Domingo, 27 de mayo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA III
Por Juan Sasturain
La película más famosa de Jack Arnold (1916-1992), maestro de la Serie B, es El monstruo de la laguna negra (Creature from the Black Lagoon, 1954), esa anfibia criatura del Amazonas que se afanaba una rubia a la que, por lo que se veía a simple vista, no tenía cómo atender. La novela más famosa del gran Richard Matheson (1926 y hasta ahora, que yo sepa) es Soy leyenda (I’m Legend), también de 1954, en la que el vampirismo convertido en pandemia dejaba a la raza humana reducida a un único sobreviviente, narrador de la irónica epopeya en la que el diferente, el monstruo, era él. Acá la tradujo Minotauro en 1960; una joya. Pero el guión de El monstruo de la laguna negra es, pese al clima ominoso y el encanto de la criatura, pueril; y la manoseada versión de Soy leyenda en el cine –de un tal Sidney Salkow, de 1964– fue un desastre del que Matheson se escondió, tras escribir un gran guión tergiversado, con un seudónimo.
Sólo cuando ambos se juntaron, Arnold y Matheson, la cosa funcionó a pleno: The Incredible Shrinking Man (1957), hecha para la Universal en blanco y negro y basada en la novela de Matheson del año anterior (sin “incredible” en el título) que él mismo adaptó, es una obra maestra de cámara. Una película chica, bien de género, con un guión inteligente y llena de ideas y aciertos notables para una puesta modesta. Se suele ver en Retro cada tanto, y está perfecta.
La historia es conocida: Scott Carey, sometido al paso ocasional y a los efectos definitivos de una nube radiactiva, comienza a achicarse. Y a achicarse. Y a achicarse... No en un rato sino en semanas, meses, en forma paulatina, lenta e inexorable. El tema de la desesperada soledad del diferente y el aliento místico-metafísico del final –Scott Carey disuelto y consciente en el infinito invertido de lo pequeño, especular del abismo espacial– acompañan una trama simple pero con avatares mucho más dramáticos que las fantasías que pergeñó Jonathan Swift para su Lemuel Gulliver entre los gigantes. Los efectos especiales –repetidos hasta el hartazgo en una serie de televisión de la década siguiente– son memorables, con sus objetos cotidianos convertidos en obstáculos inaccesibles, la caja de fósforos hecha cama, la aguja que deviene lanza, arma defensiva ante los monstruos impensados: la pavorosa araña –había que aprovechar los muñecos de Tarántula (1954)– y, paradójicamente, el propio gato...
Así, como en I’m Legend, en The Incredible Shrinking Man Matheson cuenta la historia desde la perspectiva de la víctima: el hombre “normal” devenido monstruo en tanto ser único, impar. El drama de la diferencia. Es decir: ningún monstruo lo es por naturaleza sino por cambio de escenario y circunstancias. Múltiples y triviales películas anteriores y posteriores abusaron del recurso de la alteración del tamaño: ratas, insectos, conejos e incluso gallinas... se han convertido en monstruos temibles por crecer y multiplicarse fuera de control.
El clásico de Arnold-Matheson eligió, para reflexionar y entretener, el deslumbrante camino inverso.
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