Domingo, 29 de septiembre de 2002 | Hoy
CINE ARGENTINO DE ANIMACIóN
Aunque tiene cerca de 85 años, la historia del cartoon criollo es más rica en pérdidas y descuidos que en películas. El primer espécimen del género fue un corto que satirizaba la figura de Hipólito Yrigoyen; el último, que se estrena el jueves próximo, es Mercano el marciano, de Juan Antín, un milagro técnico y creativo que acaso abra nuevos horizontes para esta disciplina maltratada. Mariano Kairuz analiza el film de Antín a la luz del accidentado linaje de la animación local.
Por Mariano Kairuz
El 20 de octubre de 1996, un aviso a toda página en Clarín anunciaba
con orgullo y pompa el inminente inicio de Bienvenidos Amigos, la primera
coproducción argentino-norteamericana de una película de animación,
inspirada en las creaciones de Florencio Molina Campos (que) se filmará
con equipos de última generación, animación tridimensional
(etcétera). Seis años más tarde, no quedan rastros
de ese proyecto. Una pena. Porque en su breve historia plagada de frustraciones,
el cine de animación argentino ha manifestado la intención de
dar cuerpo a una suerte de versión vernácula del género:
no mediante una transposición forzada de lo telúrico no
parece haber un público cautivo que clame por martinfierros y juanmoreiras
dibujados y animados sino a través de los intentos variados y dispersos
de retratar ciertos aspectos de las diversas faunas locales. Como sucedió
con el primer largometraje de animación local, una pintura despiadada
de la clase política argentina en el poder. Eso es al menos lo que se
dice de él, pero es imposible constatarlo: el film se perdió irremediablemente,
como buena parte de una historia que arranca hace aproximadamente 85 años,
durante la presidencia de un tipo bautizado El Peludo, y llega por ahora hasta
este jueves, día de estreno de Mercano el marciano, una película
protagonizada por un bicho verde que no es de acá y tiene la pésima
suerte de caer en la Argentina en momentos en que la cosa como casi siempre
está más que peluda.
Un título apropiado
Sin dejar rastros es el título del segundo de los tres largometrajes
de animación de Quirino Cristiani, pero bien podría ser el título
de la historia no escrita del cine animado nacional. Nada se conserva del film,
que tuvo una única exhibición el día de su estreno, en
1918, y luego fue retirado por orden ministerial con el pretexto de que ponía
al país al borde de un conflicto diplomático. (El argumento estaba
inspirado en un incidente que involucraba al alemán Conde Luxburg.) El
italiano Cristiani había llegado a la Argentina en el año 1900,
a los cuatro años de edad, y a los 20, asociado con el productor y pionero
de pioneros Federico Valle, ya ponía a prueba con éxito una particular
técnica de animación de figuras recortadas y articuladas con hilos,
animadas cuadro a cuadro y fotografiadas como se hacía en la época
con luz natural, en La intervención de la Provincia de Buenos Aires,
un corto que satirizaba la gestión del gobernador Ugarte e integraba
el programa de ese precoz precursor de Sucesos Argentinos que fueron las Actualidades
Valle. Al año siguiente, Cristiani arremetía con el que se suele
considerar el primer largometraje de animación de la historia del cine
mundial (sitial disputado con El hundimiento del Lusitania de Winsor McKay,
estrenada más tarde pero de producción anterior): El apóstol.
Lo protagonizaba nada menos que el flamante presidente de la nación,
Hipólito Yrigoyen, que aparecía en una suerte de trip onírico
en el que recibía de Zeus unos poderosos rayos con los cuales debía
combatir el vicio y la corrupción de la enseñoreada Buenos
Aires, moderna Sodoma y Gomorra. Lo que daba lugar a una secuencia épica
donde se pulverizaban maquetas del Congreso, la Aduana y el aristocrático
edificio de Obras Sanitarias y se anegaban las calles porteñas. El apóstol
se habría perdido en el incendio que destruyó los laboratorios
Valle, aunque mucho material desapareció debido a la poco afortunada
práctica de reciclar el celuloide en la fabricación de peines.
Tampoco queda nada de Peludópolis, también de Valle y Cristiani,
primer largo de animación sonoro criollo que no tuvo, sin embargo, demasiada
resonancia pública. Su estreno, en 1931, llegó demasiado tarde:
el Peludo Yrigoyen había sido destituido un año antes por el golpe
militar que inauguraría la tradición política argentina
más constante del siglo XX.
Patacones tristes
Hay más hitos tristes en esta historia. Upa en apuros es un corto de
algo más de diez minutos que atestigua un temprano y ambicioso intento
del propio Dante Quinterno de llevar a Patoruzú al cine en formato de
larga duración. Con dibujos, colores y animación impecables, esta
película (que terminó estrenándose como complemento de
La guerra gaucha en 1942) es antes que nada un atisbo de lo que pudo ser y no
fue, y refleja las influencias del dibujo de los legendarios hermanos Fleischer,
al punto de que sus personajes presentan más de una afinidad con los
de la serie Popeye el marino.
De ahí en más, todo es no-historia: hasta los primeros largometrajes
de García Ferré en los 70 (Mil intentos y un invento, Petete y
Trapito e Ico, el caballito valiente) y algún caso aislado como Los cuatro
secretos, de Simón Feldman, no hubo largometrajes criollos de animación.
El género quedó en manos de animadores fogueados en la publicidad
y en los separadores y micros televisivos (como Carlos Constantini con MacPerro
y Doña Tele) que irregularmente conseguían completar algún
cortometraje propio (Jorge Caro, Burone Bruché, Juan Oliva), y de aquellos
que se abocaron a la realización experimental, como el legendario cineclubista
Víctor Iturralde y el rosarino Luis Bras.
Los desacataos
En la década del 90, época signada por los espejismos, hubo dos
o tres años en que el género animado alentó una suerte
de ilusión del renacimiento fundada en el éxito de
largometrajes basados en hits televisivos como Dibu y Los Pintín y en
las anacrónicas pero taquilleras Manuelita y Pantriste, de García
Ferré. Fue entonces cuando Juan Pablo Buscarini, codirector de Cóndor
Crux -.una arriesgada apuesta a la ciencia ficción, género de
escasa tradición en el cine local, comprendió que lo que
la industria tenía que sistematizar era la búsqueda de un
valor diferencial generado a partir del guión, único punto
en el que era posible pensar en competir, sin sufrir desventajas de entrada,
con películas vacacionales de 75 millones de dólares de presupuesto.
Mientras siguen en suspenso Patoruzú (anunciado por Patagonik) y la producción
de La vuelta manzana (de Buscarini, sobre la obra de Hugo Midón), el
refugio del castigado animador criollo (como en todo el mundo) siguen siendo
los festivales de cine y, cada vez más, la producción de cortos
en flash disponibles en sitios web que no dejan de multiplicarse (El Mono Mario,
Full Wellington, Chadly Garcia, Edgardofilms). Aunque de tanto en tanto hay
un bar, un museo o un sótano que condescienden a programar esas ficciones
casi clandestinas pobladas de muñecos futbolistas (el Mugneco Gallardo),
sapos reventados por autos (Vidas de Sapos), Sokos & Trokos (sin explicación),
ositos que ven accidentes y los más bizarros super y anti
héroes, a la espera de que algún día la banda formada por
Pablo Rodríguez Jáuregui y sus fascinerosos secuaces rosarinos
de El Sótano Cartoons (Tolj, Rolle, BK & Basta) den rienda suelta
a su admiración por lo mejor de la obra de García Ferré
que es, casi sin discusión, lo que nunca se filmó para el
cine: Hijitus, Neurus y sus respectivas pandillas y hagan su propio largometraje.
Ese día, sin duda, arderá Trulalá.
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