el que todos tengan techo, cuidados médicos y educación básica. Reed no tardará en abrazar esas tres banderas del socialismo.
El cantante desembarca en Santiago poco antes de que arranquen las operaciones clandestinas de la CIA que culminarán una década más tarde con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Hasta entonces, Chile había sido un país menor en la agenda de Washington. Pero el horno no estaba para bollos: mientras Cuba se había declarado abiertamente comunista y Lyndon B. Johnson anunciaba no estar dispuesto a ceder más terreno al enemigo soviético, Chile navegaba una transición incierta: en 1958, Salvador Allende había perdido la presidencia por el 3 por ciento de los votos. Las próximas elecciones, previstas para 1964, serían sin duda el siguiente round de la Guerra Fría, o al menos un desafío.
Reed esperaba encontrarse en el aeropuerto de Santiago con algún representante de Capitol Records. Encontró en cambio una multitud de adolescentes histéricas que aullaban ¡Viva Dean! Las pancartas con su foto y su nombre en letras gigantes podían leerse desde la ventanilla del avión. El cowboy descubría América, la revolución y la fama, todo al mismo tiempo, el día en que perdía la camisa a manos de una fan desesperada. Esa noche se hospedó en el Hotel Carrera, a un costado de la Casa de la Moneda donde culminaría el proyecto golpista de la CIA.
Reed no tarda en conocer a Pablo Neruda y Víctor Jara, por entonces miembro del equipo estable de directores del Instituto del Teatro de la Universidad de Chile. Jara, hijo de campesinos y ex seminarista, es un poco mayor que Reed. Los dos vienen del campo, los dos padecieron los prejuicios religiosos de sus padres. Por otro lado, los folcloristas chilenos están muy influenciados por Violeta Parra, que ya ha viajado a la Unión Soviética y volverá a hacerlo varias veces hasta fijar, por fin, su residencia en París, lo que favorece la movilidad entre un continente y otro. El Partido Comunista chileno tenía buena llegada entre músicos y artistas y lo mismo sucede en la Argentina, adonde Reed viaja por primera vez para realizar un par de actuaciones en televisión.
Del lado argentino
Como en Chile había frecuentado a Parra y Jara, Reed contacta en Argentina a Horacio Guarany y algunos artistas vinculados con el PC. Pero el cruce de la cordillera parece autorizarlo a darse un lujo nuevo: coquetear con la frivolidad. Y la frivolidad, en aquellos años, se llamaba la Nueva Ola. Y la Nueva Ola argentina tenía nombre y apellido: Ramón Ortega.
Quizá fue durante la gira chilena de Carlinhos y su Banda cuando Ortega, por entonces un joven baterista, conoció a Dean Reed. El cowboy nunca llegó a narrar ese primer encuentro, y hoy Ortega tiene pasatiempos más importantes que ponerse a evocar al rubio que casi le birla la novia. Lo cierto es que, luego de aquel supuesto encuentro en Chile, Ortega se separa del grupo y desde una oscura pensión de Mendoza lanza su carrera como Nery Nelson. Pero ese primer nombre artístico no tardará en sucumbir a otro: Palito. Como Reed, Palito Ortega usaba botamangas ajustadas (lo que enflaquecía todavía más sus ya delgadas piernas, que le habían inspirado su nom de guerre). También ensayaba el movimiento de cadera sin levantar ni mover los pies, balanceando los brazos de un lado hacia el otro, como anunciando el twist que se venía. Reed había dejado el campo por la ciudad en 1958; Palito apenas dos años antes. Y Buenos Aires es a Tucumán un poco lo que Hollywood a Wheat Ridge. Esas curiosas coincidencias convergen en una particularmente notable: los sets de filmación de dos largometrajes dirigidos por Enrique Carreras. En una de ella, Mi primera novia, Palito y Reed se disputan nada menos que a Evangelina Salazar. El tucumano se la queda en la vida real, pero en el film el que triunfa es el rubio.
Yo quiero a mi bandera
Las chicas del sur que persiguen a Dean Reed para arrancarle la camisa no sólo son beligerantes en términos hormonales; también hablan el mismo idioma de Paton y los liberales de California. Dean, por su parte, se opone a las pruebas nucleares que los Estados Unidos realizan en el Pacífico sur, y en señal de protesta lava la bandera de las franjas y estrellas frente a la embajada norteamericana de Santiago. El hecho cobra notoriedad: Reed aparece en una fotografía cuando es arrestado y durante el resto de su vida hablará de ese día como el fundador de su reencarnación en revolucionario.
De allí en más, Reed dirá que aquel día quiso lavar la sangre del pueblo vietnamita. Los chilenos, sin embargo, hicieron notar un detalle curioso: ¿por qué lavar la bandera con detergente y no quemarla, como era la rutina en esos casos? El matiz no es insignificante: Dean lava lo que entiende que se puede limpiar, mientras que la quema es un recurso sin apelaciones. Si Reed quema la bandera, quema las naves; si las lava, podrá usarlas cuando quiera. Y las va a usar.
De hecho, a lo largo de su vida, Reed se cansó de dar entrevistas junto al hogar a leña de su departamento de Berlín donde colgaba la bandera del escándalo. En rigor, lo que Dean Reed nunca contó fue que si ese mismo día lo pusieron en libertad fue gracias a la intervención del consulado, el mismo que supuestamente lo tenía fichado como tipo peligroso. Ése es uno de los detalles que esgrimen como evidencia los que piensan en Dean Reed como el más conspicuo de todos los agentes de la CIA. Una vez más: Who’s Dean Reed?
Al Este del paraíso
En junio de 1965, el mismo año de Mi primera novia, Reed viaja como delegado –supuestamente argentino– al Congreso por la Paz en Helsinki. Por qué y cómo llega hasta ahí es todo un misterio. Ni siquiera Reggie Nadelson ha podido desentrañarlo. Nadelson es el laborioso autor de Comrade Rockstar, una formidable biografía del cowboy que le llevó diez años de trabajo siguiéndole los pasos. Ahí se desovilla prolijamente el entretejido de relaciones, vínculos y circunstancias que le permitieron a Reed consolidarse como una de las figuras públicas más destacadas del bloque socialista.
Después de ese primer contacto con la URSS, Reed regresa a Buenos Aires y encuentra el paisaje cambiado: Illia ha sido reemplazado por Onganía. Sus declaraciones sobre el congreso de Helsinki son motivo suficiente para que las autoridades decidan deportarlo. Al menos así lo declaró Dean cada vez que tuvo oportunidad de contar cómo había sido su transformación de gusano en mariposa, de capitalista en comunista. A todos los que quisieran verla, Reed les mostraba la foto en que se lo ve con un smoking de seda, escoltado por unos policías sonrientes que le profesan más admiración que otra cosa. La imagen no parece estar a la altura de los ultrajes de la época. Por otra parte, salvo las que retratan esos dos episodios heroicos, no hay muchas otras fotos del paso de Dean Reed por Buenos Aires o Santiago. Lo cierto es que Dean se fue (o lo fueron) a Roma, donde trabajó en varios westerns spaghetti. Hizo de corsario, de pirata, de karateca, de Zorro y de cazador de fortunas. Entretanto siguió con los viajes a la URSS, hasta que finalmente, en un festival de cine en Leipzig (Alemania Oriental), conoció a Renata Blume, una actriz alemana con la que acabó casándose y compartiendo el sexto piso “A” del edificio de Schmockwitz Damm (Berlín Oriental) donde se quedaría hasta su oscura muerte, en junio de 1986. A lo largo de esos veinte años realizó un centenar de giras por toda la Unión Soviética, China, Medio Oriente, Cuba y Nicaragua. Filmó películas antiamericanas en Rumania y dirigió un desconcertante documental sobre Víctor Jara. Cantó para Arafat, para las tropas el Vietcong, para los sandinistas en plena campaña y para el mismísimo Brezhnev, que se jactaba –al igual que Honecker o Ceaucescu– de ser “amigo personal de Dinrrid”.
¿Era su status de estrella lo que le permitía visitar tanto los Estados Unidos? La idea de que hubiera desertado no se ajusta a la frecuencia con la que viajaba –no sólo a EE.UU. sino a Londres, París y muchos otros destinos del mundo capitalista– sin ningún tipo de reparos por parte de las autoridades. (La Argentina, cuándo no, fue la excepción. En julio de 1971 Reed intentó volver, pero el gobierno le negó la entrada. Ingresó clandestinamente vía Uruguay y fue detenido y enviado al pabellón de contraventores de Villa Devoto, donde lo primero que hicieron fue cortarle el pelo. “Podría ser el corte de cabello más caro de mi vida”, declaró a la revista Siete Días, “ya que el 13 debía comenzar a filmar un western de acuerdo con un contrato firmado. Si me aguardan una semana más, podría hacer el film. Lo que no sé es cómo vamos a hacer para explicar que mi personaje tenga un corte de pelo ‘a lo preso’.”) El diario Pravda había dicho que Reed “había abandonado su país en señal de protesta por la injusta guerra en Vietnam”. Pero en todos esos años, por curioso que resulte, no hubo un solo abril en que el ciudadano norteamericano Dean Read no presentara su declaración de impuestos ante el Internal Revenue Service de los Estados Unidos.
Dean Reed todavía tiene fans en muchas partes del mundo y hasta un sitio en la web (http://www.deanreed.de). Cada vez que tengo oportunidad de hablar con algún ruso, rumano, búlgaro o argentino, les pregunto si se acuerdan de Dean Reed y trato de armar la imagen que más me complazca ese día dándole a la pregunta del bumper sticker nuevas interpretaciones. Quizá las más curiosas sean las que giran alrededor de su muerte. O su no muerte. Hay quienes creen que la CIA, la misma que lo habría contratado en 1963, tuvo que cargárselo cuando Reed decidió regresar a Colorado. Otros sospechan de la Stasi (la policía secreta de Alemania comunista) y mencionan ciertos 300 mil dólares que Reed guardaba en una caja de seguridad en Berlín Occidental. Abundan, desde luego, las conspiraciones atribuidas a bandas neonazis y maridos celosos. Quizá la conjetura más romántica sea la que sostiene que Reed se suicida al ver lo que se le viene cuando las bandas de rock norteamericanas empiezan a invadir el este europeo. Después de todo, el mundo comunista era un territorio que le pertenecía casi exclusivamente. Ahora, con la Perestroika, competidores como Billy Joel llenaban la Plaza Roja y hasta le arrancaban aplausos a la momia de Lenin.
Pero la versión que definitivamente se lleva todos los premios es la que lo supone aún con vida, a los 67 años, en algún lugar del sur de la Argentina. Como Dios, Dean is Alive and Well, in Argentina.