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Domingo, 29 de septiembre de 2002

MúSICA

Alma pater

A los siete años dio su primer sermón en la iglesia que le había fundado su abuela en Philadelphia. Durante años enloqueció a los feligreses con spirituals. Hoy, es el orgulloso padre de veintiún hijos, el abuelo de sesenta y tres nietos, el dueño de una exitosa cadena de funerarias y un dedicado obispo en su iglesia en Beverly Hills. Pero, además, Solomon Burke es el último padre vivo del soul, y acaba de sacar un disco que parece bajado del cielo.

 Por Rodrigo Fresán


“Cómo me gustaría ser negro” y “I Wanna Be Black” cantan Charly García y Lou Reed en dos canciones distintas que tratan sobre exactamente lo mismo. Ya se sabe: ser negro en lo que a música se refiere equivale a ser dueño de un sentido impecable y gozoso del ritmo, a tener todo el cuerpo y la garganta poseídos por esa alma que se las arregla para divertirse como si se tratara del mismísimo demonio. Soul, le dicen. Y no son tiempos fáciles para el soul. Desde que dos balas se llevaron a Sam Cooke y a Marvin Gaye, desde que se cayó el avión que llevaba a Otis Reding, la cosa no está fácil. Los más entusiastas –los apólogos de lo novedoso– señalan a Alicia Keys como la perfecta reemplazante para Aretha Franklin. No sé, puede ser, pero, ¿dónde están los nuevos Wilson Pickett y Al Green y Curtis Mayfield? Vivimos castigados por una tormenta de rap tonto y girl bands de piernas larguísimas y nombres rarísimos, donde James Brown es poco más que el dibujo animado de sí mismo. Una Sodoma y Gomorra de R & S, donde ya no importan las canciones y lo único a lo que se le presta atención es a los ruiditos de las cajas de ritmos y a los loops y a los samplings. Así sufrimos y rezamos por las noches y rogamos por que llegue un cambio y, por fin, los cielos se abren y desde ahí arriba brota esa voz profunda, ese fraseo único, esa forma única de acariciar una canción ajena hasta hacerla propia. “Don’t Give Up On Me”, ruega y ordena esa voz. “No me den por perdido.” Y nosotros, en éxtasis, agradecidos por el reencuentro, caemos de rodillas y damos gracias a Solomon Burke por la existencia de Solomon Burke.

GLORIA, GLORIA
Don’t Give Up On Me es el título y el primer track del flamante compact que nos trae de vuelta a Solomon Burke. Bienvenido y gracias por regresar. Once canciones que –emulando el eco de operación de rescate y aggiornamiento de gente como Roy Orbison y Johnny Cash– se ordenan para elevar todavía más a una leyenda con la ayudita más que considerable de varias otras leyendas. Y es que el nuevo trabajo de Burke –luego de varios, demasiados años de álbumes irregulares y dispersos– cuenta con colaboración de luxe. Canciones escritas a medida o jamás grabadas por sus dueños con firmas como Van Morrison, Tom Waits, Brian Wilson, Elvis Costello, Bob Dylan, Nick Lowe, Joe Henry (quien además produce) y la perfecta y añeja puntería de veteranos de la composición almera como los dream teams de Penn & Whitset & Lindsey y Mann & Weil & Russell abriendo y cerrando el asunto junto a la perfecta coda que aporta el ilustrísimo desconocido y, en palabras de Burke, “amigo enmascarado de la familia” Pick Purnell, quien, vaya uno a saber, tal vez sea el alias bajo el que se esconde algún otro prócer. O el mismísimo Burke. Tendría sentido (pero no hay espacio) describir todas y cada una de las ofrendas de Don’t Give Up On Me, grabado live en el estudio a lo largo de cuatro “días salvajes” para el sello de prestige Fat Possum. Alcanza con decir que –más allá de la variedad privilegiada de su ADN– el compact se escucha como un organismo perfectamente balanceado, donde todos brillan igual y mucho, y cuesta por momentos reconocer al estilo de este o aquel compositor a no ser por ciertos guiños en la voz de Burke o en la improvisación de un verso donde se agradece al remitente. Tres o cuatro tomas para cada tema hasta conseguir una maduración perfecta. Climas y estilos diferentes –que van del soleado doo-wop al blues más rancio– y que se funden en las cuerdas vocales de Burke como manteca sobre maíz, y que se convierten, sin necesidad de espera alguna, en standards atemporales. Himnos como ya lo son “Cry to me”, “Got to Get you Off my Mind”, “Everybody Needs Somebody to Love” (préstamo de Pickett que terminó costándole caro: la versión de Burke le ganó por varios cuerpos al original de su autor con la que competía en febrero del ‘67) o su himno de batalla “Tonight’s the Night”. Uno de esos compacts que te ponen de unreverencial buen humor y que, en los tiempos que corren y que se arrastran, es más que una buena inversión: Burke más todos sus amigos y fans por el precio de un solo hombre que no se vendió nunca.

ALELUYA
Solomon Burke nació en marzo de 1940 y en marzo del 2001 fue integrado a las celestiales huestes para conformar el Rock and Roll Hall of Fame. Entre un marzo y otro, Burke no demoró en ser “El Predicadorcito Maravilla” cuando enloquecía a los feligreses de su iglesia con spirituals y un primer e inolvidable sermón a la tierna edad de siete años en el Solomon’s Temple que le fundó su abuela en Philadelphia; “El Obispo del Soul”; “El mejor soul-singer de todos los tiempos”, según el legendario productor de la Atlantic, Jerry Wexler; el “Rey del Rock and Soul”; “El Padrino de Todos los Padrinos”; el tipo que grabó treinta y dos singles clásicos y todavía vigentes que mantuvieron a flote durante varios años a su discográfica; el “King Solomon”; el compañero de juergas de Sam Cooke; el estratega que en 1968 armó el primer super grupo soul, el Soul Clan, junto Don Covay, Ben E. King, Arthur Conley & Joe Tex; el compositor que escribió una canción en coautoría con el boxeador Joe Louis; el orgulloso padre de veintiún hijos, abuelo de sesenta y tres nietos, dueño de una exitosa cadena de funerarias y dedicado obispo de su iglesia en Beverly Hills; el excéntrico gigante que sube a cantar con una capa de armiño y que en la portada de Don’t Give Up On Me luce como consumado gangsta de películas como Shaft o Superfly. El próximo noviembre, Burke abrirá la noche en algunas fechas de la gira 40 Licks de los Rolling Stones, quienes alguna vez lo versionaron. Ir, mirar, oír, y apenas ese paliducho de boca grande empiece con eso de que no puede conseguir satisfacción alguna, dar media vuelta y volver a casa. Satisfechos. Muy satisfechos.

AMÉN
En su libro Sweet Soul Music, el especialista Peter Guralnick se pregunta: “¿Quién es el mejor cantante de soul de todos los tiempos?”, y se responde: “Solomon Burke, con una banda que le haga justicia a su voz”. Hecho. La idea de Joe Henry –songwriter inteligente, pariente político de Madonna y co-autor de su “Don’t Tell”, el gran hit de Music– era que el retorno de Burke sonara “como una mezcla del Nightbeat de Sam Cooke y el Music from the Big Pink de The Band”. Así, un seleccionado de sesionistas potenciados por los coros de los Blind Boys of Alabama, la guitarra de Daniel Lanois y lo más importante de todo: las temperamentales ráfagas –a veces una caricia, a veces una bofetada a las teclas– del organista ciego Rudy Copeland. Así, negro y blanco, ancestral y moderno, libre de truquitos electrónicos y con esa atmósfera entre eléctrica y unplugged tan parecida a lo que se siente al caminar por un campo justo antes de que se venga encima la madre de todas las tormentas y llueva por cuarenta días y cuarenta noches. Pocos músicos, poco ruido, mucho clima, algún que otro solo, el órgano ya mencionado como estructura donde apoyar todas las vigas de la iglesia y, por encima de todo y de todos, esa voz de ese hombre que le advirtió a Joe Henry que “me voy a romper el culo cantando”. El siguiente paso fue pedirles canciones a fans reconocidos de Burke. No hubo problema (Van Morrison, irlandés cretino, traicionó ligeramente al proyecto cuando incluyó sus dos regalos, “Fast Train” y “Only a Dream”, en su recién aparecido Down the Road) y hubo para elegir y Burke se inclinó por aquellas en las que podía “conectar con la historia; yo sólo grabo canciones que tengan algo que ver conmigo porque, una vez que las canto, ya son parte de mi vida. Grabar una canción de otro es como adoptar un hijo: al final, casi enseguida, acaba siendo hijo tuyo y nada más que tuyo”.
Y tiene razón y Don’t Give Up On Me –inmediatamente comparable a las joyas de la corona de Atlantic o Stax, sonando igual de bueno en un Wincoo en uno de esos nuevos equipos plateados y terminators y llenos de lucecitas parpadeantes– es más que buena prueba de ello.
“La verdad es que quedó muy bien”, dice el sabio Burke.
Nunca, nunca, nunca dudes de lo que dice alguien que se llama Solomon.

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