Domingo, 30 de octubre de 2005 | Hoy
PERSONAJES > EL REVOLUCIONARIO DE LA ROBóTICA
Australiano, hijo de un técnico de laboratorio que reemplazó juguetes por piezas industriales durante su infancia e inspirado para siempre por 2001 de Stanley Kubrick, Rodney Brooks es el iconoclasta de la robótica. A continuación, vida, obra y robots del científico religioso que revolucionó el modo de fabricar inteligencia artificial y nos augura un futuro de chips y neuronas en un mismo cuerpo.
POR ESTHER CROSS
Se llama Rodney Brooks. Nació en Adelaide, un pueblo del sur de Australia. Es hijo de su madre y de su padre, pero también del cine y de los libros. Cuando vio 2001 Odisea del Espacio, leyó su destino. Hoy, cada vez que ve esa película, le palpita el corazón y los ojos se le llenan de lágrimas. Fascinado por la computadora robot HAL de Odisea, Brooks se dijo que quería hacer robots. Y los hizo.
Crecía “como un nerd en un país y un tiempo sin nerds” y su padre, que era técnico en un laboratorio, le traía cosas del trabajo a casa. En sus manos, las piezas eran partes de invenciones que aún eran impensables. Era un agente de transformación inmediata.
Antes de cumplir los doce, había dado en el blanco de su vida y entre sus logros se contaban un aparato que jugaba al ta-te-ti, una versión un poco torpe de la machina speculatrix y hasta un robot llamado Norman.
Hoy trabaja en el MIT, y además tiene su fábrica de robots inteligentes. Mientras recuerda el día lejano en que vio Odisea, asegura que la realidad ha fracasado en su intento de superarla. En su cabeza, sus descubrimientos saltan en resortes por el aire y ahí quedan gravitando con forma de pregunta. Brooks señala la gran diferencia que existe entre las máquinas imaginarias y las máquinas con las que vivimos. Dice que en poco tiempo esa diferencia va a hacerse pedazos.
Sus estudios de matemáticas, cursados durante seis años junto a refugiados de la Primavera de Praga, quedaron inconclusos porque se mudó a los Estados Unidos, para ocupar un puesto de asistente en un Laboratorio de Inteligencia Artificial. Allí se dio cuenta de que los investigadores que practican el pensamiento abstracto obtienen el siguiente resultado: pensamiento abstracto. Algo importante, sin duda, aunque poco operativo a la hora de hacer algo.
En su laboratorio del MIT, Brooks tiene un equipo de gente inteligente y máquinas que casi lo son. Una tarde, cuando esperaba el ascensor, se cruzó con otro investigador, y en ese cruce cambió otra vez su vida. Su colega era un tipo que de las rodillas para abajo era un robot. Un accidente de auto le había costado las dos piernas y no llevaba ortopedias vestidas con pantalones. A Brooks se le prendió la lamparita. Miró al tipo, que lo saludó con la cabeza, como si fuera un milagro. Era un tipo mitad persona, mitad robot, “un robot prototipo (piezas de metal, ligaduras llenas de fluidos magnetorrestrictivos, computadoras simples, baterías, conectores y un arnés con cables, nada de cobertura antiséptica)”. En ese momento se dio cuenta de que la interfase neural directa entre hombre y máquina estaba realmente comenzando.
Lo dice en la segunda página de su libro, Flesh and Machines, How Will Robots Change our Life. Un libro escrito por Brooks en el año 2001, el año de Odisea. Brooks escribe para responder a la pregunta que interroga al futuro desde el miedo: ¿llegarán a ser tan listos los robots como para dominarnos?
Su hipótesis es que los robots nunca tendrán dominio sobre las personas. Trabaja en el convencimiento de que “nosotros (las personas robots) estaremos un paso delante de ellos (puros robots)”, que en veinte años ya no habrá personas tal como las conocemos ahora para que ellos sometan. Brooks dedica su libro a contar que en el futuro seremos gente con partes de robot y que la gran revolución de nuestra era es la bioelectrónica.
Sus primeros pasos profesionales llegaron de la mano mecánica de su primera criatura artificial, llamada Herbert. Herbert levantaba las latas vacías de gaseosa tiradas en el laboratorio. Fue una alegría en su vida y el trampolín de muchas venideras. “Como pasa con los hijos, una vez superado el tabú del segundo, se vuelve fácil tener más y más.”
Una pregunta le aguijoneaba el sueño. Ya tenía un robot brazo, otro robot scanner y dos que se perseguían. Pero eso no era nada para Brooks, que se dio cuenta de que todos andaban sobre ruedas y de que hasta ese momento los robots que caminaban en otros laboratorios del mundo sólo servían para demostrar que podían hacerlo. A su manera, eran juguetes. No eran robots inteligentes. Brooks fue más lejos. Se preguntó cuáles eran los animales que mejor andaban la tierra, cuáles eran los rovers de la naturaleza.
Como un dios adherente a la Teoría de la Evolución, Brooks hizo su criatura artificial a imagen y semejanza de un insecto. Tropezaba cada dos por tres, pero igual se levantaba y seguía. ¿Por qué partir de la base de que un robot andante tiene que estar siempre en equilibrio? ¿Cómo pasar de los robots rodados a otros que anduvieran sobre sus miembros? ¿Cuál era el presupuesto erróneo que había conducido a cientos de costosos experimentos a la tierra de la nada? De esa idea simple y formidable, de ese manojo de preguntas casi elementales –y qué es el genio sino la habilidad de ir directo a la raíz de las cuestiones– nacieron los primeros andantes de Brooks. Fueron los días en que terminó su robot Ghengis.
Mientras otros inventores refinaban sofisticados robots que superaban al campeón mundial de ajedrez –en todo caso le ganaban–, Brooks repetía que, como siempre, lo más fácil –andar, ver, oír– era lo más difícil. El sistema motor de un robot es simple, pero es también la conclusión de una investigación eterna; el sistema visual de las computadoras más inteligentes es un desastre al lado del ojo humano; junto a las frecuencias de voz, el robot tendría que ser capaz de distinguir entonaciones y reaccionar en consecuencia.
Ghengis seguía a las personas, atraído por las emanaciones infrarrojas que emiten los cuerpos de todos los mamíferos; carecía de nociones internas espaciales –no tenía concepto de hacia o atrás incorporados–; y fue otro de los primeros pasos de la carrera de Brooks. Iba a construir sistemas simples de control para comportamientos simples, luego controles extra para comportamientos más complejos. Quería entender mejor la evolución y vida artificiales.
Brooks es un visionario de alto vuelo. Todo robot debe cumplir con dos condiciones: la primera es la de ser un cuerpo, y la segunda es que ese cuerpo esté en el mundo, en franca interacción con él. Pero ese mundo no tenía por qué ser la Tierra y podía llegar hasta la Luna. El trabajo que presentó para vender su proyecto se llamaba Cheap, Fast and Out of Control. Como todo lo que hace Brooks, el proyecto dio que hablar y también armó silencios.
Parado en un atril frente a un comité de la NASA, propuso la construcción de unos pequeños rovers que anduvieran por la Luna. Cheap, es decir baratos, porque al ser pequeños los costos eran menores; fast, es decir rápidos, también por el tamaño y el diseño. En cuanto a la parte de fuera de control, imaginen. Invadirían el Sistema Solar. El proyecto no tuvo éxito porque, al ser económico, desentonaba con los gruesos presupuestos de investigación de la NASA. Vendió su idea a un ex astronauta que quería comercializar el espacio aéreo. Grendel, fruto de esa unión, descendía del lander y daba unos pasos sobre sus piernas raquíticas para tomar muestras del suelo lunar. Había que adaptarlo al espacio, pero entonces “el verdadero mundo de la política entró en escena”.
Cheap, Fast and Out of Control es un título maravilloso que el director de cine Erroll Morris tomó tiempo después como nombre para su famoso documental. En la película, editado junto a un domador de leones, un jardinero que poda árboles con forma de animales y un biólogo que estudia la vida de las ratas subterráneas de Africa, puede verse a un Brooks a la vez entusiasta y plácido. Un hombre que hace robots y se la pasa hablando de la vida.
Después de los insectos, Brooks pensaba dedicarse a los reptiles para llegar, en gradación segura y respetable, a un robot primate. Pero sacó la cuenta de los diez años dedicados a los insectos y se dijo que, considerando sus expectativas de vida, a lo sumo pasaría a la historia como “el tipo que inventó un gato automático”. Se dio cuenta de que había bajado demasiado en la escala evolutiva para tomar envión y de que un salto lo llevaría directo a construir un humanoide.
Son los días del nacimiento de Kismet. Kismet era una cabeza muy simpática con ojos inmensos. Cejas. Orejas de perro, labios y un cuello que hacía de estafermo. Al tener forma humana, las personas creían que interactuaban con Kismet, pero no era cierto. Se comportaban de la misma manera que con sus mascotas y sus hijos. Kismet podía aburrirse, enojarse, distraerse. Al menos eso era lo que parecía, era eso lo que reportaban los visitantes al laboratorio. Sus ojos inmensos le ganaban la suerte dudosa de que las personas lo trataran como a una criatura. De todas maneras, se notaba la diferencia con las mascotas e hijos porque la gente “no se dejaba engañar por mucho tiempo”.
Kismet fue el hermano mayor de Allen. Allen podía andar sin chocarse con nada en el camino y estaba diseñado para acercarse a cualquier cosa llamativa que entrara en su campo de visión, que era un scanner. Hasta ese momento no había robots que pudieran operar en un mundo cambiante. Hasta ese momento los científicos construían robots que se movían en un mundo dibujado en su cerebro. Con la llegada de Allen, las cosas cambiaron para siempre. Los robots de Brooks no respondían a una descripción interna del mundo, que resultaba inapropiada cuando aparecía un imprevisto. Fue así que Brooks decidió hacer un robot inteligente, negando la inteligencia artificial. Brooks buscó la inteligencia de los cuerpos. Y encontró la clave que lo desvelaba desde chico: la conexión directa entre acción y percepción.
Para Brooks, la historia se lee a través de la unidad de medida de las revoluciones tecnológicas. Señala tres que le parecen radicales: la informática, la robótica y –suenen las trompetas– la biotecnológica. Es el camino natural de las cosas en su cabeza que nunca se detiene. Brooks no descarta ninguna pregunta, aunque las respuestas que se le ocurren sean polémicas.
Siempre le pareció una contradicción inaceptable que existieran científicos religiosos. Consciente de que las personas proyectamos nuestras emociones en las máquinas, su empeño en hacer robots que interactuaran con ellas podía ser una falacia imperdonable. La mente del científico no podía llevarse bien con la del entusiasta casi religioso. Uno que desconfía para estar seguro. Otro que está seguro porque cree. La dicotomía se resolvió en la vida de Rodney Brooks el día en que se convirtió en padre.
“Somos autómatas en un gran universo. Cada persona que conozco es muy especial, pero es también una máquina, un gran saco de piel relleno de biomoléculas. Pero no trato así a mis hijos. Interactúo con ellos de una manera completamente distinta. Cuentan con mi amor incondicional. Como un científico religioso, mantengo estas dos creencias inconscientes y actúo de acuerdo a ellas según las circunstancias. Es esta trascendencia entre los sistemas de creencias lo que permitirá a la humanidad aceptar a los robots como máquinas emocionales y entonces simpatizar con ellos y atribuirles ciertos rasgos. Seremos menos racionales con respecto a lasmáquinas. La fe ha sido útil a la hora de derrotar discriminaciones y racismos, siempre justificados por el razonamiento. Lo mismo sucederá con los robots.” Es decir que ellos cambiarán, pero también lo haremos nosotros.
En su intento de crear “una criatura artificial que fuera un todo en el mundo”, Brooks se preguntó por la forma a darle. Había que darle forma humana. La forma de nuestro cuerpo moldea las experiencias que tenemos de la vida y cuanto más parecidas a las percepciones humanas fueran las de sus robots, habría mayor coincidencia, facilitando la comunicación entre ambos. Un robot tendría que ser capaz de desarrollar las mismas metáforas que los humanos desarrollan a través de los sentidos para pronunciarse y reaccionar en concordancia. Hablamos del afecto como algo cálido porque nuestros padres nos dan calor. Decimos que éste será un gran día porque relacionamos, desde tiempo inmemorial, importancia y grandeza. De la misma manera, las cimas del lenguaje se relacionan con la altura y dignidad de una persona, seguramente porque de chicos miramos a los grandes desde el fondo. Las criaturas de Brooks tendrían que ser capaces de compartir estos códigos con los seres humanos a través de la experiencia.
Brooks alerta de inmediato sobre el peligro inherente a este razonamiento, temeroso de ser “como los Islanders de Biak que, dominados por los japoneses con sus rifles, quisieron combatirlos con armas de fuego hechas de madera. Los robots que hacemos no son personas”, aclara Brooks. “Está el riesgo de que, como las armas de fuego de madera y las armas de fuego auténticas, sólo guarden una relación superficial con ellas.”
En 1993, Brooks y su equipo se abocaron a la construcción del humanoide Cog. Ahora, cuenta, hay humanoides por todo el mundo.
En el libro de Brooks, como en su vida, ficción y no ficción coinciden para luego deslindarse. Después es el big bang que las aúna para siempre. Brooks asegura que hasta hoy es imposible hacer robots que respondan a las tres leyes de Asimov –no pueden lastimar a un ser humano, deben obedecer sus órdenes siempre que no atenten contra la primera ley, deben protegerse siempre y cuando no atenten contra la primera y segunda ley– porque no existen robots lo suficientemente perceptivos como para obedecerlas. Hasta 1998 ningún robot podía obedecer a un ser humano por el simple hecho de que no podía detectarlo. Por otro lado, a medida que una se adentra en la lectura del libro de Brooks, una no puede evitar preguntarse si no será justamente por el hecho de que no son personas que los robots jamás llegarán a someternos.
Cualquier predicción sobre el futuro a largo plazo está condenada al fracaso. La irrupción de las máquinas en nuestras vidas se da a gran velocidad, no hay forma de negarlo. Su presencia en nuestras casas ha llegado hasta a modificar algunas de nuestras reglas sociales. Predecir el futuro a largo plazo le parece “necio y arrogante”. Sus predicciones se limitan a un lapso de veinte años, lo que en tiempos históricos equivale a casi nada.
Corren las páginas y una toma conciencia de una vida repleta de ayudas artificiales. Desde el corrector de Windows hasta los dispositivos de traducción del lenguaje, pasando por los Tamagotchis que tanto furor hicieron entre los chicos en los ’90, la vida está hoy poblada de engranajes que aceleran y facilitan la vida cotidiana. Una se entera de cómo funciona el robot perro de Sony. Y no llama la atención que Brooks también se haya dedicado a hacer juguetes. Sus muñecas, que salieron al mercado, se llamaron My Real Baby. Eran tan sofisticadas que al principio los fabricantes de juguetes se negaron a hacerlas con el argumento de que en un comercial, que dura a lo sumo dos minutos, era imposible mostrar leal público una gama tan variada de dispositivos, de donde no tenía sentido invertir dinero en algo que la gente no querría costear al ignorar qué estaba pagando. Es la parte del libro en que Brooks y sus prestigiosos ayudantes acunan bebés artificiales en su laboratorio. Cuenta de uno que, exasperado por el llanto mecánico que reclamaba una mamadera, salió corriendo del laboratorio en busca de una.
Pero vamos al año 2020 tal como lo proyecta Brooks desde el suelo de su laboratorio. “Se dará una simbiosis entre la gente y las criaturas artificiales cuya sola misión en la vida será mantener limpia la casa.” Si bien es difícil diseñar un robot capaz de planchar, dada la complejidad de acciones involucradas en el proceso, tenemos buenas noticias. Habrá ínfimos robots viviendo como líquenes pegados a las ventanas, y las limpiarán por nosotros. Otros que obedecerán a la orden de quiero cerveza de su dueño, que mira un partido por tele. Robots aspiradores que de hecho ya existen. Tendremos robots que corten el pasto, aunque será más difícil diseñar uno que ayude a bajar las compras del súper del auto y a acomodarlas en la heladera. “Habrá tantos robots en nuestras casas que ni los contaremos.” Los robots serán máquinas programadas a control remoto, de manera que millones de personas que viven en países pobres se librarán de esos empleos malpagos que tienen que cumplir en los países desarrollados, en pésimas condiciones, para sobrevivir. Un norteamericano podrá contratar a un habitante de otro país para que, desde una computadora que le será facilitada, se asegure de que el robot cumpla al pie de la letra con sus tareas.
Mientras que hemos aprendido a “confiar en nuestras máquinas durante los últimos cincuenta años, en la primera parte de este milenio nos convertiremos en ellas. No debemos temerles porque nosotros, los hombres máquina, siempre les llevaremos ventaja. Seremos máquinas”.
“Hay decenas de miles de personas con implantes electrónicos conectados a su sistema nervioso. Han aceptado que es mejor ser un híbrido, parte humano-parte máquina, que ser puramente humano.” Cita como ejemplo los implantes de cóclea, implantes que ayudan a que algunas personas oigan a través de una combinación de carne y máquina. Se trabaja en el perfeccionamiento de implantes de retina, se estudia la manera de hacer conexiones neurales entre un brazo amputado y su prótesis. Otra historia son los brazos artificiales. “Así como la cirugía estética se ha vuelto común, los elementos tecnológicos para mejorar el cuerpo se volverán socialmente aceptables.” La gente sana introducirá elementos de robótica en su cuerpo. Algunos podrían reemplazar un ojo que no funciona por otro increíble que le permitiría ver con toda claridad en plena noche. Nuestro ojo puede llegar a convertirse en un monitor por el que podremos entrar en Internet. “Seremos superhombres en muchos aspectos”, dice Brooks. “Lo que al principio parecía bizarro, luego será corriente.” Aunque, como dice el mismo Brooks, aceptar esos órganos en nuestro cuerpo no es un tema exento de moralidad. Por otro lado, ¿habrá entonces nuevos superhombres sometiendo a las personas sin partes maquinadas? Esa es una pregunta que brilla por su ausencia, porque todo lo que toca Brooks, aun al ignorarlo, tiene brillo.
La tecnología robótica se fusionará con la bioteconología en la primera mitad de este siglo. “Podremos manejar nuestros cuerpos como máquinas, tendremos la llave de nuestra existencia. No nos dominarán porque nos dominaremos a nosotros mismos, la diferencia entre nosotros y los robots desaparecerá. Entenderemos mejor qué es lo que somos y entonces podremos cambiarlo”, dice Brooks para quien, en todo caso, no hay cosas malas en sí y todo depende del uso que hagamos de ellas. Su libro termina lleno de personas con partes de acero y silicona, insectos de metal que ordenan la casa y hasta ponen la mesa, hombres con ojos biónicos que brillan en la sombra y órganos artificiales al servicio del deseo, humano y natural, de vivir por mucho tiempo. No tendremos que internar a nuestros padres en geriátricos porque podremos monitorearlos y cuidarlos a distancia. Iremos por el mundo y al mismo tiempo estaremos virtualmente en casa. No habrá problemas de salud que no planteen de inmediato una solución que sume a nuestro cuerpo. Nuestros nietos y bisnietos sonreirán sorprendidos ante nuestra incredulidad, igual que como sonreiríamos nosotros ante un fantasma de otro siglo que nos viera delante de un monitor plano. Una persona de ciento diez años será medianamente joven. Las reuniones de familia albergarán tatarabuelos, padres, bisnietos y choznos, todo al mismo tiempo. Viviremos más años y más años, convertidos en híbridos felices, fusionados.
Hasta que la muerte nos repare.
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