Domingo, 4 de septiembre de 2005 | Hoy
FOTOGRAFíA > EL PRESENTE SEGúN MARCOS LóPEZ
Con retratos en blanco y negro, íntimos y cargados de emoción, Marcos López retrató no sólo a las personas sino también el espíritu de los años ’80 en la Argentina. En la década siguiente, con un pop latino cargado de berretada, sarcasmo y vacuidad, capturó el aire del menemismo. Ahora, con una muestra que reúne trabajos de aquellos años y fotos nuevas, se sumerge otra vez en su época para conseguir algo que pocos han hecho: retratar el aire de desconcierto en el que vivimos hoy en día.
Por María Gainza
Hace veinte años, Marcos López tomó una foto blanco y negro en el edificio Marconetti. La foto muestra a Liliana Maresca en una habitación pelada; la humedad trepa como enredaderas por la pared. Lleva puesta una minifalda de jean que apenas comienza a desflecarse y una musculosa de hilo estirada. Está sentada sobre una silla con las piernas abiertas y el brazo derecho sobre el respaldo, compadrita, como una cowgirl en un bar del Lejano Oeste. Detrás, de pie, Daniel Riga, con un buzo y un pantalón flojo, apoya su brazo sobre el perfil de una puerta entreabierta, pero más que apoyarse parece sostenerla, como un atlante al mundo. Ambos miran a cámara y la penetran; ella, con esos ojos enmarcados por unas cejas que ponen la realidad entre paréntesis; él, con la intensidad de una mirada que puede convertirte en lluvia radioactiva. El retrato los presenta llenos de confianza en sí mismos, armados con el coraje inquebrantable con el que sólo se arman las personas a las que la vida lastima. Son dos artistas parados en la bisagra de un momento histórico: los románticos y efervescentes años ’80, cuando el mundo parecía una piñata al alcance de la mano. Es, además, una imagen que condensa uno de los rasgos más potentes del trabajo de Marcos López: sus mejores fotografías son siempre un momento social que logra capturar no sólo la apariencia de las cosas sino también la densidad del aire que las rodea. Eso que él, mucho más preciso, llama “la textura de lo latinoamericano”.
Ya todos sabemos, se ha escrito hasta el hartazgo, cómo en los ’80 Marcos López llegó de la provincia de Santa Fe a Buenos Aires con sus melancólicas fotos blanco y negro de familiares y amigos, atravesado por dos experiencias de las que nadie sale intacto –la soledad del pueblo de Gálvez, donde vivió hasta los doce años viendo estacionar en las afueras a los circos itinerantes con sus camiones colorinches y juegos desvencijados, y una adolescencia en un circunspecto colegio de curas–. Una década después, como una aspiradora pop enloquecida, se tragó lo que estaba en el aire: un pop latino que poco y nada tiene que ver con el de Warhol y mucho con los clichés de macho de América, bomba tropical y alegría brasilera, más las estampitas del Zorzal y Santa Evita, la publicidad, un Antonio Berni revisitado, un viaje a Cuba y los cactus (que se ve que se colaron en la foto) de David Hockney, para plasmar, en una tira rabiosamente colorida, la imagen de la década. Lo que se llamó El pop latino de Marcos López es un país de vendedores de terrenos virtuales, máscaras de brillantina, parques de diversiones de cartón, súper combos con fritas, campañas políticas berretas y afiches atados con alambre que prometen lo imposible. No hay personas sino personajes, bidimensionales, estereotipos a la enésima potencia que tienen la euforia del merquero antes del bajón, la guarangada del menemista y la risa sardónica del suicida. Es una serie brillante, de un grotesco típicamente argentino, donde el fotógrafo toma conciencia de su época en el mismo momento en que ésta sucede: mientras Marcos López crea su Pop latino, el presidente Menem pasa por detrás a toda máquina en su Ferrari nueva rumbo a La Feliz.
Y aun así todas las imágenes de Marcos López –desde los primeros retratos pueblerinos hasta hoy– están hilvanadas por una mirada compasiva: Marcos López transmite piedad en sus imágenes, mezcla de amor entrañable y misericordia ante las cosas y las personas. Desde Doris, aquella mujer santafesina junto a su muñeca, una más desencajada que la otra en un mundo de adultos, a la Tía Negra lavando la ropa orgullosa con su detergente Duplex, a la espigada mujer amorosamente mimetizada con su galgo, la mirada de Marcos López es esencialmente la misma: la crueldad en él es siempre el reverso de la ternura. Y aunque intente sacársela como un perro de campo que se sacude el agua, ella sigue ahí, haciendo que su sarcasmo sea siempre epidérmico. Ayer y hoy los mejores trabajos de Marcos López son sus retratos. Ahí están los ojos de aquella chica gordita tirada boca abajo en un sillón, intentando narcotizar sus esfuerzos cotidianos por ser algo que no es, los de su prima Mónica Rodríguez, altanera y desconfiada de las apariencias con esos dedos estirados, y los nuevos retratos de El Búlgaro, con esos ojos aguachentos por donde se le escapa la tristeza como el frío por una ventana sin burletes.
Marcos López nunca creyó en el mito de la fotografía documental y mucho menos en la poética de la pobreza, esa que de tan bella se vuelve anodina. Por eso sus fotos, más que un fresco social, son la piel de una época. Si uno pudiera pasar la mano por ahí como por sobre un rostro, sentiría algo más que una presencia. La textura como una sensación física que hace que el corazón se comprima hasta no ocupar más espacio que un nudo marinero.
Durante veinte años, Marcos López fotografió por donde pasaba la efervescencia. En los ’80, eso significaba el edificio Marconetti con Maresca y Riga pergeñando la megamuestra La Kermesse; en los ’90, los espejitos de colores del éxito menemista. Ahora, Marcos López parece estar retratando la desolación del paisaje, la falta de brújula, la identidad estallada del continente. Están sus nuevas fotos pseudo documentales, unos paisajes suburbanos posapocalípticos, los retratos de santos terrenales porque, después de todo, en algo hay que creer: la San Sebastiana, la Virgen del Altiplano. Pero por sobre todo está ese negro: una fotografía frontal, un plano americano de un hombre musculoso con una almohadita de avión naranja Samsonite en el cuello, un calzoncillo blanco Calvin Klein y en sus manos un avión de juguete de American Airlines. El sudor –vuelto sangre, vuelto lágrimas– empapa su rostro. Es una imagen extraña que combina la melancolía de sus viejos retratos blanco y negro y la potencia de su pop para hacer una foto que se siente como un cachetazo. Como si la ola de euforia de los ’80 hubiera roto sobre la orilla veinte años después dejándonos atontados y desorientados, con la boca llena de sal y espuma tras el revolcón. Es la mejor imagen que Marcos López ha hecho del mundo en el que vivimos: un lugar de absoluta incertidumbre donde todo lo que prometía hacernos la vida más fácil nos la ha complicado. Es una vanitas que habla, entre probablemente millones de otras cosas, sobre la fugacidad y vacuidad de la vida. Es una imagen rara. Hacer algo raro en un mundo donde el déjà vu es lo normal y ya nada sorprende no es poca cosa. Es, además, curiosamente, la imagen con la que Marcos López se siente más incómodo, al punto de no querer publicarla.
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