Domingo, 9 de julio de 2006 | Hoy
PLáSTICA > LOS DIBUJOS DE LICHTENSTEIN EN EL MALBA
Miembro junto a Warhol, Oldenburg y Rosenquist del movimiento que hizo del entierro del Gran Arte la última gran obra del siglo XX, Roy Lichtenstein fue el más impecable de los cuatro jinetes del pop. Ahora, los dibujos y bocetos que se exponen en el Malba permiten asomarse a los bastidores de la mente que mostró cómo un día el mundo iba a caber en la síntesis de un afiche o la melodía de un jingle.
Por María Gainza
El arte norteamericano se consumía en un puñado de brasas húmedas cuando, hacia finales de la Segunda Guerra Mundial, un vientito del Atlántico reavivó el fuego y –¡WAROOM!– se produjo la combustión. Así, por lo menos, cuenta una historia familiar y archirrepetida ahogada en euforia nacionalista. Fue un viaje en cohete para un país que asomaba la cabeza luego de un período en que, según aquel Guasón del siglo XX que fue Duchamp, el mejor aporte que habían dado los norteamericanos al arte moderno era el sistema de cañerías. Para mediados de 1950, los ejemplos grandilocuentes del expresionismo abstracto habían impulsado una segunda generación de grandes retóricos de la imagen que disfrazaban con actitud lo que les faltaba en convicción. Roy Lichtenstein pertenecía a este grupo, pero con su carácter tímido y puntilloso no terminaba de encajar. Y aun así compartía con ellos un blanco: quería alejarse de los gestos viriles a lo Oh, qué macho que eres Jack de sus antecesores. No estaba seguro cómo hacerlo pero cuando se puso a buscar encontró la solución en lo que mejor le salía, el chiste.
Lichtenstein, el maestro Pop de la sátira y el one-liner (el chiste corto, epigramático, el chiste que lleva en su corazón la creencia que la brevedad es el alma del ingenio) demostró, con mínimos ajustes, que la historieta podía generar imágenes que rivalizaran con las de cualquier museo. Entonces cruzó a campo traviesa los géneros –el retrato, la naturaleza muerta, el paisaje– adaptándolos a su cómic look. Fue como traducir la Biblia a la jerga callejera. Y fue una estrategia perversa que intentó reírse del Gran Arte a la vez que ambicionaba crearlo.
Y le salió bien. Entonces Roy Lichtenstein se volvió Mr. Cool. Si hubiese sido una estrella de rock hubiese sido Roy Orbison. Aprendió a interesarse por todo tipo de sentimientos sin ser sentimental, a preocuparse por las cosas sin quedar atrapado en la preocupación. En comparación con el resto del distinguido clan de artistas pop –Andy Warhol, Claes Oldenburg, James Rosenquist– Lichtenstein fue el más elegante en términos de contenido e imagen. Fue el primer estilista de un movimiento ciento por ciento consciente del estilo y hoy, a su lado, el resto de los artistas parecen una convención de granjeros.
La obra de Lichtenstein rejuveneció por completo la escena del arte porque al lado del severo y solemne expresionismo abstracto, el artista parecía un niño jugando con pistolas cargadas. Claro que el pop no era tan nuevo como parecía. Era un descendiente directo del Dadá y a la vez un intento por comercializar ese gesto. Pero a mediados de los 60 Norteamérica se había vuelto una cultura icónica y las viñetas de Lichtenstein te lo decían en la cara –¡POW!–. Mientras Pollock se había ocupado por expresar lo que el pintor sentía, ahora Lichtenstein se interesaba por lo que el espectador veía.
El pop de Lichtenstein conectaba más con la tienda de regalos del museo que con lo que colgaba en las paredes del lugar. Pero desde un comienzo fue claro que los intereses del artista se extendían más allá de la intención de hacer de la cultura del Mickey Mouse un nuevo arte heráldico. Tanto, que pronto los abandonó para probar su mano en pinturas que recordaban a Picasso, Cézanne y Mondrian, cosas que usaba de la misma forma en que Warhol usaba a sus Marilyn Monroes y Jackie Kennedys, es decir, como marcas. Con espectacular sangre fría, Lichtenstein parodió temas de amor y guerra. Y luego dirigió su mirada helada hacia el quid de la pintura: la pincelada. Su primer Brushstroke de 1965 es un brochazo horizontal, amarillo, delineado en negro que describe el ataque de caballería de una pincelada expresionista, de esas que gritan a los cuatro vientos: yo siento, yo vivo, yo muero. Parodiándola, la de Lichtenstein es una pincelada símil industrial, antirretórica, anónima, más fría que la patinada de un auto en la ruta.Las obras de Lichtenstein disparan sus flashes a los ojos del espectador y si en años posteriores fueron dadas por hecho fue porque sus ideas habían infiltrado el arte de tal manera que ya no le pertenecían. Su mezcla de imágenes y texto y sus estrategias de apropiación cimentaron el camino para artistas que no habían pasado del jardín de infantes cuando Lichtenstein se robó la publicidad de un resort que mostraba a una chica en la playa sosteniendo una pelota sobre su cabeza.
Toda resistencia al artista, acumulada por años de ver sus imágenes reproducidas en catálogos, revistas y posters, sucumbe frente a su muestra en el Malba. Puede que estemos hambrientos de clasicismo, pero las imágenes de Lichtenstein a comienzos del siglo XXI se alzan como el escudo de armas de una época y dejan con ganas de ver más.
“Roy eliminó la mano de la pintura y en su lugar puso el cerebro”, dijo el artista Larry Rivers. Reflejar al Lichtenstein cerebral, mostrar su “perspicaz pensamiento conceptual” fue lo que la curadora de la muestra, Lisa Philips, buscó. Para ello recurrió a los dibujos, la forma más sencilla de mostrar el cuidadoso proceso por el que una imagen llega al lienzo. Los ejercicios privados de Lichtenstein, en hojitas ralladas con los ojalillos rotos, tienen un toque ligero e incorpóreo, un toque que deja ver las dudas que existieron y que luego, en sus cuadros grandes, serían eliminadas a favor de un estilo emocionalmente neutro.
Lichtenstein produjo más de 3000 dibujos a lo largo de su vida. Varios de ellos proveen revelaciones modestas sobre el artista. Demuestran, por ejemplo, que solía hacer pequeños bocetos que luego proyectaba a la tela como diseños de límites duros. Y cómo el sombreado en diagonal, los colores planos tipo Léger, la retícula de puntos para señalar los pseudos puntos Ben Day, tomaron en sus dibujos el carácter de un sistema codificado.
Puede que Roy Lichtenstein transformara todo en básicamente la misma imagen escarchada –¡BRRRR!–. Y puede que el tono de sus imágenes encajara justo con su personalidad parca y reticente. Pero cuánto de su arte tenía que ver con su vida es debatible. Durante mediados de los ‘60, cuando su primer matrimonio se iba a pique, pintó varias mujeres en peligro: Chica ahogándose (“No me importa, prefiero hundirme a pedirle ayuda a Brad”) y Chica asustada (una rubia lágrimas de cocodrilo) son de esa época. Pero Lichtenstein no era dado a ventilar sus asuntos.
Nacido en 1923, el hijo de un dueño de inmobiliaria y una ama de casa del Upper West Side de Manhattan, comenzó a cursar en la Ohio State University pero en 1943 fue enviado a Europa. Al finalizar la guerra, como muchos norteamericanos con aspiraciones artísticas, hizo su peregrinación al departamento de Picasso en París. Pero al llegar a la puerta el miedo lo paralizó: “Me alejé pensando por qué querría Picasso conocerme a mí”. Nuevamente en los Estados Unidos comenzó a tomar clases con Allan Kaprow. “No puedes enseñar color a partir de Cézanne”, le dijo Kaprow en una oportunidad a Lichtenstein, “sólo lo puedes aprender a partir de cosas así” y apuntó hacia un chicle Bazooka. En 1961 Andy Warhol le presentó a Leo Castelli. Ese año Lichtenstein cumplía 38 años. Fue el contacto por el que los artistas esperan una vida.
Hay momentos en las que las imágenes de Lichtenstein parecen tan endemoniadamente simples y brillantes como un botón. En sus mejores momentos tiene la pose rigurosa de un Mondrian y la despreocupada indiferencia de Fred Astaire.
El pop, con Lichtenstein y Warhol a la cabeza, vio la caída de la sociedad norteamericana antes que nadie. Mientras los formalistas seguían ladrando detrás de bueyes perdidos, el espejo de Lichtenstein devolvía a la sociedad lo que Ezra Pound llamó “una imagen de su acelerada mueca”. La obra de Lichtenstein, tan chic en su estilización del estilo, anunciaba profética lo que hoy es una obviedad, que todo terminaría siendo arte, o que a fin de cuentas, el máximo, el gran, el indiscutible objeto pop del mundo era el planeta Tierra.
Roy Lichtenstein, el barrilete cósmico del pop, fue visto por última vez en 1997.
Roy Lichtenstein - Dibujos
Vida Animada
Malba
Av. Figueroa Alcorta 3415
Hasta el 7 de agosto
1 - Dibujo para Mujer: luz de sol, luz de luna
Grafito y lápiz de color sobre papel
33,7 x 25,4 cm.
2 - Collage para Mujer: luz de sol, luz de luna
Cinta, papel pintado e
impreso sobre soporte de madera
106,7 x 64,4 cm.
3 - Dibujo para El dedo cusador
Grafito sobre papel
18,4 x 13 cm.
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