NOTA DE TAPA
Se cumplen pronto 100 años del motín a bordo del acorazado Potemkin, y 75 del estreno de la versión oficial de los hechos filmada por Sergei Eisenstein, que exaltó el alzamiento como la gesta festiva que inició el derrumbe de la tiranía zarista. Largamente eclipsada por la euforia de las imágenes del cineasta soviético, la realidad histórica empieza a salir a la luz, y no autoriza mayores celebraciones. El episodio Potemkin se parece más a un Via Crucis sangriento y desolador que a una fervorosa utopía realizada. Radar revela por primera vez el lado oscuro y real del acorazado más famoso del mundo (fugas, hambre, sangre, mala puntería, fusilamientos, diásporas) y cuenta todo lo que padecieron sus seiscientos setenta tripulantes y sus doce mil seiscientas toneladas de hierro cuando las cámaras de Eisenstein no estaban ahí para filmarlos.
El Potemkin se desplaza muy lentamente por la bahía de Tendra. Trata de evadir a las torpederas leales, que no se deciden a dispararle. La escena parece un juego o un baile. Entretanto, en la ciudad, los cosacos continúan carneando gente y las columnas de humo se dispersan sobre el continente, cubriendo los campos de un hollín negro y pegajoso.
Krieger, vicealmirante de la escuadra, está reunido a bordo del Rotislav, en Sebastopol, escuchando el informe de los capitanes. Sólo necesita tres buenos buques que pueda enviar a la bahía para terminar con el Potemkin. Pero la flota no le responde como debería. En el Catalina II, la tripulación canta el “Ave María” y el “Padrenuestro”, pero se niega rotundamente a entonar “Dios salve al zar”. La tripulación del Alexander II, anclada en Kronstadt, desacata las órdenes, mientras que en los astilleros de Nikolayev se escuchan tiros desde muy temprano, sin que nadie tenga la menor idea de quién los dispara. Pero el problema no es sólo el Potemkin: la flota –o lo que queda de ella después de la paliza que los japoneses le dieron en Tsu-Shima– está en peligro.
Finalmente, Krieger ordena que el Santa Trinidad, el Jorge el Conquistador y el Los Doce Apóstoles zarpen inmediatamente con instrucción de acabar con el Potemkin antes de que a otro buque se le ocurra enarbolar el sucio trapo rojo en lugar del pabellón con la cruz de San Andrés.
El pas-de-deux entre el Potemkin y las torpederas que filmó Sergei Eisenstein tenía sentido sólo hasta cierto punto: el motín a bordo más célebre de la historia del cine no respondía –como lo proclama el cineasta en la secuencia de la carne agusanada– a un desacuerdo sobre el menú de la tripulación. Borges estaba en lo cierto: El acorazado Potemkin “no es un film realista”. Evita la crueldad creando una atmósfera festiva que busca generar simpatía entre los espectadores y al mismo tiempo consigue aislar el alzamiento del complejo engranaje de circunstancias que lo determinaron. El guión de Nina Agadjanova, mucho más ambicioso, contemplaba todos los hechos vinculados con los levantamientos de 1905. Al enamorarse del episodio Potemkin, Eisenstein, en cambio, despoja al film de un sentido histórico trascendente y lo convierte en ficción, omitiendo el accidentado crucero por el Mar Negro que el acorazado no tardaría en protagonizar y concluyendo la aventura abruptamente.
La decisión de huir y poner proa a Constanza (Rumania) tuvo que ver con dos activos participantes de las deliberaciones que tuvieron lugar a bordo, Constantine Feldmann y Kirill, dos dirigentes de la socialdemocracia ucraniana que se sumaron a la tripulación del Potemkin desde un principio. Tanto Feldmann como Kirill aportan el barniz ideológico del que carece la tripulación. Afanasy Matushenko, protagonista del film de Eisenstein, es, como la mayoría de sus compañeros, un campesino analfabeto sin ninguna experiencia política y –lo que es mucho peor– ninguna experiencia marina.
Al igual que Fyodor Mikishhin, Josef Dymtchenko y los otros 667 marineros, Matushenko había sido arrancado de los surcos de Bessarabia para revitalizar las tropas diezmadas en el Lejano Oriente. Sin la intervención de Feldmann, es probable que los amotinados se hubieran quedado a enfrentar los refuerzos que venían de Sebastopol –con lo cual Eisenstein se habría tenido que conformar con un cortometraje– y hubieran navegado a la deriva hasta que los encontrara Krieger, o hacia el Bósforo, donde los esperaban los turcos para mandarlos al fondo. En Constanza podrían reaprovisionarse y darle tiempo a la Revolución para que ganara momentum. Feldmann entendía que era cuestión de aguantar, que tarde o temprano otros buques iban a sumarse.
La orden de poner motores a toda máquina fue impartida por Matushenko al piloto Alexeev, uno de los tres suboficiales que habían sobrevivido al sangriento 27 de junio, día del motín. Así como Eisenstein evitó mostrar lo que realmente había sucedido en Odessa cuando el Potemkin intentó cañonear el teatro (ver recuadro), su versión de los hechos hace del golpe de los insurrectos una pícara osadía marinera. Lo cierto es que la toma del acorazado implicó el aniquilamiento de toda la plana mayor menos siete oficiales, que permanecieron once días retenidos en las letrinas por si las moscas, y los tres suboficiales –entre los que se encontraba Alexeev– que Matushenko consideró imprescindibles para navegar. El resto fue apuñalado ritualmente o arrojado al mar, donde sirvieron de blanco para los tiradores que probaban puntería desde las barandillas de babor y estribor. Borges supone correctamente: el levantamiento del Potemkin no fue un episodio heroico desprovisto de crueldad. La frivolidad con la que aparecen los hechos en la pantalla poco y nada tiene que ver con el baño de sangre que exigieron.
Durante la primera noche de navegación en fuga, el Comité Revolucionario –formado por los líderes del alzamiento y los militantes de Odessa– redacta un comunicado (el primero de varios) dirigido a la humanidad: “Ciudadanos de todos los países y de todas las nacionalidades, el gran espectáculo de la gran guerra por la libertad está ocurriendo frente a vuestros ojos”. Los amotinados esperaban un vuelco en la voluntad de las tripulaciones de otros buques; la fuga de Odessa había sido sólo un entreacto en la guerra revolucionaria: pronto –creían– se les sumarían otros, y las masas enardecidas los recibirían como héroes. En otro párrafo, los amotinados intiman al zar a que concluya la guerra contra Japón y abdique sin más, “convocando a una asamblea internacional constituyente sobre las bases del sufragio universal, directo, secreto e igualitario”. El comunicado concluía diciendo que la tripulación del Potemkin estaba dispuesta a “triunfar o perecer en el intento”.
En la madrugada del 2 de julio, el guardia de turno anuncia que están frente al puerto de Sulina. Es un amanecer promisorio. Por el momento no hay noticias de la flota y el horizonte está libre de obstáculos –sobre todo de humo–, y eso es bueno. Llevan varios días navegando a tres cuartos de máquina y las calderas piden agua a gritos. En Constanza, seguramente, podrán reaprovisionarse de carbón y agua dulce; por el momento habrá que darles de beber lo que hay, y lo que hay y en cantidad es agua salada.
El Potemkin llega a Constanza cerca de medianoche y fondea a milla escasa del muelle. El comandante Negru, responsable de las operaciones navales de la flota rumana, ignora el saludo de dieciocho cañonazos que sí pone en alerta a todos los vecinos. Negru decide esperar que aclare. La base de Constanza disponía de un sistema de comunicación más sofisticado que el Potemkin, y estaba al tanto de lo que sucedía y de las advertencias de la flota. Pero Constanza no es Rusia, y Rumania va a jugar sus propias cartas en el asunto.
En la madrugada del 3 de julio se presentaron a bordo, con cara de buenos amigos, unos oficiales en representación de Negru. Los rumanos fueron agasajados en el camarote que había sido del capitán Golikov, donde había una buena provisión de vodka y vinos moldavos. La ocasión llama al brindis y Matushenko descorcha. Poco antes del mediodía, las partes acuerdan que el Potemkin puede permanecer anclado y que un contingente de los amotinados desembarque para comprar alimentos y contratar a un médico que asista a heridos y enfermos. Cuando Matushenko pide carbón y agua potable, el oficial con más medallas trata de desentenderse del asunto, argumentando que debe consultarlo con sus superiores. En las arcas del Potemkin había cerca de 20 mil rublos (casi 6 mil libras) destinados a esos efectos. La negociación no iba a ser fácil.
A media mañana se presentó a bordo la comitiva de una embarcación rusa comandada por el capitán Belvaniety: acababa de anclar y no estaba al tanto de la situación del Potemkin. Además de no contar con sistema de comunicación Morse, Belvaniety tenía otra excusa: los periódicos en Rumania hablaban del tema, pero ni él ni ninguno de sus tripulantes podía leer rumano. De manera que al pisar cubierta llegó la sorpresa: en lugar de la formación reglamentaria con la que debía encontrarse, Belvaniety dio con unos cuantos talargas bailando Ochichornia y otros tomando sol en cubierta. En eso, Matushenko apareció de la nada escoltado por un par de lugartenientes revolucionarios. “Tiene usted exactamente treinta segundos para desembarcar y dos minutos para regresar a su barco”, dijo. Belvaniety, indignado, exigió saber dónde estaba el capitán. Matushenko respondió señalando el fondo del mar.
La tercera visita del día fue de una delegación del crucero rumano Elisabeta, anclado en las proximidades, que fueron tan bien recibidos como los primeros e igualmente convidados a beber vodka en el camarote que había sido del capitán. Entre la segunda y tercera copa, Matushenko y Feldmann aprovecharon para llevarse a cubierta a un par de peces gordos con medallas y estrellas con la idea de comprarles por debajo de la mesa provisiones de carbón y agua dulce. Pero los oficiales doblaron la apuesta: ofrecieron derecho de asilo, pasaportes rumanos e inmunidad a cambio de que les vendieran el Potemkin. Molesto, Matushenko devolvió la gentileza preguntándoles a los oficiales cuánto querían ellos por el Elisabeta y todo se fue al garete. Fin del encuentro. Esa misma tarde llega un comunicado de tierra que advierte a la tripulación que el Potemkin ya no es bienvenido, y que no habrá para ellos ni agua ni carbón ni provisiones.
La dirigencia en pleno se reúne alrededor de un mapa del Mar Negro para analizar la partida inmediata y los posibles destinos. Alexeev, presente sólo como referencia en caso de consulta (nadie tenía en claro cómo leer los mapas), sugiere Eupatoria, pero en Eupatoria no había carboneras. Kirill propone regresar a Odessa, pero todos concuerdan que sería un suicidio. Dymtchenko señala sobre el mapa el Golfo de Kerch, donde la flota solía abastecerse, pero Mikishhin lo supone bloqueado y el tema queda descartado. Ninguna de las posibilidades parecía convincente. Entretanto, Feldmann, que se había pasado toda la discusión hojeando una Guía de puertos del Mar Negro de la biblioteca de Golikov, propuso Theodosia, que además de puerto carbonero estaba en ruta al Cáucaso. Feldmann y Matushenko habían discutido la posibilidad de iniciar un foco revolucionario en la Caucasia en caso de que, como parecía, la flota no se sublevase para acompañarlos en su marcha triunfal a San Petersburgo para colgar a Nicolás de las barbas. Se optó por Theodosia.
Levan ancla con los motores en marcha cuando un lanchón se arrima a babor con un mensaje del rey Carol I: una invitación a rendirse. Pero esta vez el tono era diferente, y además lo firmaba el mismo rey de Rumania, que les garantizaba que no habría represalias y tampoco los entregaría a los ruskies. La oferta era interesante, pero Matushenko la juzgó tardía. Rumania los había despreciado, y eso no se perdona fácilmente.
El Potemkin llegó a Theodosia en la madrugada del 5 de julio, apenas unas horas después del mensaje de San Petersburgo advirtiéndoles de las consecuencias que sufrirían si llegaban a ceder a los pedidos de la tripulación amotinada.
Hubo intercambio de señas con banderitas y otras formalidades marineras, hasta que Kirill y Matushenko fueron invitados a desembarcar para exponer su situación en el delicioso ayuntamiento local.
Para cuando llegan los amotinados, el lugar está repleto. Kirill, cebado, aprovecha y se despacha con un discurso de hora y media que concluye con la solicitud formal de carbón y agua dulce. El alcalde agradece la presencia de los marineros y la elegante concurrencia, y promete presentarse esa misma tarde a bordo con la ayuda requerida.
Poco después del mediodía, el guardia de turno anuncia que del muelle acaba de partir el mismo vaporcito que había llevado a Matushenko y Kirill hasta Theodosia esa mañana: viajan de pie el alcalde, el secretario del Tesoro y un asistente que abordan y son recibidos por la tripulación y la dirección del Comité Revolucionario en pleno. El aspecto de algunos tripulantes da pena: hace días que no comen, y el agua potable que alcanzan a procesar a bordo no es suficiente.
El secretario del Tesoro lee el pliego con las provisiones que ofrece Theodosia: carne en pie y carneada, aceite para motores a combustión, tabaco, fósforos, vodka, pan y harina, vendajes y periódicos. Queda claro, cuando termina, que el carbón y el agua dulce quedaron afuera. La mayoría de los marineros parece recobrar el aliento sólo con la mención de la carne, el vodka y el tabaco. No Matushenko. “Muy bien”, dijo cruzándose de brazos, como solía hacerlo. Y agregó: “Tienen veinticuatro horas para traer lo que nos ofrecen, además del carbón y el agua dulce que se olvidaron. Si se demoran más de veinticuatro horas, les volamos el pueblito en pedazos”. (Sic). La delegación de theodosianos se retiró en su vaporcito y los amotinados se fueron a dormir una vez más sin probar bocado.
En la madrugada del 6 de julio, las nuevas circulan de hamaca en hamaca entre los marineros del Potemkin: los habitantes de Theodosia abandonan su pueblito de postal para refugiarse en las montañas, llevándose todo lo que pueden. Algunos van a caballo, otros en burro, muchos a pie: parecen hormigas subiendo por senderos interminables que se pierden en los bosques. Era la única alternativa que les dejaban los cañones del Potemkin y las amenazas del zar.
Aprovechando el éxodo, Matushenko y Feldmann echaron mano al vaporcito y fueron a por lo suyo en misión carbonífero-sorpresa. El arrojo les costó mucho más de lo que estaban dispuestos a gastar: la partida de cincuenta kamikazes que habían dejado los theodosianos salió a enfrentar a los intrusos disparándoles desde la costa. Tres de los amotinados murieron en el acto; el resto tuvo que regresar a nado hasta las escalerillas del Potemkin. Esas tres bajas fueron mucho más desmoralizadoras que las sufridas en Odessa cuando regresaba la partida que había ido a enterrar a Vakulinchuk. Después de todo, ese pueblito de morondanga en el medio de la nada acababa de costarles tanto como el entierro del “mártir del Potemkin”.
Ese día hubo quien habló de volver a Sebastopol y entregarse. La mayoría seguía sosteniendo que era una locura. Pero seguir a la deriva también era insensato, y la falta de agua y alimentos causaba estragos. Hasta que alguien, de golpe, recordó la oferta del monarca rumano, que ya no parecía tan despreciable.
El Potemkin entró por última vez en la bahía de Constanza a las 2 de la madrugada del 8 de julio. Quizá pueda decirse que los estaban esperando. A poco de haber llegado, una delegación mínima se presenta a bordo y confirma los términos de la oferta. Al amanecer, los tripulantes del Potemkin comienzan a desembarcar, agotados después de trece días sin pisar tierra firme, mal alimentados, sedientos. En las pequeñas embarcaciones que los acercan a la costa cargan con todo: vajilla, ornamentos, sanitarios, muebles, herramientas, toallas, herrajes,libros. Una vez en tierra firme, Matushenko distribuye equitativamente los 20 mil rublos que no les habían servido para comprar carbón ni agua dulce.
Cerca de 70 marineros y suboficiales regresaron a Sebastopol para ser juzgados. Siete de los más comprometidos con la conducción del motín fueron fusilados y 19 enviados a Siberia. El resto recibió penas de hasta veinte años de prisión. El Potemkin fue finalmente restituido a sus “legítimos” propietarios y –en un arranque de zarismo patológico– rebautizado por Nicolás II como el Pantelymon, que significa algo así como “campesino maleducado o despreciable”. Los que optaron por quedarse en Rumania gozaron de una relativa tranquilidad durante poco más de un año. En la primavera de 1907, Matushenko aceptó una amnistía que le propusieron los rusos y al llegar a la frontera fue colgado por traidor.
Richard Hough, autor de The Potemkin Mutiny, asegura que, en el verano de 1908, Dymtchenko y treinta y uno de sus camaradas emigran. Con ayuda de la socialdemocracia alemana llegan a Londres, donde son invitados a dar conferencias y charlas para una logia conocida como la British Friends of Russian Freedom. Hough, que alcanzó a entrevistar a veteranos de esa organización británica que dio apoyo a los revolucionarios rusos, recuerda un testimonio en particular que echa por la borda cualquier posibilidad de cerrar el tema para futuros biógrafos. Según la fuente, en la tarde del 16 de septiembre, veteranos y padrinos se reunieron por última vez, cantaron canciones en ruso y en inglés, y bebieron vodka y maltas escocesas. Al día siguiente, los treinta y un orientales se embarcaron con destino a la Argentina. Richard Hough concluye su investigación precisamente allí, en las radas de Liverpool. Pero la escena no deja de ser un buen comienzo para otro crucero.
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