Domingo, 3 de septiembre de 2006 | Hoy
CINE 2 > TRANSAMéRICA: CóMO SER PADRE Y CAMBIARSE DE SEXO
La primera película de Duncan Tucker llega envuelta en la habitual irreverencia del cine independiente: cuenta la historia de un hombre que, días antes de cambiarse de sexo, descubre que tiene un hijo. Pero a pesar de las referencias a Almodóvar y John Waters, ¿qué hay debajo de la comedia liberal que parece ser?
Por Hugo Salas
La historia que cuenta Transamérica, primer largo de Duncan Tucker, podría sonar un tanto excéntrica. Una semana antes de su vaginoplastia, Bree recibe, desde una prisión juvenil, el inoportuno llamado de un adolescente diciendo ser hijo de Stanley Schupak. Decidida a “no dejarse arrastrar por la vieja vida de Stan” (su nombre de nacimiento), Bree prefiere ignorarlo y seguir adelante, plan que choca contra la firme determinación de su terapeuta. Así, la protagonista se ve obligada a emprender el viaje desde la costa oeste hasta Nueva York para pagar la fianza de Toby y sacárselo de encima cuanto antes. Desde ya, las cosas no resultarán tan sencillas, y como en toda road-movie, el viaje transformará sus vidas.
En realidad, no es la primera vez que el cine indaga la parentalidad transexual. En 2001, Even Benestad plasmaba su problemática relación con su propio padre en el documental All About My Father (clara referencia a Todo sobre mi madre), y en cable todavía puede pescarse Normal, telefilm de 2003 dirigido por Jane Anderson, donde un padre de familia cincuentón anuncia a su esposa e hijos su decisión de cambiar de sexo. En ambos casos, la transformación genera reacciones diversas, contradictorias, que las películas muestran sin resolver, apuntando a la imposibilidad de compatibilizar estos cambios no sólo con el modelo burgués de familia, sino también con los modos de entender las relaciones humanas basados en él; es decir, que esto va más allá, mucho más allá, del problema de “acostumbrarse”.
Al respecto, Transamérica adopta una posición diametralmente opuesta, pudiendo vislumbrarse, hacia el final, una total reabsorción del rol paterno bajo la figura de la madre. Esto es posible, en realidad, gracias a un artilugio de trama: al conocerlo, Bree aprovecha un malentendido para ocultar su identidad, lo que permite a Toby, que nunca ha conocido a su padre, conocer a Bree “como persona” antes de saber no sólo que es su padre sino también que es transexual. La pregunta fundamental, entonces, pasa a ser: ¿cómo es Bree “en tanto persona”? Y esta pregunta tiene una respuesta sencilla: toda una señora; una mujer blanca, cristiana, bien adaptada, de clase media, que observa con horror a otras transexuales más liberales y no parece tener una vida sexual demasiado activa.
Así, Transamérica reactualiza el debate que abriera, en los ’70, una interpretación denodadamente optimista de la homosexualidad como práctica contra lo establecido, a la que siguió un festín teórico en torno del cuerpo de transexuales y transgéneros como el espacio de una supuesta revolución contra la sociedad burguesa. Desde esta perspectiva, la subversión de lo biológico y cultural que representan estas “nuevas” identidades cuestiona los fundamentos del orden patriarcal, la división de géneros y, si se los apura un poco, la división internacional del trabajo e incluso la propiedad de los medios de producción. Es justo allí, en esa relación entre identidades de género y estructura social, que esta película revela la existencia de una mediación por demás atendible.
Si el “devenir mujer” pone en acto una identificación con los rasgos más estereotipados del “ser mujer”, y esos rasgos, a su vez, están determinados por el orden social dominante, lo más esperable no es que la transexualidad equivalga per se a la subversión del orden establecido, sino más bien lo contrario. Se trata de esa misma tensión que ya en 1976 formulara Manuel Puig en El beso de la mujer araña, donde Molina, incluso a la hora de involucrarse políticamente, lo hace respondiendo a la sumisión de lo femenino a lo masculino que es fundante del orden social burgués.
Cabe recordar que Transamérica es una de las tantas películas indies donde una actriz célebre (en este caso una impecable Felicity Huffman, conocida por su papel en Amas de casa desesperadas) hace un capolaboro para sumar prestigio y reconocimiento a su carrera; es decir, películas supuestamente “fuera del sistema” que son totalmente funcionales a él. Del mismo modo, al tiempo que esta película permite entrever la distancia entre política de género y social, marca el punto en que una transexual y su hijo ex taxiboy “devenido” actor pornográfico pueden integrarse a la gran sociedad americana (no por nada el viaje que realizan es el coast-to-coast). De hecho, una vez practicada la operación, Bree se siente “toda una mujer”, pasa de lavacopas a mesera, logra reconciliarse con buena parte de su pasado (la familia, su carrera universitaria incompleta) y adopta, sin mayores inconvenientes, el rol positivo de “madre”.
Sólo una mirada tan peregrina como prejuiciosa podría asociar, como algunos han hecho, el nombre de Tucker al de John Waters. Contraria a la filmografía de aquél, donde la revolución sexual impone como deber y credo la subversión, parodia y destrucción del american way of life desde el white trash, aquí no sólo ocurre lo contrario, sino que –a diferencia también de Todo sobre mi padre y Normal– el cambio y la vida burguesa se acomodan con toda calma, permitiendo el final feliz y conciliador. Algunos señalarán otra filiación para Tucker, la almodovariana (a quien de hecho Transamérica rinde tributo en una escena). No obstante, esa misma integración en Almodóvar no es pacífica sino más bien una cárcel, una trampa, bajo la cual sigue latiendo el peso de la insatisfacción.
Transamérica resulta así mucho más que la comedia liberal y edificante que pretende ser, convirtiéndose en el reconocimiento, en parte cínico, en parte involuntario, de la dificultad de articular las luchas de género con las luchas sociales, complejidad que, en gran medida y durante mucho tiempo, han eludido quienes abordan el problema desde lo teórico, pero no –por fortuna– buena parte de los y las activistas.
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