Domingo, 9 de julio de 2006 | Hoy
TELEVISIóN > MURIó AARON SPELLING, EL HOMBRE MáS PROLíFICO DE LA TV
Armó un elenco con un actor negro, incorporó el feminismo, expuso la fascinación obscena por la riqueza, creó protagonistas homosexuales, puso el sida en las pantallas del mundo e inventó los enredos adolescentes. Y todo en el horario central, con inmenso éxito y con un poder residual en las memorias generacionales como pocos. La semana pasada murió Aaron Spelling, el hombre al que todos conocían sin saberlo.
Por Mariana Enriquez
“Algunas críticas molestan. Pero uno puede elegir entre 300 críticos y 30 millones de espectadores.” Así respondía Aaron Spelling cuando lo acusaban de ingenuo o kitsch; cuando señalaban que sus series eran puro mal gusto y tramas absurdas; cuando se lo despreciaba por complaciente y, en definitiva, tonto.
Lo cierto es que Aaron Spelling murió la semana pasada a los 83 años, y su cuerpo de trabajo como productor ha dejado al menos un hito por generación, y no sólo en Estados Unidos. Fue el productor más popular del mundo en las décadas del ‘70 y del ‘80, antes de que existiera la globalización mediática tal como la conocemos hoy. Y se puede decir que perdió su mano maestra a mediados de los ‘90, cuando se dedicó a series más familiares (la escalofriante 7th Heaven, producto orientado sin vergüenza a la “mayoría moral” suburbana de EE.UU.; o Charmed, un inocuo y divertido disparate).
Pero, antes, Spelling hizo todo bien. Desde Patrulla Juvenil (1968-73), donde se atrevió a formar un elenco con un actor negro, Clarence Williams III, algo arriesgado para la época; y más tarde, la creación de dos series policiales que capturaron la imaginación mundial: Starsky y Hutch (1975-79) y Los Angeles de Charlie (1976-81). Con la última, Spelling inventó al símbolo sexual de la década, Farrah Fawcett-Majors, y puso en pantalla un artefacto pop tan complejo que, hasta el día de hoy, las feministas especializadas en medios debaten si se trataba de pura explotación o un confuso y temprano signo de empoderamiento. Fue esto lo que vio Drew Barrymore en los últimos años, cuando produjo para cine sus propios Angeles. Curioso: los nuevos “jóvenes comediantes brillantes” de EE.UU., Owen Wilson y Ben Stiller, también tomaron nota de Spelling para la remake en chiste de Starsky y Hutch. Las relecturas son irónicas, pero no ocultan admiración, un grado alto de nostalgia y el hecho pasmoso de que, desde Spelling, no hay series de TV que puedan atravesar las generaciones.
O encarnar de tan tremenda manera el espíritu de época, como lo hizo Dinastía (1981-89). La riqueza ya no mirada con desconfianza sino con obsceno placer, las mujeres en espacios de poder, el mundo de los negocios en primer plano, la obsesión por la moda y el físico, el hedonismo, la cuestión gay (en el hijo del millonario Blake Carrington, Steven), las drogas (sobre todo en Fallon, la otra heredera), y hasta el sida, cuando Rock Hudson, ya muy enfermo, participó de algunos episodios, besó a Linda Evans en la boca, desató la histeria y, en definitiva, puso a la enfermedad en los medios con más contundencia –aunque quizá sin querer– que las acciones de ACT UP. Y Spelling lo sabía: en 1993 produjo junto a HBO Y la banda siguió tocando, la película sobre los primeros años del HIV basada en el fundacional libro del periodista Randy Shilts.
En otro orden, la serie también inventó dos símbolos sexuales de los ‘80 muy diferentes: la rubia rebelde Heather Locklear y la malísima e hipersexuada Joan Collins.
No fue su único hito de la década. También produjo El crucero del amor (su episodio más mítico cuenta con un cameo de Andy Warhol), que además tenía participaciones especiales de amigos de Spelling como Vincent Price, Lana Turner y la demencial Charo. El mismo sistema de invitados alimentaba La isla de la fantasía y Hotel, que recibió a Bette Davis y a Liz Taylor. Y no hay que olvidar otros éxitos inolvidables como Hart (más hedonismo de los ‘80) o la dramática Family (1976-80), dirigida nada menos que por Mike Nichols, con la que ganó prestigio y el Emmy.
En la primera mitad de los ‘90, Spelling sabía aún lo que la gente quería ver, y lo ofrecía con su característico desprejuicio. Beverly Hills 90210 (1990-2000) casi inventó el juego de enredos de las teleseries de y para adolescentes, con sus constantes intercambios de parejas, problemas con padres y borracheras. Y enseguida, con Melrose Place (1992-1999), el productor puso toda la carne y mezcló el absurdo de las soap operas, melodrama, humor negro, abierta sexualidad y en el revoltijo surgió algo adictivo que disparó las carreras de Heather Locklear –reina de la TV norteamericana desde entonces–, Alyssa Milano y Marcia Cross, hoy reconocida por todos con su papel en Desperate Housewives, aunque ya era genial como retorcida protagonista de Melrose.
Al propio final real de la vida de Spelling no le faltaron altos momentos de impacto y melodrama. Aparentemente no se hablaba desde hacía varios años con su hija Tori, a quien había hecho famosa con Beverly Hills. La rica heredera decidió hacer un reality para autopromocionarse, y allí se burló de su trabajo con papá, cosa que disgustó –con justa razón, por ingrata– al zar. Pero padre e hija llegaron a reconciliarse antes del derrame cerebral fatal que se llevó al hombre más prolífico de la televisión, con 3800 horas de aire encima, y el indiscutible mérito de haber interpretado el gusto del público como ningún otro.
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