Domingo, 13 de abril de 2008 | Hoy
FAN > UN ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA
Por Matías Duville
En el año ’91 vivía en Mar del Plata. Había terminado la escuela secundaria y comenzado a trabajar en un taller de serigrafía. El flúo todavía estaba en auge en la costa marplatense pero pronto llegaría la invasión grunge con unos colores gastados y amarronados. Yo tenía mucha fascinación por el mar y por toda la cultura costera. De adolescente había experimentado el dibujo pero en ese momento todo era en un plan más surfer, pensando la imagen como fondo de una tabla y cosas de ese tipo.
Entonces, ocurrió un hecho que extendió el horizonte de mis fantasías skater-surfísticas. Mi papá, Carlos, me regaló un libro de Roy Lichtenstein que traía una foto de esta obra, Ovillo de Bramante, de 1963. Me acuerdo que cuando vi ese trabajo impreso en una de las hojas me quedé en silencio media hora mirándolo. La imagen y yo nos miramos (literalmente). Estaba embobado, como frente al oráculo, pero un oráculo invertido, porque era un ovillo que ocultaba algo en su interior, lo cual me parecía misterioso e impresionante. Era un regalo perfecto en el momento justo. Era una imagen que llegaba de otro contexto y se instalaba en un rincón de mi mente como una bomba de tiempo. A tal punto fue mi conexión que al día siguiente hice una filmina directamente del libro y estampé la imagen sobre una remera azul Hering, pero le cambié el color: ahora era un ovillo color turquesa sobre una remera azul por las calles de Mar del Plata, muy lejos de la escena de Nueva York. Ahí me empecé a preguntar qué hacía esa imagen estampada en mi pecho, de dónde venía, en qué atmósfera había sido creada, qué música estaba escuchando el artista que la había hecho, en qué clima vivía y, principalmente, cuál era su destino en mi vida.
Hay muchas obras que me interesan en un sentido más agudo pero las preguntas que me generaba esta imagen son sin duda las que me impulsaron a retomar mis dibujos adolescentes y pensarlos como imágenes que formaban parte de este mundo. Concretamente, a situarme desde algún lugar. Es raro, pero la serigrafía finalmente me metió una idea contraria que es considerar los dibujos como algo único. De hecho, la filmina que hice la gasté en una sola remera. Pero también empecé a considerar que alguien en lo más lejano del mundo podía dibujar y pensar sus trabajos como parte de este universo. Eso era adrenalínico y quería decir además que yo tenía otros intereses más allá del tipo de bohemia californiana que tanto me gustaba. Por otro lado, esa cosa ridícula de que un ovillo pudiera ser una obra me hizo pensar: “Qué bueno, esto no es la Mona Lisa”, en un momento en el cual yo tenía una imagen muy grandilocuente del arte. Y a mi parecer, cuando uno comienza a pensar sin tales límites, se mezclan las ideas de un modo en el cual las combinaciones mentales más ilógicas pueden llevarte a un lugar más interesante. Esta obra y esa ecuación me impulsaron a retomar mis trabajos, comenzando con dibujos.
Hoy ciertamente no me siento cercano al tipo de imágenes que proponía Lichtenstein. Pero rescato esas obras con las que te vas topando de una manera fortuita y quedan ahí encajadas para detonar en el futuro.
Mirando ahora este trabajo después de muchos años, no sé si me interesa visualmente tanto como emotivamente. Lo veo ahí y me reconozco en una de las vueltas que da el hilo sobre el ovillo. No lo puedo despegar de mis recuerdos. Es una conexión que trasciende el aspecto liso de esta serigrafía y me lleva a ese momento de mi vida.
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