Domingo, 17 de julio de 2005 | Hoy
CINE > LA INVENCIóN DE HOLLYWOOD
La guerra de patentes iniciada por Thomas Alva Edison a fines del siglo XIX tuvo una consecuencia determinante para el nuevo siglo: empujó hacia el Oeste a centenares de inmigrantes judíos que venían huyendo de la pesadilla europea. Y en menos de una década, esos hombres que hasta entonces habían sido tratados como ciudadanos de segunda, alzaron una Meca que inventó el sueño americano, dio a conocer la música negra y sentó a medio mundo como en misa, pero frente a una pantalla.
Por Moira Soto
Unas tres décadas antes de que se creara el Estado de Israel, un puñado de inmigrantes judíos provenientes de Europa Central y del Este fundó una metrópolis que paradójicamente –puesto que nada tuvo ni de santa ni de islámica– se dio en llamar la Meca del Cine. Entre bosques de naranjos, bajo el resplandeciente sol de California, muy cerca del pueblo que los españoles habían bautizado Nuestra Señora de los Angeles a fines del siglo XVIII, Carl Laemmle plantó las piedras fundamentales de la Universal City en el antiguo rancho Taylor –de 430 kilómetros cuadrados–, situado en el valle al norte de Hollywood. Una ciudad consagrada al cine, con todo lo necesario para producir, decorar, escribir, rodar, editar y promocionar películas. Una ciudad con su propio alcalde y su cuerpo de policía, que Laemmle iría poblando en parte con parientes suyos traídos de Alemania.
La Universal fue inaugurada en 1915, y en los años siguientes, los Warner, Cohn, Zukor, Goldwyn, Fox construyeron en las cercanías sus propios estudios, agrandando así la próxima capital de la industria cinematográfica con esas casas productoras, que luego de algunos cambios de nombre y de socios propietarios, pasaron a llamarse Warner Bros, Paramount, Metro Goldwyn Mayer, RKO, Columbia, United Artists... Cada sello tuvo un logo que se volvió muy familiar para el público y que hoy los nostálgicos pueden reconocer en ciertas señales de cable. Las famosas majors tuvieron cría y prosperaron espectacularmente durante algunas décadas antes de llegar a la declinación después del auge del macartismo y de las limitaciones impuesta a los monopolios, a fines de los ‘50.
En el demitificador documental Hollywoodism, Jewish, Movies an the American Dream, de Simcha Jacobovici, guión y codirección de Stuart Samuels, visto en el reciente Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, en la sección “Algo judío”, precisamente se demuestra que los padres fundadores de Hollywood, deseosos de integrarse y de hacer negocios, prefirieron no despuntar nada judío, ni en sus vidas privadas ni en sus producciones fílmicas. Con un enfoque equitativo y agudamente crítico, disponiendo de excelente material de archivo y de la participación de una serie de escritores, historiadores y periodistas especializados, Hollywoodism llega a conclusiones esclarecedoras de un alcance inagotable: en su afán de (norte) americanizarse, esos inmigrantes devenidos magnates no sólo crearon la primera ciudad cinematográfica del mundo, sino que inventaron el concepto de sueño americano. Es decir, produjeron las imágenes, los iconos, las formas visuales que se identifican desde entonces con el American way of life. “La gran ironía de Hollywood –apunta este provocativo documental– es que los americanos llegaron a definirse a sí mismos por la fantasía de América creada por judíos venidos de Europa que inicialmente no fueron admitidos en los lugares de poder de la América real.”
“Hollywood es el sueño soñado por judíos que huían de una pesadilla”, reza la frase de venta de Hollywoodism (1998), producción canadiense de sustanciosos 98 minutos. Unos años antes de ponerse a fabricar y alimentar sueños, esos judíos habían llegado a los Estados Unidos formando parte de un contingente de dos millones y medio de inmigrantes de ese origen, que dejaron Europa huyendo de la miseria y el antisemitismo, en busca de tolerancia y seguridad económica. Los futuros fundadores de los estudios y del star system viajaron con unas pocas pertenencias y escaso dinero. Y se encontraron con una elite protestante decidida a mantenerlos a distancia, en “su” sitio: debieron ir a vivir en barrios bajos, trabajar por salarios mínimos, sin chance alguna de entrar en el mundo de los negocios, en la banca, en la universidad (por los costos y el sistema de cupos). De todos modos, ellos se la rebuscaron sobre todo en el rubro confección y venta de artículos de vestir: Samuel Goldwyn (por ese entonces, Goldfish) tuvo un taller de guantes; Carl Laemmle, una tienda de ropa; Adolph Zukor hizo su primera cantidad interesante de dólares al inventar una estola de zorro que cerraba con un broche en la boca del animalito (que se mordía la cola para abrigar el cuello de las damas).
Era la época de los nickelodeon, a comienzos del siglo pasado, salas populares donde se proyectaban películas por 5 centavos de dólar, alternadas en ocasiones con números musicales. Para muchos judíos, el cine se convirtió en un negocio familiar más que aceptable, como distribuidores y/o exhibidores. Al respecto, Hollywoodism ofrece una graciosa anécdota –casi un chiste judío– que narra Judith Balaban, hija de Barley, quien presidiría la Paramount: “Mi abuela vivía en dos habitaciones, arriba de un mercado de pescado, con sus ocho hijos. Un día salió corriendo enloquecida en busca de uno de ellos: Barley, Barley, mirá qué negocio tan maravilloso, el mejor del mundo. Y lo llevó a una de esas salitas de un níquel: Es increíble, decía ella, la gente paga antes de recibir el producto”.
Pero comenzó la llamada guerra de las patentes (1908-1915), promovida por Thomas Alva Edison, quien al frente de un poderoso trust obligaba a productores, distribuidores y exhibidores a pagar un diezmo. Fue precisamente para zafar de los matones controladores de Edison que, hacia 1915, los que serían los zares del cine enfilaron hacia el Oeste, hacia los naranjales en flor de California que, arrasados en parte, terminarían dando hipnóticos frutos de celuloide. “Creo que se quedaron allí porque no existía un sistema de jerarquía social, como en Boston o Chicago, de donde venían algunos de ellos. Se dieron cuenta de que en ese lugar podían crear su propio entorno, más aún, un imperio propio”, señala el crítico Ned Gabler, mientras que el periodista Bob Thomas acota: “Eran hombres duros, que venían del gueto, resueltos a sobrevivir en un negocio feroz. Pero les encantaban las películas, vivían para el cine”.
Incluso antes de largarse a producir, Carl Laemmle y sus pares intuyeron que el cine podía ser algo más que las pedestres producciones de Edison: Adolph Zukor, por ejemplo, compró en 1912 un film francés protagonizado por Sarah Bernhardt, Queen Elizabeth, y logró estrenarlo en una sala de Broadway, conquistando un público de clase media. Contradictoriamente, como hace notar el film de Jacubovici. “El logro artístico más importante de la primera época de los estudios y también éxito de taquilla, fue una producción judeoamericana, El nacimiento de una nación (1915), dirigida por David Griffith, historia explícitamente racista que glorificaba el Ku Klux Klan, reflejando valores americanos considerados tradicionales en esos años.”
“Dirijo este tugurio porque tengo sentido común, vengo de Minsk, conozco el negocio, soy el judío más grande, más malvado, más escandaloso de este lugar”, le decía un aparatoso productor a un tímido escritor en Barton Fink (1994), de los hermanos Coen, en una escena que se asemeja a la que memora A. C. Lyle, un viejo productor de Paramount que de chico llevó un mensaje de Zukor a Harry Cohn. Es que realmente, los ejecutivos supervisaban todos los aspectos de una producción desde el arranque. Y se hacían cientos por año en esos tiempos de apogeo, porque la gente acudía en masa al cine, regularmente, con una actitud que, remarca Rosenbaum, tenía que ver con la religiosidad, la adoración.
Cuando el público empezó a reconocer a las actrices y los actores de las películas, los magnates desarrollaron el star system, que no sólo significaba sueldos más altos y mejores papeles: las estrellas fueron promocionadas mediante gacetillas, fotos divinamente iluminadas, vestuarios y maquillajes personalizados. Y a partir de 1927 se hizo presente el Oscar, también un invento judío con el que Hollywood se celebra a sí mismo anualmente.
Como dice la historiadora Hacia Diner, si bien algunos de los jefes de estudio dejaron a sus esposas judías para casarse con blancas cristianas, y mandaron a sus hijos a colegios ídem, en lo que se refiere a la música, ejecutivos y compositores se fijaron en la América negra: “Fueron los mensajeros de su cultura. La tomaron, la consumieron, la integraron a su repertorio y después la introdujeron en la América blanca. No por azar, el primer film parlante se llama El cantor de jazz (1927), con Al Jolson entonando ‘My May’ y ‘Blue Skies’.”
Además de adaptar el musical de Broadway –cuyos grandes nombres son judíos–, Hollywood incorporó a sus filas a un inmigrante judío genial, Irving Berlin, autor de canciones americanas por excelencia, algunas de las cuales entonaba el aristocrático Fred Astaire, de frac y sombrero de copa... Entre otras músicas, Berlin compuso la de Navidad blanca (Holiday Inn, 1942) que canturreaba Bing Crosby. Y se ganó una medalla de oro, de manos del presidente Eisenhower, por haber creado el himno “God Bless America”.
Hacia fines de los ‘30, cuando la persecución a los judíos se volvía más encarnizada en Alemania, un grupo de estrellas encabezado por John Garfield y Edward G. Robinson se arriesgó a criticar públicamente a Hitler y a pedir que se suspendieran las relaciones con ese país “hasta tanto cumpliera los principios humanitarios internacionales”. Carl Laemmle suscribió la protesta y Harry Warner pronunció un discurso antifascista. Pero Joseph Kennedy voló a L.A. para acallar esas voces que, amenazó, podían arrastrar a los Estados Unidos a la guerra con Alemania. Así fue que el único film importante contra el nazismo antes de la Segunda Guerra, El gran dictador, llevaba la firma de un director y actor que no era judío, Charles Chaplin. Y ya después de concluida la contienda, en 1947, a Elia Kazan se le hizo cuesta arriba el rodaje de La luz es para todos (Gentlemen’s Agreement, película que se está viendo estos días por Cinecanal Classics) porque contaba la historia de un periodista cristiano que se hacía pasar por judío para probar el antisemitismo ordinario norteamericano, situación que no coincidía con el americanismo difundido por los judíos de Hollywood, con su optimismo, su patriotismo y sus finales felices.
Ese americanismo convenció a los americanos y al mundo entero –o poco menos– y hoy sobrevive: tal la tesis de Hollywoodism. Según Jonathan Rosenbaum, “ésa es la cultura dominante, la fantasía dentro de la cual vivimos todos. Hubo y hay un hollywoodismo. Incluso iría más lejos para decir que ésa es la ideología que gobierna nuestra cultura occidental”, Cowboys, policías, soldados, John Wayne, Gary Cooper, Shirley Temple, James Stewart, una pitada de Humphrey Bogart en Casablanca, la niña Elizabeth Taylor abrazada a Lassie ilustran los versos cantados que escribiera Irving Berlin: “Dios bendiga América, mi dulce hogar. Desde la montaña, hacia la pradera, a través de la noche, con la luz de las alturas. Dios bendiga a América, el país que amo...”
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