MITOLOGíAS
Hannibal y yo
Lecter vuelve. El éxito de Hannibal abrió la puerta para un retorno triunfal del asesino serial más querido del mundo, y Anthony Hopkins aprovechó. Cosa de poder sacar la trilogía completa con él como único caníbal, Dragón rojo es la remake de aquella película dirigida por Michael Mann en 1986 en la que Brian Cox daba por primera vez vida en la pantalla a Lecter. A continuación, el escritor Thomas Harris, padre de la criatura, cuenta cómo conoció a Hannibal una fría noche de invierno y Rodrigo Fresán explica la relación entre el psiquiatra más famoso y la Argentina.
POR THOMAS HARRIS
Preludio a una entrevista fatal, y quiero relatarles en qué circunstancias conocí al doctor Hannibal Lecter.
En el otoño de 1979, debido a una enfermedad en la familia, regresé a la casa de mis padres en el delta del Mississippi y permanecí allí durante dieciocho meses. Yo ya estaba trabajando en mi novela Dragón rojo. Mi vecino en Rich –así se llama mi pueblo– me prestó un pequeña cabaña bien acondicionada y lejos de todo, en el centro de un inmenso algodonal, y allí me encerraba a escribir todas las noches.
Al escribir una novela, uno empieza con aquello que puede ver claramente; recién después le agrega lo que sucedió antes de eso y lo que vino después. En Rich, trabajando mientras vivía un momento difícil y doloroso, yo podía ver a la perfección al investigador Will Graham llegando a la casa de una familia de víctimas, caminando por las habitaciones donde todos ellos habían sido asesinados, mirando en el televisor los videos domésticos. No sabía por entonces quién había cometido esa carnicería. Así que me obligué a averiguarlo, para descubrir qué saldría a la superficie y cómo sería el antes y el después de esa escena del crimen, en esa oscuridad donde Will no podía saber más de lo que yo sabía.
En ocasiones, durante la noche, dejaba prendidas las luces de la cabaña y me alejaba caminando por el campo. Visto desde lejos, mi estudio parecía un barco en altamar mientras a mi alrededor crecían las insondables tinieblas del Delta.
Pronto me acostumbré a los perros más o menos salvajes que corrían en libertad a través de los sembradíos, en lo que me pareció una especie de jauría indisciplinada. Algunos de ellos se habían ganado el afecto de los granjeros y recibían algún hueso con carne, pero la mayoría tenía que arreglárselas por sí solos. En los meses duros y fríos del invierno, con el suelo helado y muerto, empecé a darles comida para perros y muy pronto tragaban, felices, varios kilos por semana. Me seguían a todos lados y me hacían compañía. Perros grandes, perros pequeños, perros relativamente amigables y perros inmensos y feroces a los que ni podías acariciar. Caminaban conmigo por el campo a la noche y no podía verlos, pero sí podía sentirlos a mi alrededor, respirando y olfateando en las sombras. Mientras yo trabajaba en la cabaña, se quedaban esperando en el porche. Y cuando había luna llena, me cantaban.
Pero ahí, desorientado, fuera de mi cabina y en el centro exacto de ninguna parte, oyendo el sonido de sus jadeos a mi alrededor y con mis ojos todavía nublados por el brillo de la lámpara de mi escritorio, intenté comprender qué era exactamente lo que había tenido lugar en la escena del crimen. Todo lo que vino a mi visión disminuida fueron los trazos, las indicaciones, las pistas que producía un resplandor ocasional reflejándose en uno de los bordes de mi retina. No había dudas de que algo había ocurrido. Y tienen que entender que cuando alguien escribe una novela, ese alguien no está inventando nada. Todo está justo allí, en alguna parte, sólo hay que saber encontrarlo.
Supe que Will Graham tendría que preguntarle a alguien, él necesitaba ayuda y no podía evitar pedírsela a... Graham sabía dónde tenía que ir a buscar ayuda mucho antes de siquiera ponerse a pensar en ello. Yo tenía claro que Graham había sido gravemente afectado por un caso anterior. Sentía también que Graham se mostraba extremadamente reacio a consultar a su fuente. Por entonces, yo pasaba los días recordando asuntos dolorosos, así que era perfectamente consciente del modo que se sentía Graham.
Así fue que lo acompañé con cierta inquietud hasta el Hospital de Baltimore para Asesinos Psicópatas y allí, por desgracia, antes de que pudiéramos ponernos a trabajar en el caso, tuvimos la mala suerte de cruzarnos con el doctor Frederick Chilton, que lo único que hizo fue demorarnos por dos o tres interminables días. Descubrí entonces que podía dejar a Chilton en la cabaña con las luces encendidas y observarlo desde la oscuridad, rodeado por mis amigos los perros. Ahí yo era invisible, a oscuras, del mismo modo en que soy invisible para mis personajes cuando estoy con ellos dentro de una habitación y deciden sus destinos con poca o ninguna ayuda de mi parte.
Solucionado el trámite con Chilton, por fin, Graham y yo fuimos conducidos hasta el ala donde se encontraban los pacientes extremadamente peligrosos, y entramos, y una puerta de acero muy pesado se cerró a nuestras espaldas con un ruido tremendo.
Entonces Will Graham y yo nos acercamos hasta la celda del doctor Hannibal Lecter. Graham estaba tenso y yo podía oler el miedo que despedía su cuerpo. Me pareció que el doctor Lecter estaba durmiendo, así que pegué un salto de sorpresa cuando él reconoció a Will Graham por su perfume sin siquiera abrir los ojos.
Yo disfrutaba de mi habitual inmunidad durante el trabajo, mi invisibilidad para Chilton y Graham y los enfermeros, pero a pesar de ello no me sentía nada cómodo en presencia de Lecter: yo no estaba del todo seguro de que el doctor no pudiera verme.
Al igual que Graham, sentí que el escrutinio de su mirada y de su voz eran algo incómodo, intrusivo, como ese zumbido en tus pensamientos cuando espían adentro de tu cerebro con rayos X. La conversación entre Graham y Lecter pasó volando, en tiempo real y a la velocidad de un encuentro de esgrima. Yo lo seguí, tomaba notas frenéticas, escribiendo sobre los márgenes de todo lo que tuviera sobre mi escritorio. Al terminar estaba agotado: los sonidos incidentales de ese hospital y los aullidos de los internos retumbaban en mi cabeza, y en el porche de la cabaña en Rich, trece perros cantaban, sentados con los ojos cerrados y elevando sus rostros hacia la luna llena. La mayoría de ellos repetía constantemente una única vocal que era parte O y parte U, mientras los otros se limitaban a susurrar la melodía.
Tuve que regresar cien veces con Graham a la celda del doctor Lecter para comprenderlo todo y eliminar la estática superficial, los sonidos de cadenas y de verjas, las alaridos de los condenados que me dificultaban escuchar bien la conversación entre ellos. Todavía no sabía quién era el autor de los crímenes, pero sí sabía, por primera vez, que íbamos a averiguarlo, y que llegaríamos hasta donde él, el Dragón Rojo, se escondía. También supe que acceder a ese conocimiento resultaría terrible, hasta trágico, para otros personajes de la novela. Y así fue.
Años más tarde, cuando empecé El silencio de los inocentes, no tenía planeado que Hannibal Lecter volviera a escena. Siempre me había gustado el personaje de Dahlia Lyad en Domingo negro, mi primera novela, así que tenía ganas de escribir otro libro con un personaje femenino muy fuerte como protagonista. Así que empecé con la agente Clarice Starling y, apenas dos páginas después, descubrí que ella iba a ir a visitar al doctor. Admiré profundamente a Clarice por hacerlo y creo que hasta sentí algo de celos por el modo en que el doctor Lecter parecía conocerla a la perfección cuando a mí me costaba tanto saber qué pensaba y qué sentía ella.
Para cuando decidí poner por escrito los hechos que suceden en Hannibal, el doctor, para mi sorpresa, había adquirido vida propia. Y ustedes parecían considerarlo tan perversamente fascinante como yo.
Sufrí escribiendo Hannibal, sufrí el desgarro y el agotamiento, sufrí tomando las decisiones que no podía sino tomar, sufrí por Starling. Así que, al final, los dejé que se fueran, como tarde o temprano hay que dejar ir a todos los personajes. Dejé que el doctor Lecter y Clarice Starling decidieran su propio final de acuerdo con sus naturalezas. Debo aclarar que hubo considerable respeto y cortesía a la hora de las despedidas. Como alguna vez dijo un sultán: “Yo no tengo halcones, los halcones viven conmigo”.
Cuando en el invierno de 1979 entré en aquel hospital de máxima seguridad en Baltimore y la enorme puerta de metal tronó a mis espaldas, poco sabía yo acerca de lo que me aguardaba al final del corredor: son muy pocas las veces en que sabemos reconocer el sonido que hace el cerrojo de la puerta de nuestro destino al cerrarse detrás nuestro.
Prólogo incluido en la reciente edición de The Lecter Omnibus, libro que incluye las tres novelas del psicólogo caníbal creado por Thomas Harris. Traducción: Rodrigo Fresán.
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