Domingo, 3 de abril de 2005 | Hoy
Obstinación y expresividad en un bello disco de cámara de John Adams
POR DIEGO FISCHERMAN
A diferencia de otras surgidas a la vera del minimalismo y las escuelas repetitivas, la música del estadounidense John Adams tiene swing. Para él, los ostinatos, las zonas armónicas, los ritmos obcecados –que frecuentemente remiten a tradiciones populares como el ragtime, el bluegrass o el rock’n roll–, no son una forma de sustraer a la música de movimiento y expectativa. Todo lo contrario: lo que Adams compone, en todo caso, es profundamente expresivo y hasta teatral, y por otra parte delata una evidente raigambre norteamericana que incluye toda una zona entre naïf y meramente grasa, la que va de buena parte del country y las barras y estrellas de las bandas escolares hasta el populismo modernista à la Copland.
El título de este disco es, también, profundamente norteamericano, y corresponde a la primera de las obras incluidas, una composición en tres movimientos para violín y piano, escrita en 1995 y tocada como los dioses por Leila Josefovich y John Novacek. Según su autor, los movimientos (Relaxed Groove, Meditative y 40% Swing) “pasan por distintas regiones armónicas y texturales como uno podría pasar por un paisaje en un viaje en auto”. Son, por supuesto, más que eso: poderosas lucubraciones sonoras acerca del movimiento y el ritmo. Hallelujah Junction, para dos pianos (Nicolas Hodges y Rolf Hind), de 1996, y tres composiciones más para piano –China Gates (1977) y American Berserk (2001), tocadas por Hodges, y Phrigian Gates (1977), interpretada por Hind– completan un disco de cámara bellísimo, grabado y presentado, además, de manera notable. El único inconveniente es que Warner –responsable del catálogo del sello Nonesuch– hace cuatro años que no edita ni distribuye discos clásicos, de modo que este CD se consigue por el momento afuera o en Internet.
Road Movies, John Adams.
Nonesuch
Todo Vivaldi en una edición no apta para prejuiciosos
POR D.F.
Algún chistoso dijo alguna vez que el veneciano y pelirrojo Antonio Vivaldi compuso una misma obra muchas veces. Muchos se lo creyeron: al fin y al cabo, la frase parecía inteligente. Parece un contrachiste, pues, publicar una Edición Vivaldi dedicada a registrar, completos, los 27 volúmenes con manuscritos de Vivaldi que se encuentran en la Biblioteca de Turín: 296 conciertos, 60 obras sacras y 20 para la escena. Eso es lo que está haciendo, sin embargo, el sello Naïve/Opus 111 en asociación con L’Istituto per i beni musicale de Piemonte, dirigido por el musicólogo Alberto Basso. La colección, que comenzó en el 2000 y ya lleva alrededor de quince títulos, culminará en el 2015 y abarcará unos 100 CD.
¿Tantas veces la misma obra? Es claro que no, y esta serie permite descubrir a un autor que, más allá de que sus tiempos ignoraban la idea de obra única, personal y de tesis, se las arregló para hacer un uso siempre personal e imaginativo del lenguaje de época y componer siempre de manera diferente. En principio, alcanzaría con tratar de encontrar algún ciclo de conciertos de la primera mitad del siglo XVIII que se parezca a Las 4 Estaciones, obra remanida, sin duda, pero de cuya bastardización Vivaldi está lejos de ser culpable. Pero si hay un conjunto de composiciones flagrantemente original es el de sus conciertos de cámara, escritos para conformaciones tan poco habituales como flauta dulce, fagot y violín. El notable grupo L’Astrée grabó un primer volumen con algunas de estas composiciones, y luego un segundo junto a la soprano Laura Polverelli, donde alternaba conciertos con cantatas. La tercera entrega también incluye cantatas, pero esta vez la soprano es la increíble Gemma Bertagnolli, que se da el lujo de improvisar ornamentaciones y cadenzas.
Concerti e cantate de camera II, Vivaldi. Naïve/Opus 111
El rescate de un genial compositor del barroco temprano
POR D.F.
Heinrich Ignaz Franz von Biber es un músico enigmático. Algunas de sus obras, escritas a fines del 1600 y fuertemente disonantes, suenan como una anticipación de lo que sería moneda corriente muchos años después. Su Passacaglia para violín solo parece el intertexto obligado de la Ciaccona de la Partita II, en Re Menor de Johann Sebastian Bach. Tal vez el mérito –como señala Borges en el ensayo sobre los precursores de Kafka– no corresponda tanto a Von Biber como a sus lectores. Quizá simplemente no haya que escuchar a este autor por sus anticipados ecos vanguardistas –que, además, en muchas de sus obras están ausentes– sino por lo que es: un genial compositor del barroco temprano y un maestro indiscutido en la escritura para violín. Se decía de él que tocaba ese instrumento como nadie, y parte del secreto era la scordatura, es decir la afinación de las cuerdas guardando entre sí relaciones distintas de las habituales. Las Sonatas del Rosario –a las que algunos estudiosos atribuyen significados místicos y esotéricos, sobre todo a partir de una supuesta relación entre Von Biber y los rosacruces– están estructuradas como suites de danzas donde es central la idea de un tema inicial que dispara variaciones progresivamente más complejas. La magnífica versión de Andrew Manze en violín y Richard Egarr en órgano y clave, con el agregado de Alison McGillivray en cello (en la sonata titulada La ascensión de María al cielo, tal como lo pide su autor), descarta la dudosa fantasía de otras interpretaciones recientes, que incorporan numerosos instrumentos al bajo continuo; elige la concentración expresiva y la profundidad, y suma rigor textual y respeto por la retórica sacra a una pasión y un virtuosismo pocas veces escuchados.
The Rosary Sonatas, Von Biber.
Harmonia Mundi
Un programa imaginativo para un excepcional dúo de amigos
POR D.F.
Martha Argerich y Mischa Maisky son amigos. Y tocan como amigos. De ahí la asombrosa naturalidad, la interacción, la fluidez de las interpretaciones, la expresividad, el compromiso estilístico y el clima a la vez distendido y lleno de concentración que se perciben en cada una de las obras registradas durante el concierto que dieron en la Flagey Hall de Bruselas, en abril del 2003. El atractivo del dúo, en este caso, está reforzado por un programa tan imaginativo y alejado de la rutina como interesante desde el punto de vista musical: el arreglo de la Suite italiana de Stravinsky (basada en Pulcinella, originalmente para violín y piano) realizado por su propio autor junto a Gregor Piatigorsky; la Sonata Op. 119 de Sergei Prokofiev; la Op. 40 de Shostakovich; y un vals del ballet La flor de piedra, también de Prokofiev, en arreglo de Piatigorsky y Sviatoslav Kiushevitsky. El núcleo del disco, obviamente, son las dos sonatas. Escrita en 1949 para Mstislav Rostropovich, que en ese entonces tenía 20 años, la de Prokofiev es una obra sumamente lírica, muy emparentada con el estilo del ballet Romeo y Julieta (1937. La de Shostakovich, de 1934, fue acusada en su estreno de conservadora, sobre todo teniendo en cuenta la fama de enfant terrible con la que cargaba su autor. Por entonces, la búsqueda de Shostakovich pasaba por una fuerte reivindicación de la sencillez y la accesibilidad de la música,
pero tanto las inflexiones grotescas y el expreso tono folklórico (folklórico judío, para más detalles) del scherzo como el tono expresivo del Largo están entre lo mejor de su autor. La grabación es de una fidelidad excepcional.
In Concert, Mischa Maisky-Martha Argerich. Deutsche Grammophon
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