Domingo, 5 de agosto de 2007 | Hoy
ANTONIONI, FIN > POR LUIS GUSMáN
Para Antonioni, el problema de la modernidad no es que la tecnología o la vida urbana nos aísla, sino que vivimos de acuerdo con preceptos morales que no supimos adaptar a nuestra nueva forma de vida. La imposibilidad de erradicar lo obsoleto de nuestra moralidad es aquello que produce el malestar de nuestro tiempo.
Por Luis Gusmán
Michelangelo Antonioni nació en Ferrara, también la tierra del escritor Giorgio Bassani, el autor del libro El jardín de los Finzi Contini que fue llevado al cine por Victorio De Sica. En el cementerio judío de Ferrara también está enterrada parte de la familia de los Contini. Ferrara, con sus calles de recovas y faroles que anuncian la entrada a una Italia más distinguida y decadente que culmina en la elegante Turín.
Antonioni nos mostró ese mundo en el que la burguesía italiana quedaba encerrada en su incomunicación, su soledad, su alienación. Es posible que El desierto rojo sea, en ese sentido, su película más representativa.
Hay rostros de actrices que uno relaciona a ciertos directores de cine. Anna Karina es de Godard, Silvana Mangano le pertenece a Visconti, Monica Vitti era una cara creada para Antonioni. ¿Quién no la recuerda en El desierto rojo? Pero no es el rostro de esa mujer ni el desierto mismo la imagen que acude a mi memoria cuando rememoro las películas de Antonioni. Es otro desierto, el africano y la cara es la de un hombre, la de Jack Nicholson en El pasajero. Aquí aparece el tema de la identidad y de la muerte. Para evocar otro desierto recuerdo lo que decía Rimbaud: “Yo es otro”. Antonioni trata de decir que uno siempre muere como otro. Las cosas suceden de esta manera. En el corazón del desierto africano, un reportero gráfico que está cubriendo una misión tiene como vecino de cuarto a un hombre muy parecido a él. Podríamos decir que es casi su doble. Un día, el reportero llega al hotel y se encuentra con su vecino muerto. En la muerte, Robertson y él se confunden aún más y parecen un mismo pasajero. Basta un sutil arreglo en su aspecto, un bigote, el cambio de la foto en el pasaporte y el reportero toma la identidad del traficante de armas. Su destino se trastrueca cuando comienza a seguir los pasos del otro a través de ciertos nombres y direcciones que figuran en su agenda.
A partir de ser el otro, el reportero, dado por muerto por su familia, se entera de quién era para los otros, los que lo sobreviven.
Su espectro recorre Europa y termina su peregrinar en Barcelona, fascinado y perdido –con la misma fascinación de Antonioni por Gaudí–, huye por esos laberintos modernistas. Finalmente encuentra su propia muerte siendo otro, en Almería. Esta vez el escenario es la fachada de una plaza de toros y suenan de fondo los acordes de una música española. En definitiva, el azar lo ha llevado hasta allí y el pasajero no ha hecho otra cosa que viajar hacia su propia muerte, tomando conciencia de su destino, de una única manera posible, como si fuera otro.
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