Dom 20.10.2002
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MúSICA

El estado de las cosas

Uno (A New Morning) es el disco positivo, lleno de joie de vivre, de la banda más oscura y atormentada de los noventa: Suede. El otro (A Rush of Blood to the Head), la prueba encantadora (aunque algo conformista) de que Coldplay es algo más que un clon del Radiohead melódico. Mariana Enriquez analiza los pros y los contras de estos dos lanzamientos flamantes, y aprovecha para disecar sin anestesia el paisaje actual del pop inglés.

POR MARIANA ENRIQUEZ
La primera canción del primer disco de Suede se llamaba “So Young”. La letra hablaba de asustar al cielo con ojos de tigre y la música recordaba a David Bowie y The Smiths. Pero había algo más: un sonido propio, urbano, insolente y paranoico, obra del guitarrista Bernard Butler, un personaje ciclotímico y malhumorado, y de Brett Anderson, cantante sinuoso y afectado. Corría 1993 y hacía furor el grunge. ¿Qué hacían estos ingleses afeminados, cuyos videos dirigían muchas veces los asistentes de Derek Jarman, cantando “este chico delgado es una de las chicas”? Usaban camisas de seda, se retorcían, gemían, parecían criados en habitaciones oscuras, vendían un millón de copias. Para las mayorías que se dividían entre ravers y rockeros alternativos de pantalones enormes, los Suede hablaban el lenguaje antediluviano del glam y el artificio: demasiado lejos de la música electrónica (porque eran un anticuado cuarteto rock/pop), demasiado teatrales para la autenticidad rústica del grunge. Y sin embargo le hablaban a alguien. Brett Anderson lo definió muy bien en una entrevista reciente: “Cuando escribo, pienso en una sociedad internacional de suburbanos solitarios, una nación híbrida que sólo existe en los shows y en Internet, que viven en pueblos solitarios, patéticos, medio olvidados”.
De un pueblo así salió él, y llegó a Londres con el objetivo de convertirse en una estrella de rock. Lo consiguió con el primer disco. Suede se montó una mitología a medida: los rumores hablaban de locas orgías, drogas, pasiones y roces internos. Tuvieron la suerte de que no los tomaron en serio, y por lo tanto zafaron de cualquier canonización. Un poco de ese desprecio tuvo que ver con que la gran mayoría de fans de Suede son mujeres. Pero el entusiasmo no es sólo histeria adolescente: hay una profunda identificación. Anderson suele cantar en primera persona del femenino. En “Still Life” (de Dog Man Star), por ejemplo, es una esposa angustiada que recuerda a ciertas heroínas de Katherine Mansfield (“Vivo como un insecto en la casa de cristal/ bajo la luz eléctrica, trepando por las paredes”); en “The Living Dead”, otra vez en primera persona, es la novia de un yonqui que le reprocha: “Vi los agujeros en tu brazo y ya lo sé, te gusta más la aguja que coger conmigo/ podríamos haber caminado en el cielo, pero miramos la pared”. La lista sigue. ¿Hay acaso otra banda que se tome la molestia de hablar de mujeres desde un lugar distinto del romántico?
La implosión tenía que llegar y llegó: en 1994 grabaron Dog Man Star en una casa estilo gótico de la campiña inglesa. Bernard Butler se peleó con todos y consigo mismo, y grababa sus pistas en una habitación aparte. Se las mandaba al resto de la banda en sobres. Finalmente abandonó la mansión, la banda, la gira, y se negó a especificar los motivos de tanta ira. Después ambos bandos lanzaron diatribas encendidas. Era la guerra. El disco tenía himnos de once minutos (“The Asphalt World”) y hasta en alguna canción se citaba directamente a Lord Byron (“Ella camina en la belleza/ como la noche”, decía “Heroine”). Los fans, encantados; el resto del mundo, sorprendido ante tanto gesto lírico. Butler editó mediocres discos solistas y la banda puso un aviso en el diario para buscar reemplazante. Encontraron un fan de diecisiete años, el guitarrista Richard Oakes; una afrenta para Butler, ese niño prodigio: cualquiera puede estar en tu lugar, parecían decirle. Años después, cuando Butler se encontró con Brett Anderson en la calle, intentó atropellarlo con el auto. Hoy la animosidad ha mermado: hace una semana, Butler confesó que fue una estupidez abandonar Suede y que le gustaría volver. Anderson respondió con un ofendido silencio.
RAROS, COMO ENCENDIDOS
La obsesión estética de Suede llegó a su punto más álgido en 1996, cuando adquirieron un integrante decorativo. Neil Codling, tecladista innecesario, ofició de retrato de Dorian Gray para BrettAnderson. El cantante maduraba con cierta gracia, pero con evidentes signos de trajín y baqueteo; el bellísimo Neil hablaba poco y tocaba menos. Nunca se pudo explicar su presencia en términos musicales. Es cierto: aportó en el estudio muchas buenas canciones como “Starcrazy” (en Coming Up) o “Can’t get enough” (con esa letra tan Suede: “Caminando como una mujer/ hablando como un hombre de las cavernas”) en Head Music, por citar algunas. Pero sobre el escenario su actitud era provocadora por omisión: podía pasarse media hora sin tocar una sola nota mientras consumía cigarrillos, miraba fijo a los fans cruzado de piernas o sonreía como una Mona Lisa drogada. Su imagen y su estilo eran suficientes para representar los principios y la estética de una banda.
El desconcierto hizo estragos en la prensa británica. En el primer show con el recién incorporado Neil, los cronistas creyeron que el nuevo era una chica anoréxica y así lo imprimieron. De pronto, los adolescentes empezaban a consumir a Suede gracias a un músico parecido a un animé japonés. Los fans viejos ponían el grito en el cielo ante tanta frivolidad; ni siquiera ellos soportaban la afrenta del artificio llevado hasta las últimas consecuencias. La revista The Face describía a Neil como “un personaje de Brideshead revisitado, pero galáctico”. Las fans orientales, siempre ávidas, empezaron a producir sus propias historietas (mangas) donde quedaban patentes sus fantasías: un gran porcentaje de los episodios se ocupaba de un supuesto romance entre Neil y Brett, rumor que los aludidos eligieron ignorar con elegancia. Se sabe lo que pasa con el que calla: la ambigüedad sexual siempre fue parte del espectáculo Suede. El disco de 1999, Head Music, parecía hecho a medida de este avance estético hacia una sensualidad de ciencia ficción. Por primera vez incluían techno pop y sutileza para abordar el campo electrónico. Neil Codling estaba en la tapa posando con la novia de Brett Anderson, una chica ambiguamente llamada Sam. ¿Un ménage-à-trois? El disco no funcionó.
Como era de prever, los años del artificio llegaron a su fin con la madurez. El año pasado, Neil Codling empezó a faltar a las presentaciones en vivo. Adicción a la heroína, decían los rumores. Lo que terminó confirmándose fue que el tecladista sufría de fatiga crónica (encefalitis miálgica) y debió abandonar el grupo. No pudo haber salida más decorosa ni más Suede: ese joven que parecían haber teletransportado desde el siglo XIX para engalanar el grupo con sus pómulos filosos no podía sufrir de otra cosa más que de ennui. La partida fue simbólica: Codling parecía salido de las canciones de Suede, un holograma de los jóvenes imaginados por Anderson. Esos personajes tan estilizados, hedonistas, nocturnos, gatunos, no pueden ser reales. La languidez de Codling resultó estar lejos de cualquier fantasía romántica: el tecladista estaba enfermo, y sólo por eso era tan delgado e inerte.
La banda no ignoró la moraleja. Brett Anderson se retiró a una casa en la playa, dejó las drogas (heroína y crack: aquí no hay lugar para químicos menores) y compuso canciones vitales y sencillas. Toda una locura en tiempos de Radiohead, que según cómo se mire puede ser juzgada como estupidez o genialidad. Bronceado y rubio, Anderson dice: “Estoy en una camisa de fuerza que me armé yo mismo. Me aburre ser un poeta alternativo, esa figura byronesca sentada en las sombras, siempre perturbada”. Sabe que los fans no van a perdonarle el renacimiento; justo a él, el pálido jinete afeminado que se convirtió en el ejemplo a seguir por una errática tribu urbana. “Sé que muchos fans quieren que Suede vuelva a ser una banda trágica, fría, oscura, romántica. Siempre seremos así, pero personalmente no quiero volver a esos tiempos. Estábamos totalmente locos.” Todos los mitos se destrozan cuando Anderson describe el proceso de grabación: “Creo que Suede siempre estuvo asociado a la paranoia urbana, pero en este disco nos pusimos más... pastorales. Jugamos al fútbol, estuvimos andando en bicicleta. Fue bastante raro”. No todo fue idílico: en un principio iba aproducirlos Tony Hoffer (de Beck), pero el resultado no los dejó conformes y cayeron en manos de Stephen Street (The Smiths). El disco salió muy caro, como de banda aburguesada, y el resultado no está a la altura del derroche.
El primer single de A New Morning se llama “Positivity”. Habla de la mañana, del aire libre y de sentirse bien. Los que acusan a Suede de no arriesgar nada –tanto la crítica como los fans– están perdiendo de vista el contexto en que sale semejante canción. En este momento no hay nada más riesgoso que confesar un poco de joie de vivre. El rock inglés está infestado de bandas melancólicas. Es difícil distinguir entre sí las canciones de Travis y Starsailor, que parecen homenajear las baladas de Radiohead, tan prematuramente canonizados. Y en el otro rincón hace furor el revival punk-garage de The Strokes, The Hives, The Vines, bandas que copian a The Velvet Underground, The Stooges y Nirvana, y sin embargo son celebradas como “frescas” y “crudas”. En las alturas, U2 viaja en avión con Paul O’Neill, a los R.E.M. se los adora sin discusión, Oasis saca discos con la insistencia de un cavernícola eficaz y Blur se desbanda con la partida del guitarrista Graham Coxon y la reencarnación del cantante Damon Albarn en dibujito animado con su proyecto paralelo (quizá ahora único) Gorillaz. Una vez más, Suede no entra en ninguna categoría y tiene su estilo propio. Serán repetitivos, pero jamás oportunistas.
A New Morning es un muy buen disco, pero tiene todos los síntomas de la agonía. “Obssesions”, el segundo track, es eufórica, pero podría ser una canción vieja escrita en los tiempos de Coming Up. “Untitled” y su coda “...Morning” son dos de las mejores y más tristes canciones que se pudieron escuchar este año. Y “Oceans”, el bellísimo bonus track, hace rabiar: ¿por qué no editan de una vez por todas ese disco acústico con el que vienen amenazando? El resto se divide entre lo predecible, pero bueno (“Lost in TV”, “Astrogirl”) y el cliché insoportable (“Beautiful Loser”, “Street Life”, lados B en el mejor de los casos). La agonía es aún más triste porque, de no levantar el nivel compositivo, muere la última banda capaz de generar fervor, discusiones, análisis obsesivo de letras y anécdotas reales o imaginarias de factura mítica. Suede fracasó en su intento de conquistar al mundo y devolverle al pop glamour e intelecto. Hoy volvieron con todo su encanto a la clandestinidad, de donde quizá nunca debieron salir. Son estrellas en los suburbios del mundo. Mientras A New Morning no llega ni al top 20 en su país natal, MTV Asia (que transmite para Singapur, Filipinas, Malasia, Tailandia, Indonesia) acaba de elegirlos artistas del mes. Mientras tanto, en el primer episodio de la telenovela gay inglesa “Queer as Folk”, se escuchaba a Suede cuando uno de los protagonistas dejaba en la puerta de la escuela a su amante adolescente. Es el mejor homenaje que pueden recibir.

EN ESTA TARDE GRIS
¿Cuál es la banda que nace y amenaza con convertirse en la ganadora después de la gran orgía de los noventa? Coldplay. En 1999, cuando editaron Parachutes, parecía difícil que pudieran remontar su condición de clones del Radiohead melódico. Ese disco vendió cinco millones de copias. Sin embargo, lo hicieron. A Rush of Blood to the Head, recién editado en la Argentina, es un muy buen disco. Triste como garúa rioplatense, con canciones que citan a Pink Floyd, Radiohead, U2, es lo mejor que podrían haber pergeñado. “Radiohead nos dio permiso”, dice Chris Martin. “Confirmaron que gente como nosotros podía tocar rock.”
“Gente como nosotros” quiere decir chicos de clase media alta, universitarios, bien educados, sensibles. No tiene nada de malo que chicos así tengan una banda, por supuesto. ¡Pero qué diferencia con los dandys de los noventa! Qué aburrido es el mundo con estrellas de rock conservadoras que dicen: “Hay en mí una dicotomía entre la estrella de rock que quiero ser y el nene de mamá que soy. Creo que las chicas son fantásticas, perome siento culpable de hacer algo con alguien que no me gusta. No creo que exista el sexo casual. Alguien siempre sale lastimado. Fui virgen hasta hace dos años”. La utopía multisexual de Suede era absurda, pero mucho más divertida.
Este año, Coldplay visitó Haití y se horrorizaron ante la miseria tercermundista. Por suerte –hay que reconocerlo– tuvieron el decoro de no meterse con el tema en A Rush of Blood to the Head. Hay una sugerencia en la primera canción, “Politik”, un mantra-plegaria que dice: “Dame confianza en la confusión, dame paz y tranquilidad, heridas que se curen, grietas que se cierren”. Y los ruegos siguen en “God Put a Smile Upon your Face”: “Dios, dame estilo y dame gracia/ dame una sonrisa/ Adónde vamos, nadie lo sabe”. Tanta confusión abstracta es agotadora. Es preferible que Martin se enamore, como en “The Scientist”, una delicadeza bellísima con su crescendo de piano que dice: “Vine a visitarte, a decirte que lo siento/ No sabés qué hermosa sos”.
Todo se parece demasiado a la vida real, es cierto. Emociones controladas, miedo a perder el control, vaguedades, miedo a enamorarse... Ningún riesgo emocional. Las canciones son encantadoras, pero no conmueven. Coldplay suena conformista. Además, Chris Martin dice que está atormentado: no sabe si quiere ser una estrella o no, no sabe si mantener el bajo perfil o no. Si tanto sufre con la fama y el dinero, ¿por qué no se dedica a otra cosa? Bono le aconseja que se despabile y hasta canta “Yellow”, la preciosa canción de amor del Parachutes, en los shows de U2. Martin tiene una fijación Thom Yorke, el exiliado de las marquesinas, y hasta hace unos años, siguiendo órdenes del líder de Radiohead, les prohibió a sus compañeros de banda que consumieran cocaína. Por suerte ya dejó atrás el período evangelizador, pero Yorke sigue siendo su guía y gurú.
Los fans de Coldplay no tienen ninguna característica particular: son la banda de la gente común. No es un misterio que vendan muchos discos; es fácil identificarse con Coldplay: están muy lejos de la particularidad. Martin teme quedarse pelado, tiene problemas con las mujeres, es nervioso, tímido y busca credibilidad, como cualquier hijo de vecino. Su universalidad y falta de ambición los hará grandes. Se sienten culpables por ser exitosos en un mundo injusto, y eso es tan políticamente correcto que no puede no funcionar. Si hasta prohibieron el uso de sus canciones en comerciales y le dijeron no a Sly Stallone cuando les pidió usar “Panic” (de Parachutes) en un film. Dan ganas de decir que A Rush of... es un mal disco, pero todo lo contrario: los chicos tímidos sin glamour triunfan en buena ley y son la gris banda de sonido de estos tiempos. El sueño terminó. Una vez más, la sencillez y la autenticidad le ganan al artificio y pisotean todos esos restos de esmalte y brillantina que tan mal lucen el día después de la fiesta. En pocas palabras: A Rush of Blood to the Head es mejor que A New Morning. Pero Suede, como idea, es mucho más atractiva que Coldplay. ¿Habrá segundo round?

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