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Domingo, 29 de septiembre de 2002

El mundo al desnudo

El 3 de octubre, en el marco del Festival Docbsas 2002, parte de la obra de tres de los mejores documentalistas contemporáneos desembarcará por primera vez en Buenos Aires. En los antípodas del dogmatismo, el voluntarismo político y la candidez estética que sofocaron largamente al género, Raymond Depardon, Alexander Sokurov y Johan Van der Keuken rechazan también la idea de la sociedad como simulacro generalizado y postulan que el mundo sigue estando ahí, duro, obstinado y problemático; en una palabra: real. Entre el diario de viaje y la antropología urbana,
la autobiografía y la reflexión política, el trabajo de la memoria y el descubrimiento de universos nuevos, estos films
libres y radicales prueban que las pantallas no sirven sólo para encubrir el mundo, sino también para revelarlo.

 Por Horacio Bernades


¿Vuelve lo real? Si un fenómeno sobresale en estos primeros años del siglo XXI –a contramano de las profecías de la ciencia ficción, la tecnología y las ciencias de la información– no es tanto la larga y definitiva sumersión de la contemporaneidad en las pantallas y monitores de lo virtual, como el inesperado, abrupto regreso de lo real, que pugna por entrar otra vez por la ventana del baño. Quizá porque aquello que solemos llamar “realidad” se presenta hoy más mediado que nunca, recubierto de capas y capas de información –comentado, releído e interpretado hasta la extenuación–, la humanidad en pleno parecería deseosa de redescubrir, detrás de lo real-mediado, lo real-real, si es que acaso algo así existe.
El 11 de setiembre de 2001, el mundo cayó en la cuenta de que lo siguen rigiendo las leyes físicas, incluida la de gravedad. Los movimientos antiglobalización, Seattle, Porto Alegre y las movilizaciones antiBerlusconi (encabezadas, nada casualmente, por Nanni Moretti, cuyas películas siempre se ocuparon de trabajar la tensión entre ficción y realidad) prueban que, a la hora de ejercer poder, las multitudes siguen eligiendo las calles, aunque bajen a ellas a través de redes de mails. Guerras planetarias, grandes hambrunas, malditas policías y ejecuciones sumarias, excluidos del sistema, inmigrantes rechazados, trabajadores que pierden sus empleos como consecuencia del Gran Ajuste Universal, piquetes y cortes de ruta: son los cuerpos –por mucho que la televisión quiera apropiárselos y virtualizarlos– los que siguen librando las batallas de la humanidad.
Es precisamente con esos cuerpos particulares –esas realidades infinitas– con los que el documental contemporáneo se trenza en una relación complicada, que nunca excluye del todo la ficción. Gracias al retorno de lo real, el cine sale de un encierro de décadas y se asume otra vez como “ventana abierta al mundo”. Así lo quería el teórico francés André Bazin, que medio siglo atrás imaginó el cine como puente de oro entre los hombres y aquello que los rodea. Claro que el realismo que propugnaba Bazin, el que de veras importa, no persigue lo real con voluntad de copista, ni cree que la única verdad sea la realidad. Por el contrario, entabla con ella un diálogo hecho de mutuas desconfianzas, de manipulaciones inevitables y de juegos de espejos, y dirige la mirada sobre el fragmento y la particularidad, incluso sobre el yo que mira.


Partes del todo
Hay varias cosas que el documental ya no es más. Materia filmada que quiere pasar por registro impersonal y objetivo de una realidad autónoma, por ejemplo: una ilusión que noticieros y documentales televisivos siguen empeñándose en prolongar. El documental también ha dejado de ser instrumento de propaganda o demostración, tesis sobre lo real de la que el realizador-predicador aspiraría a convencer a un núcleo de parroquianos, discurso de barricada para públicos cautivos. Hace rato que la realidad se fragmentó hasta la atomización, cerrando el camino a todo intento de explicación totalizadora. El documentalista contemporáneo busca echar luz sobre los objetos parciales, la pequeña partícula de realidad que se ofrece a su experiencia. Partículas que el panóptico televisivo se niega a captar, por estimarlas refractarias al consenso y a su menú de consumo de imágenes.
Como lo hace del otro lado del Atlántico el bostoniano Frederic Wiseman, el francés Raymond Depardon penetra en sus películas en círculos cerrados, hechos de rituales de clausura, y los observa desde un lugar de testigo, lo que permite que el espectador asista por primera vez a esas ceremonias privadas: el mundo de la prensa en Numéro zéro, el de los fotógrafos de agencia en Reporters, el de una comisaría de barrio en Faits divers, el de un hospital psiquiátrico en Urgences, el de los tribunales en Délits flagrants, el de los campesinos en Profils paysans. Un camino análogo alque siguieron los argentinos Carmen Guarini y Marcelo Céspedes al echar luz sobre el día a día de la sección policiales del diario Crónica (en Tinta roja) y, más recientemente, en la aún inédita H.I.J.O.S., el alma en dos, sobre la cotidianidad de la asociación que agrupa a los hijos de desaparecidos. En Dársena Sur, Pablo Reyero pasó meses conviviendo con los vecinos de Dock Sud, en busca de una respuesta para la pregunta: “¿Cómo es vivir en una de las zonas más poluidas del planeta?”
Fragmentos de lo real: puede tratarse del caso-tipo que permite ver cómo funciona todo un sistema económico (la táctica de la relocalización fabril para explotar mano de obra barata, a cargo de la firma Levi’s, en Ouvrières du monde; las negociaciones del FMI y el Banco Mundial con un país subdesarrollado en Nuestros amigos de la Banca); el personaje que se elige, de modo más o menos azaroso, para narrar el arco entero de una historia desde una perspectiva parcial (Blind Spot, la secretaria de Hitler; Montoneros, una historia, del argentino Andrés Di Tella); el fenómeno particular que se revela altamente representativo (Ciudad de María, de Enrique Bellande, donde a partir de unas presuntas apariciones de la virgen se devela la mutación económica de toda una comunidad, que pasa de la industria pesada a la industria religiosa). El documentalista contemporáneo se vincula con aquello que le es más próximo, sin siquiera observar uno de los mayores tabúes en la historia del género: la prohibición del yo y la propia subjetividad.

Cine de fusión
De la infracción de ese tabú nacen dos de los desarrollos más marcados del género en la actualidad: el documental en primera persona y el cine-diario. Johan van der Keuken se aboca a la anatomía urbana en Amsterdam Global Village y pone en escena su condición de enfermo terminal en Vacaciones prolongadas (ver recuadro). Alexandr Sokurov va en busca del recuerdo de Andrei Tarkovski en Elegía de Moscú. Michael Moore narra su intento de encarar al mandamás de la General Motors en Roger and Me, Robert Kramer filma su travesía a través de Estados Unidos en Ruta Uno, USA, y Andrés Di Tella incursiona en la historia de su propia familia en la inédita La televisión y yo.
El otro tabú que el documental contemporáneo violó hace rato –en paralelo con los avances del Nuevo Periodismo– es la idea de que el género tiene prohibidos los recursos de la ficción. El documentalista moderno convierte a aquellos a los que filma en verdaderos personajes dramáticos; los pone en escena, los singulariza mediante el encuadre, la iluminación y el montaje y –como si fueran actores– puede incluso ensayar las escenas con ellos. Puede usar actores profesionales sin hacerlo explícito –como hace el propio Robert Kramer en Ruta Uno, USA–, o seres reales que “actúan” su propia historia, como en La noche del golpe de estado, donde Otelo Saraiva de Carvalho, líder de la “Revolución de los Claveles” de los años ‘70 en Portugal, “interpreta” lo que ocurrió ese día en un escenario montado ad hoc. En el paisaje contemporáneo, esta ficcionalización del documental converge en el fenómeno contrario, la documentalización de la ficción, una línea que va de las películas del iraní Abbas Kiarostami a las de los argentinos Pablo Trapero o Adrián Caetano. ¿Alguna vez tuvo el espectador argentino la posibilidad de inmiscuirse en el cuerpo policial como le permite hacerlo ahora una película como El bonaerense?
La mutua contaminación entre documental y ficción depara películas en las que ambos géneros resultan indiscernibles. ¿Cómo arriesgarse a decidir a cuál de los dos territorios pertenecen Primer plano (Kiarostami), Caro diario y Aprile (Moretti), La libertad (Lisandro Alonso) o Balnearios? Otro tanto ocurre con los intercambios entre el documental y el ensayo, dos registros que tienden a mezclarse en varias películas recientes de Godard (Historia(s) del cine, por ejemplo), casi todas las de EdgardoCozarinsky y muchas de Sokurov, cuya impronta poética, por otra parte, problematiza aún más cualquier intento de categorización. En verdad, la aspiración de todo buen documental no es tanto retratar la realidad -tarea que bien puede delegarse en el noticiero televisivo– como encontrar una verdad, no importa de qué orden sea. Pero tal vez ésa sea, en rigor, la más alta aspiración del cine en general. “Ficcionalizo para llegar a una verdad”, dijo alguna vez Van der Keuken. De la rígida delimitación de territorios y fronteras, materiales y herramientas, alcances y objetivos, deberían ocuparse los topógrafos y los ingenieros civiles. Para los que aman el cine, el panorama contemporáneo ofrece pocas cosas más vivificantes que esta red de incertidumbres, tanteos y conjeturas donde la verdad suele aparecer sobre la marcha, irrumpiendo allí donde menos se la espera.

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