Domingo, 3 de abril de 2005 | Hoy
CORRESPONDENCIAS > LAS CARTAS DE STEFAN ZWEIG
Ensayista, narrador, dramaturgo, poeta, biógrafo y viajero, el prolífico vienés Stefan Zweig (1881-1939) fue también un incansable escritor de cartas. Una reciente edición argentina compila algunas de las que intercambió con Sigmund Freud, Rainer María Rilke y Arthur Schnitzler, amigos, contemporáneos notables y protagonistas de una edad de oro intelectual –las primeras tres décadas del siglo XX– dominada por la mítica ciudad de Viena.
Además de una curiosidad lícita por lo que pueda revelar sobre su obra, asomarse a una correspondencia literaria cuando su autor ya no participa de nuestra época implica un voyeurismo refinado. Ante intelectuales de renombre, la intriga puede justificarse porque la correspondencia incluye celebridades que aparecen comprometidas o parcialmente involucradas, a veces desde una frase al pasar, otras directamente. Max Brod, Paul Claudel, André Gide, Jakob Wassermann, Virginia Woolf, León Tolstoi, Jules Romains y Thomas Mann son apenas algunos de los ilustres que integran el elenco de notables que se pasea cada tanto, como sin querer, en las cartas privadas de Stefan Zweig con Sigmund Freud, Rainer María Rilke y Arthur Schnitzler.
Más que lo estrictamente literario, la noción de lo manuscrito no es tangencial en esta correspondencia. La palabra escrita a mano es, además de un signo, grafía: una inscripción y una huella. No se trata de la distancia que impone una máquina, sino de la proyección del cuerpo, nada menos: la pulsión de un yo que busca fijar su memoria en el otro. Por qué no pensar entonces que estos cuatro intelectuales comparten la certeza de esa proyección y también, sin inocencia ni demasiada modestia, la idea de que sus escrituras son un gesto que confía en trascender, en vencer el límite de un determinado período histórico en el que –a pesar de los enormes y cruentos cambios sociales– la palabra escrita goza todavía de respeto, el mismo que la burguesía le confiere, por ejemplo, a la novela, género que puede garantizar su eternidad. Los autores de estas cartas son conscientes de estar escribiendo, cuando no datos para sus biógrafos venideros, la novela secreta de sus vidas.
“Al regalar un manuscrito (...) se delata un secreto”, escribe Stefan Zweig en la Viena de 1907 al checo Rainer María Rilke (1875-1926), el autor de Elegías a Duino y Sonetos a Orfeo. La definición de Zweig de manuscrito se carga de sentido porque, aun bajo los formulismos de una retórica del decoro, revela la intimidad. Según los compiladores de su correspondencia, Zweig figura entre los escritores de cartas más excesivos de la literatura reciente en alemán. La traducción de sus cartas suministra pistas para comprender obras que marcarán la cultura de Occidente y también para recrear los modos cotidianos de “la amalgama judío-vienesa”, como la llama Zweig. Costumbres, hábitos, tradiciones que en su delicadeza, a través de invitaciones, agradecimientos, comidas, paseos, enfermedades, mudanzas, vacaciones, permiten, además de situar a los autores y sus obras, una contextualización que enriquece sus lecturas. Los intereses de Zweig comprenden el ensayo, la biografía, la novela, el cuento, el teatro y la poesía. No hay género frente al que se achique. Viajero incansable, intrépido en su busca de conocimientos, su concepción de la literatura suele recaer en el pedagogismo. Su narrativa es tremendismo, pero cuando se libera de los imperativos moralistas surge un escritor que se arriesga a una tierra de nadie donde el melodrama suele ser más eficaz que la tendencia realista. Sus aciertos están, de forma pionera, en la novela corta. Zweig es un best-seller de entreguerras; sus libros (Amok, Una mujer de treinta años, Celos o confusión de sentimientos), juzgados audaces y provocadores, tuvieron repercusión en nuestro país.
En su pasión por las ideas renovadoras de la época tiene un sitio preponderante la psicología. Si un autor lo une en el inicio de su correspondencia con Sigmund Freud (1891-1936), ése es Dostoievski. Freud pensaba que “las ficciones son reediciones disfrazadas, embellecidas, sublimadas, de las fantasías infantiles”. Cuando maestro y discípulo discuten a Dostoievski (Zweig escribe un ensayo sobre el autor de Los hermanos Karamazov que Freud elogia), el creador del psicoanálisis lo corrige: “Todos los grandes personajes a los que posteriormente se ha calificado de epilépticos eran en realidad histéricos”. Salta a la vista aquí el paternalismo con que Freud trata a Zweig, esa amabilidad condescendiente que la diferencia de edad explica (Freud lo doblaba casi en años). El carteo abarca poco más de treinta años. Y suele insinuarse que a Freud lo avergüenza, cuando no lo cansa, la insistencia con que Zweig lo venera avanzando con un libro biográfico. Freud preferiría no estar en este libro nuevo de su joven seguidor. Pero se reprime: la educación y la cortesía le impiden siquiera sugerirlo.
Freud suele llamar a Zweig “señor”. Hasta que comete un lapsus y escribe “señor doctor”. Freud se recrimina el fallido. Si bien Zweig es doctor en filosofía, Freud comete un “desliz penoso” (según su propia calificación): estaba pensando en Arnold Zweig, otro escritor, que no se había doctorado y con quien también se escribía. Su disculpa, que incluye el análisis del lapsus, lo arrastra a un territorio pantanoso. “Una forma de molestar”, reconoce Freud ante Arnold refiriéndose “al otro Zweig, que sé que está escribiendo en Hamburgo un ensayo sobre mí en el que me relaciona con Mesmer y Mary Eddy Baker”. Freud medita: “Quien se convierte en biógrafo se ve obligado a las mentiras, la ocultación, la hipocresía, al embellecimiento e incluso a disimular una comprensión deficiente, pues la verdad biográfica no puede lograrse, y si alguien la tuviera no serviría para nadie”.
A pesar de su reticencia, Freud no vacila en leer y analizar cada nuevo libro que el joven Zweig le envía, como tampoco se opone a los esfuerzos de Zweig (junto con Aldred Döblin, entre muchos) para que Freud sea galardonado con el Premio Goethe. “Me tienta demasiado la fantasía de tener una relación más cercana con Goe-the”, reconoce Freud luego de recibir el galardón. Con la misma amabilidad con que lo presenta a Romain Rolland, el escritor de Juan Cristóbal, Zweig está siempre a disposición. Así es como le presenta a Salvador Dalí. La admiración entre Freud y Dalí es recíproca. Según Zweig, el pintor catalán ha plasmado la teoría freudiana de los sueños; un encuentro de ambos promete. A Freud lo inquietan los ojos “ingenuos y fanáticos” de Dalí. Observándolo llega a una conclusión: “El concepto de arte rehúsa ampliarse si la relación cuantitativa entre el material inconsciente y la elaboración preconsciente no se atiene a ciertas fronteras”. A Freud no se le escapa que Dalí tiene “problemas psicológicos serios” y necesita tratamiento. Pero Freud percibe que chocará con su resistencia: “El análisis es como una mujer que quiere que la conquisten, pero que sabe que la valorarán poco si no ofrece resistencia”.
En ese encuentro no sólo Freud estudia al otro. Mientras Zweig y Freud conversan, Dalí dibuja algo. Zweig anotará luego en su diario: “Nunca me atreví a mostrarle a Freud el bosquejo que hizo Dalí, porque estaba clarísimo que en él Dalí había dibujado a la muerte”. Freud, en ese momento, ya padecía su carcinoma en el paladar.
Aunque fecundísima, la obra no le impide a Zweig trabar amistad con los escritores de su tiempo. Quienes lo frecuentan destacan que su imparable faena literaria no es un obstáculo para comportarse generosamente con cuanto intelectual necesita su ayuda. En más de una ocasión Zweig no vacila en proveer desde contactos influyentes a mediaciones editoriales para socorrer a tal o cual colega. Un buen ejemplo de su solidaridad es el caso Rilke.
El poeta checo Rainer María Rilke (1875-1926) abomina de todo lo militar. En 1916, a pesar de sus problemas de salud, es incorporado a las filas y despachado a “la sección literaria del ejército”. Zweig se une a las figuras de la época que procuran librar a Rilke del uniforme. Más tarde Rilke le escribirá: “Es terrible cómo la persistente atmósfera de esta mala hora que tanto se alarga quiebra todas las perspectivas. Las cosas que más me conmovían de la naturaleza ya no son iguales a las que conocí, como si la funesta pertenencia a lo humano me aislara y segregara irreversiblemente”.
La correspondencia con Rilke abarca casi quince años y se inicia cuando Zweig tiene treinta y Rilke cuarenta y seis. A diferencia del que Zweig mantiene con Freud, este epistolario respira un tono más llano y a la vez delicado. Como del otro lado de la carta de Zweig hay un poeta, pareciera que su escritura se exige filo y precisión aun cuando se toquen cuestiones poco líricas como los honorarios de Rilke por dos veladas: una dedicada a una conferencia sobre Rodin y otra con una lectura de sus poemas. En estas cartas es Rilke quien instaura un registro contenido de la correspondencia durante lo que Zweig llama “la superficialidad de estos tiempos”. La sutileza de Rilke puede ser irónica: Capri lo deprime “con sus paisajes de exposición”; le parece que su belleza es ni más ni menos que fruto de “los malentendidos de la admiración alemana”.
Que Rilke es, además de un poeta elegíaco, el autor de ese manual literario titulado Cartas a un joven poeta se nota en las reflexiones que elabora en sus cartas. Rilke se propone que el resultado de una creación lo “convenza en lo más profundo de su vigor y su fuerza”. Con respecto a “nuestro trabajo”, opina, “nos representa tanto mejor si lo hacemos con alegre convicción”.
Rilke, según Zweig, “nunca habla mal de nadie y es de una indulgencia maravillosa”. El poeta está seguro de que los círculos literarios estrechan el temperamento creador. “Mis ojos no miran a círculos: no los veo en la medida en que estoy seguro de que en todas partes de lo que se trata es de individuos”. Zweig completa la apreciación en su carta siguiente: “Quienes pertenecen a un círculo sólo miran hacia adentro: lo que penetra o se desliza directamente en su perímetro entra en su consideración, pero lo que queda fuera en libre suspensión se sustrae a su mirada, y ellos no tienen activamente la curiosidad o el aprecio suficiente para ir a buscarlo. La cerrazón de un círculo no es un cerrarse hacia fuera sino hacia adentro, como una autolimitación de la mirada”.
Zweig es con Rilke un hermano menor que ayuda al mayor en dificultades. Le arrima la obra de Tagore y Verlaine. Lo insta a traducir. Rilke le agradece que, respondiendo a su pedido, Rolland pueda rescatar manuscritos extraviados por el poeta durante su estancia pasada en París. La correspondencia entre ambos se extenderá hasta la muerte de Rilke.
La correspondencia de Zweig con Ar- thur Schnitzler (1862-1931) es la más prolongada: veinticuatro años. Al empezar, Zweig tiene veintiséis años y Schnitzler cuarenta y cinco. Además de admirador, Zweig se muestra como un crítico literario comprometido con la obra del dramaturgo. El tono que predomina es el de pares. En sus cartas, Zweig analiza las piezas Un amorío y La cacatúa verde y las novelas La señorita Elsa y Teresa, cuya exploración de la sexualidad desafía a la época con osadía y escándalo. “Sus obras son cada vez más conscientes de sí mismas”, le escribe. En ocasiones, Zweig hace señalamientos y marcas sugiriéndole, en un texto teatral, la fusión de escenas en un acto. Schnitzler, por su lado, le escribe a Zweig sobre Celos o la confusión de sentimientos: “Las necesidades internas de un destino siempre están dadas, por supuesto, pero las necesidades externas no están fijadas de antemano”. En otra carta, Zweig medita: “La gente valora al artista sobre todo allí donde está más ligero y relajado”.
En una oportunidad, Zweig le escribe a Schnitzler que quiere hacerle un regalo a su esposa. El matrimonio se acaba de mudar a una casa nueva. Zweig piensa en regalar “un pequeño adorno”, “un proverbio doméstico de Goethe que me hizo muy feliz conseguir”, como le escribe a Schnitzler. “No se trata de uno de los proverbios nobles de Goethe, sino más bien de uno donde su genio estaba dormido”, aclara. “Lo hubiera hecho enmarcar de haber sabido dónde querrá ponerlo: considérelo sólo como una muestra de agradecimiento por la belleza que sus libros nos han regalado a todos, y a mí personalmente su manuscrito y su figura, pero sobre todo tantas buenas conversaciones y su bondad”. Schnitzler recibe el regalo y contesta: “Tengo que darle enseguida mis gracias más cordiales tanto por el cautivador manuscrito como las amables palabras con que lo acompaña”.
Una y otra vez, la correspondencia de Zweig subraya la valoración de lo manuscrito, siempre cautivante y digno de ser enmarcado. “Ver su letra me inspira un sentimiento de alegría”, le escribe a Schnitzler. La grafía, se da por sentado, refleja la personalidad y es una proyección de lo más recóndito de cada ser humano. Escribir es acá un acto sin retorno: se escribe contra el ahora, se escribe en la memoria y el olvido es imposible. Y si se recurre a la máquina de escribir, como le pasa a Zweig en alguna ocasión, el cambio de instrumento no pasa inadvertido. “Perdone que le escriba a máquina”, escribe Zweig. La escritura a máquina encubre, esconde, oculta el “secreto” manuscrito al que alude Zweig.
Salones, teatros, hoteles, cafés. Conferencias, polémicas, exposiciones, conciertos. Críticas, inquinas y premios. Viena, nunca más brillante que en este período, es la cuna de la más alta producción del siglo XX en filosofía y literatura, en ciencia y diseño, en plástica y poesía. La experiencia será irrepetible. Falta poco para que esa inquietud por trascender el presente y proteger del olvido los sentimientos confiándolos a un manuscrito –con su implícita noción de tesoro– sea arrasada y los escritos más inteligentes y bellos ardan en fogatas. El nazismo y la diáspora ya se ciernen sobre las últimas páginas de la correspondencia de Stefan Zweig. La despedida es inminente. “Tenemos que permanecer firmes”, escribe en su última carta a Freud en Londres, 1939. “No tendría sentido morirse sin haber visto antes el descenso de los criminales a los infiernos”. Más tarde Zweig se traslada a Brasil, donde fija residencia. Tres años después, en Petrópolis, víctima de la depresión del exilio, se suicida junto a su mujer con barbitúricos.
Stefan Zweig, Correspondencia con Sigmund Freud, Rainer María Rilke y Arthur Schnitzler.
Edición de Jeffrey B.Berlin, Hans Ulrich Lindken y Donald A. Prater. Traducción de R. S. Carbó.
Paidós Testimonios, Buenos Aires.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.