Dom 20.10.2002
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HISTORIETA

Altuna dibujante subte

El miércoles pasado Horacio Altuna inauguró, en el pasaje subterráneo que comunica las estaciones Lima de la Línea A con Avenida de Mayo de la C, un mural que registra una serie de personajes porteños arrancados de sus historietas. Juan Sasturain aprovecha la oportunidad para rendirle homenaje.

Por Juan Sasturain
Hay una trayectoria habitual entre los buenos artistas frecuentadores del mester de tinta china: empezar subte y terminar consagrado. No a todos les pasa, pero sí a algunos. Y es un buen destino -por lo general– cuando el tránsito no significa una vendimia excesiva. Lo que es más raro es lo que le pasó a Horacio Altuna, que se apea de consagrado y se baja subiendo al Subte. Y ése sí que es un itinerario maravilloso, un destino envidiable: incorporarse al paisaje cotidiano de la ciudad desde las paredes del subterráneo. Si arrancar subte es orgullo o coartada para cualquiera; terminar en el Subte porteño, cosa de pocos.
El irónico refranero popular aclara que no es lo mismo ser profundo que haberse venido abajo. Sin subirse a carro alguno ni condescender con ascendidos, Altuna acaba de ratificar –en ceremonia saturada de señores trajeados por el Gobierno de la Ciudad y Metrovías– que puede irse para arriba como pedo de buzo sin dejar de ser y hacer lo suyo a ras del piso. Incluso un pasito o dos más abajo, como corresponde a la perspectiva de la época.
En un pasaje iluminado como una heladera abierta a las tres de la mañana, digno de las alevosas transiciones de Cortázar o los pasillos del hotel de The Shining, su hermoso mural de veinte pasos de largo –no hay mejor manera de medirlo ni corresponde otra– acompaña de reojo y acompasa sin tropezar el trote de la gente desde hace unos días. Las instrucciones para acceder al pasillo conmovido por los sordos ruidos que oír se dejan son: amigo, Take the train A –como diría Ellington– y bájate en Lima para combinar con la Línea C cuando en Avenida de Mayo te da la opción desolada de dos vías: Constitución y Retiro. Ahí, en el empalme, en vísperas de esa decisión sin salida, después del pibe que no pide pero vende flores y antes de la mujer con la nena en brazos que pide y no vende desde el suelo, está el largo comentario de Altuna en blanco y negro. Si se mueven un poquito, el pibe y la mujer entran en cuadro y no desentonan: en lugar de 26 serían 28 los habitantes de la gigantesca tira de Altuna desplegada en la pared con excesivo e innecesario marco aluminado.
Una tira. Eso es. En la jerga de la historieta –y Horacio Altuna es un historietista, qué otra cosa si no– la tira es el formato de la publicación en diarios y viene con la marca de origen, la comic strip yanqui: una secuencia habitualmente horizontal de cuatro o cinco cuadritos por día. Una dosis narrativa a consumir en ayunas. Es tira porque se estira a lo largo de la página cada mañana, y es tira porque se estira, como las homónimas de la tele –a su imagen y semejanza– a lo largo de los meses y los años. La tira es la forma clásica, original y elástica de un género extensible. Y Altuna es un sabio cultor del género.
En la elección del formato, rasgos y motivos hubo algunas sabias decisiones. Una, lo dicho, la tira: disueltas las líneas interiores de los hipotéticos cuadros, la historieta está en los globos que nadie pinchó, en la direccionalidad de la lectura, que agrupa y contrapone por parejas funcionales, significa y resignifica secuencias –unos van y otros vienen- porque todos pasan, nadie posa para un friso griego.
Otro acierto, el no color. De una vez para siempre, hace veinte años Samuel Fuller explicó, acodado en un bar de Lisboa de El estado de las cosas –la película que Wenders hizo entre Portugal y Los Angeles– que aunque la realidad tiene colores, en el cine (y en la historieta popular, vale) el blanco y negro es más verdadero. Los imbéciles de Turner (TNT) que colorearon hasta The Big Sleep y The Asphalt Jungle son parientes ideológicos de quienes colorearon El Eternauta contra la estética Serie B del cincuenta que está en el alma del arte de Solano López. Y en el del Altuna de El Loco Chávez y El Nene Montanaro –incluso el de Las Puertitasdel Señor López– que es éste. Por suerte o decisión estética, acá nadie pintó los azulejos. Las líneas de un original en tinta china que suponemos tantas veces expandido como una fotocopia ampliada mil veces, se desnudan como bajo una lupa, revelan el trazo diestro hasta casi reventar, conservan milagrosamente una frescura no habitual en estos soportes casi insoportables de mosaico.
Y el tercer acierto es “la pared de vidrio” teatral, la convención historietística de que nadie mire “a cámara” sino que se reproduzca, incluso a escala –las figuras son de la talla del paseante que las mira en paralelo– el devenir del pasillo sin por eso dejar se componerse una figura armónica y equilibrada de tensiones y contrastes.
Habitualmente, en los locales chicos, restoranes de paredes de emparedado o ascensores herméticos, los conjuros contra la claustrofobia aconsejan el espejo. Acá no hay espejo pero el realismo estilizado de Altuna consigue un efecto casi catártico de identificación: “Así es”. El muestreo social y anímico de sus dos docenas largas de porteños tiene el registro amplio y flexible de sus mejores historietas sin que haya un subrayado más allá de lo habitual.
Altuna tiene –no se sabe dónde los puso– sesenta años, cuarenta de laburo de narrador gráfico y hace veinte que se fue a vivir y trabajar en Barcelona; a Sitges, más precisamente. Como nació en Lobos y de padres de profesión movediza, terminó recalando en Buenos Aires –o más precisamente en la zona oeste del conurbano– ya crecidito. Es decir: su vínculo con la ciudad no pasa por antigüedad habitacional sino por otro lado inclusive más profundo. Acá no ha hecho tampoco costumbrismo ni tipología encuadrable en la más o menos esquemática fauna porteña que registraron soberbiamente Calé, Medrano o Divito con pinceles y bisturíes de época. Simplemente, Horacio Altuna mira como pocos y dibuja la ciudad y su gente como casi nadie.
Acá está todo el repertorio de sus tipos genéricos; incluso personajes como el Nene y Pomo, pasan por ahí. Y no faltan, no podían faltar, las minas: las minas de Altuna, ésas que no existen. Claro que el mural, para ser completo, tenía que incluir los sueños no sólo las pesadillas. Y ahí (también ahí) están.

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