Domingo, 8 de octubre de 2006 | Hoy
CINE > LOS SUICIDAS: DI BENEDETTO POR JUAN VILLEGAS
Es una larga tradición del policial revelar tanto de la víctima y del criminal como de quien investiga el caso. Y en el caso de Los suicidas, la adaptación que hizo Juan Villegas de la novela de Antonio Di Benedetto, esa investigación doble se convierte en uno de los grandes hallazgos de todo el nuevo cine argentino.
Por Alan Pauls
Los suicidas empieza como un policial: a punto de cumplir treinta años, un periodista (Daniel) recibe la misión de investigar una muerte demasiado opaca. Por una vez, en efecto, se lo ignora todo: la identidad del muerto, cómo y en qué circunstancias murió y hasta quién hizo llegar al diario la foto del cuerpo, única “prueba” –aunque Villegas se la retacee al espectador a lo largo de todo el relato– de que el encargo es “real” y no, como el film podría dar a suponer, la encarnación ligeramente psicótica de un fantasma privado mortífero. Porque Daniel, en rigor, desciende de un linaje de suicidas y los treinta años que se le vienen encima –coincidencia brutal, cristal de tragedia– son también los veinticinco que se cumplen del suicidio de su padre. Como sucede con todo policial, de Edipo Rey hasta la fecha, el género en Los suicidas está desplazado, corrido, como fuera de registro. Por lo pronto, la escena del encargo tiene todo para enrarecer las convenciones de thriller periodístico que deberían ampararla: lo que no se sabe es mucho incluso para un policial y el jefe de redacción que ordena la pesquisa se esfuerza demasiado por evitar que su subordinado dé cosas por sentadas y busque información por vías tradicionales (la policía, por ejemplo). La impasibilidad con la que hace de espejo (“¿Se mató?” “¿Y vos qué pensás?”) y cierra todas las puertas fáciles (“Vas a tener que averiguar todo vos”) responde menos al perfil de una autoridad periodística que al proverbial hermetismo que los psicoanalistas llevan años heredando de la Esfinge.
Hay, pues, dos planos en Los suicidas: uno es el plano de la investigación, exterior, urbano, conductista, incluso convencional; otro, el del karma fúnebre del personaje, que Villegas desdramatiza y hasta empuja hacia la comedia gracias al cancherismo virtuoso de su actor, Daniel Hendler. Lo interesante del film es que los dos planos, lejos de reflejarse, metaforizarse o servirse de pretexto, se anudan en un punto crucial: el malentendido. Si el periodista emprende la investigación es porque ya tiene una teoría sobre el caso: fue un suicidio. “¿Cómo sabés?”, le pregunta, mirando la foto, una joven informante que pronto será un flirt de discoteca. “Eso es lo único que sé”, dice él. No lo descubrió, nadie se lo dijo, no podría probarlo: simplemente lo sabe –aquí es su linaje el que piensa por él–, y es esa especie de idea-ley implacable, que ni siquiera ha pensado pero organiza toda su experiencia, la que lo empuja hacia adelante, lo cambia, altera sus humores y sus amores y le revela por fin lo que nunca quiso saber, no del otro, el muerto –puesto que lo que decía saber era falso, un craso error de lectura–, sino de sí mismo. En ese sentido, Los suicidas, con su asordinamiento a veces un poco proclamado, su desdén de la peripecia y su amor por las insignificancias del amor, da una de las lecciones narrativas más puras de las que pueda jactarse el nuevo cine argentino: contar una tragedia, dice Villegas, es contar cómo alguien se convierte en lo que es; en el caso de Daniel, el periodista de Los suicidas, en un maldito, en el sentido doble de la palabra, de objeto y agente de desgracia: alguien que, abrumado por el peso de la muerte, se dedica tanto a padecerla como a sembrarla, a pigmentar el mundo con ella, a difundir su palabra y sus efectos: es el costado psicopático de Daniel, que induce a su novia a discutir el tema de la muerte con los chicos de la escuela donde trabaja como maestra (lo que le vale cinco días de suspensión) y profetiza sin escrúpulos la muerte del canario de su sobrina. Mezcla perfecta de víctima y de verdugo, Daniel es un monstruo contemporáneo, alguien que inspira piedad y rechazo a la vez, y su monstruosidad nunca es tan inconsolable como cuando descubre el amor de Marcela (la notable Leonora Balcarce), de la misma cepa mortuoria que él, que lo “cura” –Daniel promete que no volverá a visitar la tumba de su padre– y al mismo tiempo lo hunde en el más absoluto desastre. En esa relación sutil entre fatalidad y devenir, marca de origen y aventura, sentencia y promesa, descansa el misterio a la vez interno y exterior del film de Villegas, su singular manera de avanzar, homeopática pero tenaz, y aun su suspenso invisible.
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