Domingo, 3 de septiembre de 2006 | Hoy
PLáSTICA > UNA JUSTA REIVINDICACIóN DE ALFREDO GUTTERO
Hasta ahora, la figura de Alfredo Guttero (1882-1932) era una sombra esquiva para el público del arte argentino: se lo consideraba apenas un dandy excéntrico, obsesionado con pintar a la manera delos grandes maestros italianos y reconocido casi exclusivamente por incorporar a sus cuadros el uso de yeso cocido. Con suerte, la muestra que abrió el miércoles pasado en el Malba le devolverá el lugar que se merece: el de un artista de la decadencia, la melancolía y la belleza que encarna como pocos el modelo de pintor latinoamericano moderno.
Por María Gainza
Hay una decadencia que enerva y otra que excita. La pintura de Balthus es de la primera clase: su obra evidencia una sensibilidad aristocrática, erótica y retorcida, pero también afectada y presumida (en cuanto a su pretensión de conde, créame, es tan conde como usted es Miss Universo). La de Alfredo Guttero, en cambio, pertenece a la segunda clase. Es una decadencia encubierta, de villa romana en el crepúsculo, de cosas que no se terminan de ver, como un pato que se desliza sereno por la superficie del agua mientras que por debajo patalea como un condenado.
Eso por un lado.
I Ahora, por el otro. Hasta el miércoles pasado, para el público general, Guttero era considerado casi como un error de continuidad dentro de la gran película del arte argentino. Sin mucho contexto y con apenas algunos datos sueltos sobre su carrera, sus complejos desnudos y escenas religiosas quedaban sepultadas bajo una marca registrada: el conspicuo uso del “yeso cocido” para pintar. Y así, Guttero se nos aparecía como un dandy excéntrico, un caprichoso manierista empeñado en pintar a la manera de los grandes artistas italianos. Es verdad que la sola presencia de sus imágenes se imponía por sobre todo (como ocurre sólo con los muy buenos) pero uno no podía dejar de pensar en él como en una anomalía y también, por supuesto, como en un muralista sin murales.
Pero en realidad, y lo que ahora se ve, es que la suya era una escena fuera de foco. Había en Guttero un eslabón perdido que no terminaba de vincular al hombre con su tiempo. Y ese detalle, para nada menor, es lo que hace que la muestra curada por Marcelo Pacheco parezca insuflarle vida al pintor, proponiéndolo no sólo como un personaje clave de su época, sino también como un “modelo de artista latinoamericano moderno”. Entonces, y para lograrlo, se exhiben unas 40 obras del artista junto a pinturas de contemporáneos, documentos de la época y las investigaciones de Patricia Artundo, María Teresa Constantín y Marta Fernández que logran, finalmente, enfocar con nitidez la figura de Alfredo Guttero, artista y productor.
II Nacido en 1882 de padres genoveses, Guttero ganó su beca a Europa con un paisajito delicioso que le aseguró el entusiasmo de Malharro, miembro del jurado. Era una beca por tres años (ah, de aquellas buenas épocas) pero por razones confusas se la suspendieron antes de tiempo. Lo que no lo acobardó sino todo lo contrario: una serie de postales que han sobrevivido lo muestran saltando por Italia, Francia, España y Alemania. Sin apuro, entre 1904 y 1927 vivió en el Viejo Mundo. Fueron años especialmente cargados, pero Guttero pareció disfrutarlos y sólo amagó a volver al enterarse de la enfermedad de su madre, a fines de 1914. De hecho, se embarcó para Buenos Aires pero al llegar a Brasil le anunciaron su muerte, entonces dio media vuelta, y regresó a Francia sin completar el viaje.
En Europa amplió sus redes pero nunca “esnobeó” a su ciudad de origen: se carteó con su amigo rioplatense Luis Falcini, envió pinturas al país y fue cofundador de la Asociación de Artistas Argentinos en Europa. Cuando en 1927 volvió a Buenos Aires para inaugurar su primera muestra individual vino con la idea de quedarse poco tiempo. Pero el recibimiento fue tan auspicioso, el aplauso de los jóvenes tan dulce, los premios de los salones tan gratos...
Que se quedó. Y sin dormirse sobre los laureles, siguió construyendo una carrera pública entre exposiciones, salones, premios y presencia mediática que lo terminó convirtiendo en uno de los referentes indiscutidos del medio cultural local. Y así siguió, proyectando las exposiciones de otros, promoviendo proyectos editoriales, planificando un programa para los barrios con barracas desmontables, y aceitando las relaciones con el nuevo coleccionismo de clase media que se estaba formando en el país. Y un día, se quedó sin cuerda y murió. Era el 1º de diciembre de 1932 y tenía cincuenta años. Había trabajado muchísimo.
III La pintura de Guttero toma sin recaudos ni pudores para producir una gramática de formas nuevas y curiosas. Es un ejemplo típico de buen modernismo latinoamericano. A simple vista hay ecos de cubismo, de expresionismo, de renacimiento y de manierismo. Pero en él, nada se parece exactamente a nada. A lo que, en su fanatismo por los frescos italianos, le agrega el uso del yeso cocido –como costras–. Decía al respecto: “Yo siento un gran entusiasmo por la escultura. He buscado siempre en ella la pintura. Esto que parece paradójico es a mi parecer lo verdadero y lo realmente hermoso de las grandes obras de pintura. La pintura, a mi entender, o mejor dicho a mi manera de sentir, debe ser un bajorrelieve colorido”.
Con esa idea y esa sensación en mente, pinta Las Bañantes. Un ballet mecánico que evoca las escenas de playa de Picasso, y otro tanto a Léger y a Rego Monteiro, aunque el movimiento congelado, la sensación de volumen de los cuerpos y el agua dura como merengue pueden llegar a retroceder en el tiempo hasta el helenismo: y entonces las olas se vuelven serpientes que aprisionan como a Laocoontes las piernas de las mujeres.
Los retratos, en especial los de los hombres (Guttero, con algunas excepciones, parece interesarse especialmente por la psicología masculina), son la melancolía hecha pintura. Hombres fitzgeraldianos, lánguidos y de sexualidad ambigua. Veamos el retrato de Lucien Cavarry: el músico está recostado sobre un sillón, sus brazos cadavéricos cuelgan inertes como las agujas de un reloj detenido a las nueve y media de la noche. El color de su piel, de un violeta rosado, las ojeras profundas, lo insinúan enfermo. Lleva puesto un traje de un blanco extraño, entre contaminado y perverso, que hace que las ropas en Guttero se vuelvan más sexies que sus desnudos. Después está el retrato de Alberto Candioti, diplomático argentino en Italia, donde Guttero pinta al hombre en una postura jactanciosa, casi de conde metafísico. Lleva una vanidosa capa negra con el volumen y la gravedad de las montañas y un monóculo que parece enturbiar más que aclarar su visión. Puede que sea la mirada actual, pero es difícil no pensar que este cuadro esconde cierta mofa ante la pretensión del retratado.
Donde la ironía es más evidente, pero de todas formas confusa, es en la Anunciación de 1927. Es una imagen que hace ruido por todas partes: el ángel parece una flapper de los años veinte con pechos de Lolita, los colores de esmalte de uñas de las ropas distan mucho de las convenciones, los pliegues de las alas recuerdan la concha de la Venus de Botticelli pero, sobre todo, está el gato. Guttero podría haber acompañado la escena con unos lirios, una rama de olivo, o una vela encendida, pero no, eligió pintar a un gato, un poco diabólico y estresado a punto de meter la cola. Y eso no parece un comentario casual.
IV Resulta que el sobrino de Guttero era ingeniero civil y trabajaba en el Ministerio de Obras Públicas. Fue él quien lo llevó a visitar algunas construcciones. Guttero realizó entonces un par de paisajes industriales que destilan confianza en el desarrollo del país. Pero se permite sus licencias, o la mano y la imaginación le ganan, y sobre el puente no puede dejar de pintar unos caballitos azules a lo Franz Marc.
En cambio, con las mujeres... con ellas es distinto. El artista tiende a mantener cierta distancia. A veces las pinta a manera de ensayos para sus ideas, casi moldes o estereotipos; otras las muestra soberbias, como su Georgelina, con la desconfianza montada sobre esos párpados caídos, el lazo negro de su capelina que se vuelve camino y la ínfima sonrisa de sus labios, que parece ir y venir como si la mujer viviera más escuchando que viendo. Y como es una muestra de esas que obligan a elegir una favorita, no se puede dejar de sentir asombro ante el escandaloso misterio de Mujer y rosa. Un retrato, en comparación, pequeño, con la atmósfera de un hospital de montaña para tuberculosos, una balaustrada cubierta por la niebla y el color peltre, opresivo, que apenas deja respirar. La piel de la mujer es traslúcida, por capas, tan pálida que la luz parece emanar de ella. Con la cabeza ladeada, a punto de salir de escena, y un pañuelo que la cubre y replica los pétalos de la flor, la pintura en su infinito secreto es, sin lugar a dudas, la Rosebud del lugar. Es el tipo de obras que ponen en evidencia que finalmente los pintores pueden hacer lo que quieran con sus imágenes. Siempre que en ellas haya verdadera necesidad: una avidez por la inmediatez que irrumpe en medio de lo ordinario, y que, disciplinada por los materiales y las técnicas, inmortaliza un momento cuando la vida se muestra en todo su caudal.
V Entonces todo está ahí, dado, para volver a la vida a Alfredo Guttero: su formación local, su estadía en Europa, su pierna adentro y su pierna afuera, su rol hiperactivo en el país digitado a través del océano, su carácter de viajero bifronte cuya mirada se dirige a un doble horizonte, el de la partida y el de la llegada, su regreso, y, por sobre todo, su espíritu de hombre-esponja capaz de absorber toda la historia del arte en un potlatch infinito que toma y da.
P.S. No irse sin ver la exquisita naturaleza muerta de Victorica que cuelga en la segunda sección de la muestra. Eso es, si no se ha marchitado aún.
Alfredo Guttero. Un artista moderno en acción
Hasta el 30 de octubre
Malba - Colección Costantini
Avda. Figueroa Alcorta 3415
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