Domingo, 26 de agosto de 2007 | Hoy
HALLAZGOS > SE PUBLICA EL ROLLO ORIGINAL DE EN EL CAMINO
Se dijo tanto que parecía imposible que la realidad alguna vez alcanzara al mito: Jack Kerouac concibió En el camino con un estilo y un método de escritura que pudiera simular lo más posible la velocidad del relato de ruta, drogas, alcohol y pulsión vital de su novela. Así, la tipeó en un rollo de papel ininterrumpido de casi cuarenta metros. Pero la editorial Viking rechazó el original y el mundo conoció una versión editada, cortada y purgada. Ahora, justo cuando el libro cumple 50 años, la misma editorial se redime publicando el texto en su formato original. Joyce Johnson, amiga, novia y amante de Kerouac por aquellos años, cuenta la historia completa.
Por Joyce Johnson
Fue mi destino extraño estar con Jack Kerouac apenas pasada la medianoche del 5 de septiembre de 1957, en el momento exacto en que terminó de leer la histórica reseña de En el camino de Gilbert Millstein para el New York Times, que lo transformó de inmediato en el “avatar” de la Generación Beat y predecía que el libro sería tan importante como Fiesta de Hemingway. Estábamos parados en el kiosco 24 horas de la 66 y Broadway y Jack me miró y dijo, dudando, sin alegría: “Es buena, ¿no?”. Y yo, una aspirante a novelista de 21 años, tuve que asegurarle a ese escritor de 35 años que era muy buena, el tipo de reseña que todo escritor sueña con conseguir.
Siempre me intrigó esa reacción rara y vacía de Jack. En ese momento, pensé que seguramente estaba cansado –hacía unas horas que acababa de aparecer por mi departamento después de un viaje de dos días desde Orlando, Florida, para el que había tenido que prestarle treinta dólares, para los pasajes–. Con los años, me pregunté si no tuvo un presentimiento de que la atención que iba a recibir iba a ser su caída. Pero ahora, cincuenta años después, habiendo leído con mucha atención On the Road: The Original Scroll, finalmente transcripto palabra por palabra del rollo de papel en el que Jack escribió en 1951, noto algo más sobre por qué Jack no pudo disfrutar su momento de triunfo. En secreto, debe haber tenido vergüenza de hacerse notar con un libro comprometido por tantos cambios, grandes y pequeños, que le forzaron a hacer o aceptar, un libro que terminó viendo como un precalentamiento para los mucho más salvajes que le siguieron.
Nadie supo nunca cuán demandante era, un perfeccionista loco con una estética que pocos entenderían. Como amante y como amigo no se podía contar con Jack porque sus sentimientos cambiaban tanto como sus estados de ánimo, pero como artista tenía el corazón puro.
En la noche de enero de 1957 en que nos conocimos, escuché hablar del rollo casero de Jack, de cómo lo había usado para crear una nueva manera de escribir (“prosodia bop espontánea”, la llamaría después Allen Ginsberg) que le permitió completar el libro en veinte días sin parar para poner otra hoja en la máquina de escribir y sin corregir más que alguna palabra. “Lo que se piensa primero se piensa mejor”, me dijo una vez con severidad, cuando le conté que yo revisaba constantemente. Como para hacerme entender, sacaba mis hojas descartadas del papelero y usaba la parte de atrás para escribir.
En el huracán mediático que disparó la reseña del Times se habló mucho del rollo. Enseguida se transformó en un elemento importante de la historia del libro y, con los años y con el rollo fuera de la vista del público, fue creciendo la impresión de que los editores habían violentado este clásico salvaje, que la versión del rollo era mucho más experimental que la impresa en el libro, hasta escrita de una manera tan radicalmente diferente que no había ninguna puntuación. Algunos creían que el rollo contenía mensajes y revelaciones luego suprimidas. “Es triste que nunca fuera publicado en su forma original”, se lamentó Allen Ginsberg en el Village Voice, ya en 1958, “sino que haya sido tajeado y puntuado y roto –sus ritmos y fraseos rotos– por críticos literarios presumidos en editoriales. La loca versión original es mayor que la versión publicada, el manuscrito todavía existe y algún día cuando todos estén muertos será publicado como realmente es”. Cuando la popularidad de Jack comenzó a declinar y a medida que los críticos de mentalidad tradicional, que veían mal todo lo espontáneo, seguían rehusándose a reconocerlo como el artista consciente que era, él mantuvo como desafío el mito del rollo, tomando distancia del libro sobre el que tenían sentimientos tan ambiguos.
Hace seis años fui a Christie’s a ver cómo se remataba, para pagar impuestos, lo que ya era el manuscrito más famoso del mundo. Habían desenrollado los primeros siete metros. De bordes quebradizos, amarillento, de aspecto antiguo, con intrigantes anotaciones en lápiz aquí y allá que indicaban algún pensamiento urgente, el río de prosa tipeado a un espacio yacía bajo un cristal en una caja larga que me hizo pensar en un ataúd. En el salón atestado, alguien murmuró reverente: “Parecen los rollos del Mar Muerto”. Entre los que desfilaban como para dar el pésame había peregrinos de Kerouac de todo el país y pioneros en el estudio de los Beats, cuyo interés en el manuscrito jamás estudiado era profundo. Existía la posibilidad de que ésta fuera la última vez que pudieran verlo antes de que desapareciera en alguna colección privada con todos sus secretos intactos. La mayoría sentía que el rollo realmente debía estar en la Colección Berg de la Biblioteca de Nueva York, con buena parte de los otros papeles del archivo Kerouac. Después de todo, era una parte de la historia cultural de Nueva York: Kerouac lo había tipeado en un departamento sin ascensor de Chelsea.
Entre los que se habían preparado para comprar el rollo estaba el librero anticuario Glenn Horowitz, que había manejado con extraordinario éxito otros materiales de los Beats. Actuaba representando a un cliente, al que discretamente describía como “una persona famosa con una reputación internacional”, y que lo había autorizado a ofrecer hasta 1.200.000 dólares. Horowitz miraba por todo el salón, buscando potenciales rivales, y terminó enfocado en un hombre de bigotes y traje a rayas anchas. No había razón alguna para que el librero pensara que el hombre de traje quería comprar el rollo, aunque estuviera acompañado por el biógrafo presidencial Douglas Brinkley, que pocos años antes se había transformado en el primer biógrafo oficial de Kerouac.
El lote 307 salió tan rápido que el rematador, Chris Coover, dijo que pareció un sueño. El hombre del traje a rayas hizo la oferta record de 2.430.000 dólares y más tarde dijo que hubiera pagado todavía más.
Era James Irsay, dueño de una guitarra de Elvis Presley y del equipo de los Indianápolis Colts, que había terminado en el remate por consejo del periodista gonzo Hunter S. Thompson, que le había dicho que el rollo era muy importante. “Yo sólo quiero conservarlo en este país, que no salga de EE.UU.”, le explicó Irsay a la banda de periodistas que lo esperaba afuera, mientras Brinkley sonreía porque tenía prometido leer el rollo.
A la semana apareció en cada diario del país la foto de Irsay con el pecho envuelto por algún metro del frágil icono americano. Pese a la foto, Irsay cumplió lo prometido en la subasta. En noviembre, el rollo será exhibido en el pueblo natal de Jack, Lowell, Massachusetts, y luego irá a la Biblioteca de Nueva York para una exhibición por los cincuenta años de En el camino. Desde 2004, el manuscrito recorre el país en un tour de exhibiciones financiado en parte por Irsay, en las manos expertas de James Canary, un especialista en preservación de papel, que llevó hasta a Roma. En un par de estas paradas se desenrollaron casi cuarenta metros, un proceso que tomó una semana, en una caja especial de plexiglass.
La vida del rollo fue una montaña rusa desde su misma creación. El primero en verlo fue probablemente el editor Robert Giroux. El 22 de abril de 1951, hacia el mediodía, estaba en su oficina de Harcourt Brace, en Manhattan, cuando Jack lo llamó para decirle que había terminado su nuevo libro y quería llevárselo enseguida. Pasados los noventa años, a Giroux todavía le duele recordar lo que pasó entonces. Pocos minutos después, tenía al escritor de 29 años parado junto a la puerta sosteniendo lo que parecía un rollo de papel de envolver. “Estaba en un estado de excitación, riéndose”, me contó Giroux. “Yo era tan tonto que no me di cuenta de que estaba borracho o drogado.”
Jack siempre juró que había escrito En el camino a fuerza de café –“nada es mejor para activar la mente”–. Lo más probable es que no hubiera dormido por dos días para la sentada final de 15.000 palabras. Tenía derecho a darse un saque o emborracharse tras completar el libro que lo había preocupado por tanto tiempo y por la asombrosa música elegíaca del último párrafo.
Jack desenrolló el manuscrito y “lo empezó a tirar por toda la oficina como si fuera una enorme serpentina”. Giroux recuerda que le dijo: “¡Aquí está! ¡Escrito por el Espíritu Santo!”.
Jack realmente esperaba que Giroux compartiera su entusiasmo. Admiraba al editor de 37 años que acababa de publicarle su primera novela, El pueblo y la ciudad. Y Jack siempre les daba mucha importancia a las afinidades, por lo que el hecho de que Giroux fuera medio francocanadiense y de familia católica le hacía sentir que tenía una relación especial. Jack había nacido pobre en el enclave de habla francesa de Lowell y una beca deportiva lo había llevado a Columbia, en Nueva York, disparándolo a un ambiente de “intelectuales reventados” con los que nunca se había sentido cómodo. Giroux le había presentado a Carl Sandburg y lo había llevado a fiestas elegantes y a la ópera, con smokings alquilados. Giroux hasta se había animado a hacer dedo con Jack en Denver y había conocido a los personajes salvajes de su nueva novela.
Pero ahora Giroux miraba azorado los metros de manuscrito sobre su escritorio y el piso de su oficina, y le decía a Jack que ningún editor o imprentero podía trabajar con un original semejante. “El celebraba –me dijo Giroux arrepentido– y yo le rezongaba en vez de invitarlo un trago para celebrar.”
Jack se enfureció y le gritó que tenía que aceptar el libro como era o dejarlo. “¿Me estás diciendo que no podés publicar esto?” Después de insultar a Giroux, enrolló el libro y se fue. Para Jack el rollo bien podía ser un objeto sagrado e inalterable, como si un ser exterior le hubiera dictado sus 120.000 palabras.
Giroux hizo de todo para encontrar a Jack y convencerlo de traer de vuelta el manuscrito. Hasta estaba dispuesto a cortarlo en hojas si Jack no quería volver a tipearlo. Hasta trató de que la madre de Jack mediara. Al final, le mandó un telegrama. Recibió una breve nota de Jack: “Ofendiste al Espíritu Santo. Adiós”.
En el camino no nació de un rayo de inspiración. El Archivo Kerouac de la Colección Berg contiene tres años y medio de ficción descartada. La idea de escribir una “picaresca ambientada en América” sobre dos muchachos que hacen dedo a California –“adonde no hay nada”– y de vuelta le rondaba a Jack desde octubre de 1947. Según Isaac Gewirtz, curador del archivo, las primeras versiones eran tan ambiciosas y tan cargadas de simbolismo que “las versiones se caían por su propio peso”. Me resultó asombroso descubrir que su primera intención fue que la novela fuera una saga familiar del oeste sobre los nietos de un hombre que hizo su fortuna en el salvaje oeste. Parecía como una remake de Al este del paraíso en versión Dostoievsky. Los dos muchachos gradualmente se transformaron en medio hermanos por parte de madre que competían por el amor de la misma chica. El novelista John Clelon Homes, amigo de toda la vida, dijo que la prosa de una de las versiones era “a la Melville”. Realmente, “fue un aprendizaje muy duro”, dijo Gerwirtz, pero a medida “que se va acercando 1951 se encuentran fragmentos en una nueva primera persona y páginas enteras que luego aparecen en el rollo”.
La inspiración para En el camino llegó cuando Neal Cassady entró en la vida de Jack al abrirle desnudo la puerta de un departamento en East Harlem a principios de 1947, cuando todavía estaba trabajando en El pueblo y la ciudad. Unos meses después Jack se fue a dedo hasta Denver para conocer mejor a ese “pibe carcelario envuelto en un misterio”, que acababa de salir del reformatorio y había capturado su atención como nadie y que pronto sería como un hermano reencontrado, una versión de sí mismo más eléctrica y extrovertida. Allen Ginsberg, que también se obsesionó enseguida con Cassady, lo describió años después como “un joven y brillante canchero de pool, que más o menos quedó huérfano a los trece y se había leído todo Kant y un montón de filosofía en la biblioteca pública de Denver”. Ginsberg y Cassady fueron amantes, pero ese lado de la relación de sus personajes fue borrada de la versión publicada.
Jack se debe haber dado cuenta enseguida de que Neal era un personaje más fantástico que cualquier cosa que se pudiera inventar pero por mucho tiempo no se animó a retratar directamente su relación, aunque hay elementos de Neal y Jack en los dos medio hermanos que le dieron tanto trabajo.
En los siguientes tres años, continuaron las aventuras a dedo de Jack y sus épicos viajes transcontinentales con Neal, y ambos se escribían constantemente cuando no se veían, contándose los eventos de sus vidas frenéticas y sus pensamientos más íntimos. Neal era un narrador natural, su estilo verbal era barroco y saltaba locamente de pensamiento en pensamiento, de las pomposas declaraciones literarias del autodidacta al lunfardo de la calle más pesada, pero siempre hubo algo arrítmico y rígido en lo que escribía. Como escritor, Neal no se tenía confianza aunque Jack le decía –y se lo creía– que había en él un genio latente, sobre todo después que leyó en diciembre de 1950 las cuarenta páginas de su “Carta sobre Joan Anderson”, el relato de uno de tantos asuntos en el que no dejó ningún detalle afuera.
“Claro que lo escribiste demasiado rápido y podés arreglarlo más tarde”, le contestó Jack de inmediato. “No subestimes tus pensamientos del pool, tus minuciosos detalles sobre calles, citas, cuartos de hotel, bares, tamaños de ventanas, olores, alturas de árboles.” Para el día siguiente había decidido mandarle a Neal una “confesión plena” de su vida en la que dio a luz, evocando el día en que había nacido, a la música inconfundible de su voz madura, la que uno encuentra en Dr. Sax y en las novelas que siguieron a En el camino. “La voz es todo”, le había escrito antes Jack a Neal. Pronto le mandaría dos entregas más de su vida en esa voz recién descubierta.
En otras cartas a Neal, Jack juraba haber “renunciado a la ficción y al miedo”. Lo del miedo puede tener que ver con la creciente tentación de poner al Neal de la vida real en su ficción. Pero, ¿cómo apropiarse de la persona de Neal luego de urgirlo a escribir su propia vida?
Por entonces Jack estaba viviendo en el departamento de su madre en Queens con su flamante y ya insatisfecha novia de veinte años, Joan Haverty. Acababan de mudarse del loft en Chelsea donde Joan había vivido por un tiempo con Bill Cannastra, una brillante alma perdida con el tipo de energía maníaca que siempre atraía a Jack. Cannastra daba fiestas notorias en las que bailaba con música de Bach sobre vidrios rotos. Acababa de morir decapitado al sacar la cabeza por la ventanilla del subte. Fue en un armario del departamento de Cannastra que Jack encontró rollos de papel de calco, del que usaban los arquitectos, que luego usaría para fabricar su rollo. Se había llevado el papel a lo de su madre, como si ya supiera para qué lo iba a usar. En algún momento, usando una regla y tijera, lo había recortado para que pasara por el rodillo de la máquina de escribir.
A principios de 1951 Jack y Joan se mudaron de vuelta a Chelsea, donde se conseguían departamentos baratos. Una corta visita de Neal le dio el final para la novela que estaba por empezar. Otra visita fue Holmes, que traía el manuscrito de una novela en clave que acababa de terminar e incluía a toda la banda de Jack, Ginsberg, Cassady y el mismo Jack inclusive. Usando un término que Jack había inventado, Holmes los definía como la Generación Beat.
Nadie iba a ser más leal o entender mejor su trabajo que Holmes, pero Jack, cuando yo lo conocía, todavía no le había perdonando meterse en su territorio. Enojado porque su colega más joven lo había pasado, y empujado por Joan que –probablemente ya harta– le decía que se dejara de dar vueltas y escribiera exactamente lo que había vivido con Neal, Jack se libró de sus inhibiciones y puso el rollo en la máquina de escribir en la noche del dos de abril, decidido a escupir una nueva versión en lo que más tarde definió como “un estilo de oraciones cortas” influido por William Burroughs y Dashiell Hammett. A la mañana, Joan encontró las ropas de Jack tiradas alrededor de la máquina de escribir, todas transpiradas.
Los que quieran dedicarse a la escritura espontánea tienen que ser advertidos de que Jack tenía una memoria fenomenal, casi eidética, que contribuyó mucho al ritmo de 6000 palabras por día que logró y hasta fue aumentando a lo largo de veinte días, que también refrescaba esa memoria con sus cuadernos de notas y con cartas, y que incorporó partes de sus borradores descartados, que ya se sabía de memoria. En este proceso encontró una voz y un ritmo que evocaban perfectamente el despliegue frenético de la experiencia de dos chicos aparentemente sin rumbo que buscan “aprender el tiempo” cargando cada momento con la mayor intensidad eléctrica posible. Sus frases cortas muy a menudo le abren paso a largas oraciones de gran lirismo. “Anduvo rápido”, le escribió triunfal a Neal, “porque el camino es rápido”.
Para mayo, Jack estaba haciendo lo que le había jurado a Giroux que nunca haría: retipear el libro en hojas convencionales y a doble espacio, quebrando con puntos y apartes el monumental párrafo original. De visita por esa época, Holmes lo encontró lleno de benzedrina, tipeando y revisando sobre la marcha.
El furioso ritmo de trabajo se debe de haber interrumpido para romper con su novia de seis meses, dejándola abandonada con un embarazo que resultó en una nena que él siempre se negó a reconocer que fuera suya. Se mudó a lo de su amigo Lucien Carr, un vecino. Las últimas hojas del rollo fueron masticadas por Potchky, el perro de Carr, y hubo que reconstruirlas. En junio, Jack le mandó el original retipeado a Giroux, que esta vez lo leyó y vio claramente que no había manera de que Harcourt Brace publicara eso. Giroux cuenta que vio “problemas” y que sabía que no iba a convencer a Jack de arreglarlos, “tanto lo conocía”. Esto suspendió por años su amistad.
Poco después, Jack terminó en el hospital con coágulos en las piernas.
Holmes vendió su novela en clave rápidamente y recibió veinte mil dólares por los derechos de la edición en paperback. Jack no tuvo tanta suerte con En el camino. En los años siguientes, agentes y amigos –Allen Ginsberg incluido– lo hicieron circular, pero Jack ya había perdido interés en el tema antes de fin de año y estaba reciclando el título para un libro mucho más salvaje sobre Neal, que se publicó recién en 1972, tres años después de su muerte, como Visiones de Cody. (Ya una señora, yo misma lo edité.) En Visiones de Cody, Jack quiebra por completo con toda tradición literaria. “El sketch –decía entonces– es la única manera de escribir.”
“Purificá tu mente y que chorreen las palabras... y pegalas sin vergüenza, así y asá...” le escribió a Ginsberg. Pero eso de “así y asá” omite la explicación de la brillantez de Visiones de Cody, la peculiar alquimia con que la mente de Jack procesó observaciones y memorias en un una corriente extática de lenguaje. Holmes dijo que él “tenía más talento puro y simple que nadie que haya conocido. No había momento, sobrio o borracho, en que no tuviera esos fantásticos saltos asociativos, vuelos de la imaginación, puñaladas metafísicas”.
Jack siempre consideró que su mejor libro era Visiones de Cody. John Tytell lo considera la obra maestra de la escritura experimental, una extraordinaria “mezcla de elegía y ebullición”, un subvaluado Ulises norteamericano, opinión compartida por otros. Homes siempre dijo que era una pena que Jack fuera famoso por una obra que no era ni la mitad de buena que las que escribió “cuando toda la cosa espontánea ya se había concretado”. Ann Charters, su primera biógrafa y editora de dos invaluables tomos de su correspondencia, piensa lo contrario, que su mejor momento fue el más tradicional En el camino: “Jack fue un gran narrador. Podía escribir una frase convencional tan bien como Picasso podía hacer un dibujo convencional. Un don que luego abandonó”.
Con persistencia heroica, Jack siguió experimentando, produjo otros nueve libros en cinco años y siguió coleccionando rechazos de editoriales. Básicamente un sin techo para cuando la mayoría de sus amigos Beat, hasta Cassady y Ginsberg, comenzaban a asentarse a su manera, iba y venía con creciente desesperación de costa a costa y a México. Con sus libretas en el bolso, dormía donde podía, con descansos tranquilos de comer bien y tipear en Rocky Mount, Carolina del Norte, en casa de su madre y su hermana. Después de la composición frenética del rollo, cada libro fue escrito con un breve e intenso destello de energía creativa, con drogas y moscatel berreta en lugar de café. Cada párrafo era “un poema”, cada oración “una separación respirada de mente”. Después de terminar Los subterráneos en tres días quedó tan pálido y demacrado que no se reconoció en el espejo. Los picos de éxtasis de la escritura eran seguidos por derrumbes en una abulia preocupante. Escribir había terminado por desestabilizarlo. La voz que le había tomado tantos años descubrir se lo estaba comiendo vivo. “Con 32 años, ya estoy cansado de la vida –escribió–, como un viejo sin ojos.” Para John Tytell, “llegó a su pico en 1953. No podía seguir a ese ritmo”.
Para 1953, Malcolm Cowley era el consultor literario emérito de Viking Press y ya no el joven expatriado que compartía cafés parisinos con Hemingway y Fitzgerald y fundaba revistas para la generación perdida. Pero todavía tenía su instinto para las señales del cambio generacional. Un día llevó una caja de la oficina a su casa en Connecticut y desparramó el contenido a lo largo del living. “Y eso, ¿qué carajo es?”, le preguntó su hijo. “Es una novela.”
Lo que Cowley encontró en En el camino fue “la voz de una nueva era”, aunque luego escribió en su informe que “no es un gran libro, ni siquiera uno que me guste demasiado, pero es real, honesto, fascinante, atractivo”. Por desgracia para Jack, Cowley no pudo escribir ese informe hasta el 8 de abril de 1957: le tomó, a él y a su joven colega Tom Guinzberg, cuatro años y dos fragmentos publicados en New World Writing y en The Paris Review para convencer a Guinzberg padre, presidente de Viking, de que firmara un contrato por el libro. Mientras tanto, sin garantías de que Viking lo publicara y, peor, sin ver un centavo, Jack estaba lidiando con las sugerencias editoriales de Cowley y las duras exigencias de los abogados de la editorial.
“Los abogados enloquecieron”, recordó años después Cowley, por la cantidad de posibilidades de demandas por calumnias que abría el texto: había personajes con su nombre real presentados como borrachos o adictos que se portaban vergonzosamente. En una época en que las novelas de Henry Miller todavía estaban prohibidas en EE.UU., Jack escribía sobre promiscuidades extremas, relaciones homosexuales y mujeres jóvenes que de hecho querían y buscaban sexo.
En 1955, en las diez de últimas en lo emocional y financiero, Jack le dijo a Cowley que “estoy de acuerdo con cualquier cambio que quieras hacer”, incluidos los cortes y la reestructuración que quería el editor. “Revisó mucho –admitió Cowley más tarde–, y revisó muy bien.” Fue entonces que cayó un personaje basado en Edie Parker, la primera mujer de Jack, y otro basado en Justin Brierly, el prominente ciudadano de Denver que le había abierto las puertas de la cultura a Neal, quedó reducido a una mera sombra, bautizada ácidamente como Denver D. Doll. El temor a los juicios era tan extremo que Jack, tal vez burlándose de los abogados de Viking, transformó a todas las madres del libro en tías y hasta difuminó la dirección de un burdel en México.
La mayor parte del trabajo fue hecho por una editora muy bien considerada, Helen Taylor, que tenía un modo ácido de escribir memos y fama de tener buen oído para los textos, aunque no era infalible en el tipo de melodía que tocaba Jack. Aunque tuvo la sensibilidad de dejar buena parte del texto intacto, Jack sólo vio el corte final que ella hizo a comienzos de 1957 –acortándolo aun más, rompiendo párrafos largos que deberían haber rodado con libertad y, lo peor, poniendo eufemismo pavos donde había detalles sexuales– cuando ya estaba impreso y encuadernado, porque habían violado su derecho como autor de ver las galeras antes de que se imprimiera.
Cuando Taylor editó Los vagabundos del Dharma en 1958 Jack se ocupó en las galeras –“loco furioso”, como me escribió– de revertir los 4000 cambios que ella había realizado, “hasta la última e innecesaria coma”. Aunque Viking le cobró quinientos dólares por las correcciones, por lo menos pudo vengarse de que Cowley le hubiera rechazado tres novelas aun siendo el autor más comentado del país.
Lo que había pasado era que Jack le había prometido a su madre que le compraría una casa, y en 1957 se dedicó a escribir lo único que le interesaba a Viking, otra novela “de frases cortas”, como En el camino. Borracho hasta la incoherencia, Jack me escribió desde Orlando que Los vagabundos del Dharma era “mejor” que sus libros anteriores, pero sonaba como a punto de estallar de furia.
Aunque pensaban que Jack no tenía mucho futuro, Viking quedó muy satisfecha con Los vagabundos. Taylor escribió que el libro probaba que “Jack es un verdadero escritor y no un chico loco, confuso y pasado en años”.
La edición del rollo que acaba de publicarse parece más joven y más cruda que el libro de 1957. Con los cortes, el libro perdió las transiciones de episodio a episodio y ganó un ritmo cinematográfico. Pero el rollo que nunca se detiene tiene su propia brillantez y magia, aunque hubiera tenido menos lectores. Es lo más cerca que puede llegar un escritor a la misma materialidad del camino. El libro publicado es más rápido que el rollo, pero también más triste. Los cambios que hizo Jack en esos seis años reflejan su creciente preocupación con la mortalidad, que trató de frenar a partir de 1954 con el budismo.
Yo estaba hinchando porque el rollo fuera la mejor versión –tal es el poder del mito– pero no quisiera que se pierda esa voz más profunda que tenía Jack a mediados de los ‘50, o su magistral reescritura de algunos de los párrafos más memorables. No se sabe exactamente cuántos borradores hubo hasta que En el camino llegó a manos de Cowley: Jack nunca lo dijo. Su necesidad de creer en la integridad de su trabajo era tan grande que en junio de 1957, poco antes de ver los cambios hechos por Taylor en la edición ya impresa, le escribió a Homes que se publicaba “casi como yo lo escribí”.
La espléndida edición del rollo que publica Viking es un acto singular de justicia editorial, pero es concebible que algún día se publique un En el camino perfecto, que mantenga las reescrituras que Jack defendía y sacando cada cambio del que luego se arrepintió de haber aceptado. El tendría que haber sido feliz al leer esa reseña del Times. Se la había ganado, palabra por palabra, pero era demasiado tarde para que lo supiera.
“Odio escribir”, les dijo a dos jóvenes poetas de The Paris Review que lo entrevistaron en Lowell en 1968. Pero luego agregó que estaba escribiendo 8000 palabras por día.
Traducción: Sergio Kiernan.
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