Domingo, 20 de abril de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Riccardo Orizio fue durante casi veinte años corresponsal del Corriere della Sera, La Reppublica y la CNN, cubriendo para esos medios la guerra de los Balcanes y conflictos en más de ochenta países. Sin embargo, durante todo ese tiempo arrastró una obsesión: entrevistar a los grandes dictadores caídos en desgracia que vivían desperdigados por el mundo. Finalmente, la edición en Argentina de Hablando con el diablo (Fondo de Cultura Económica) permite conocer ese trabajo ciclópeo y tóxico que es indagar en la humanidad de esos hombres y mujeres que cuentan sus víctimas de a cientos de miles. A continuación, el mismo Orizio explica cómo y por qué hizo su libro. Y una muestra de esos siete encuentros.
Por Riccardo Orizio
Conservaba dos recortes de periódico, ya amarillentos, de los que, por mucho que lo intentaba, no conseguía deshacerme. Cuando se estropeaba la cartera donde los llevaba, los metía en otra nueva. Cuando se arrugaban, los insertaba entre un billete y una tarjeta telefónica. Aunque parecían insustanciales y frágiles, en realidad resistían a todo. Con el paso de los años, se me habían caído en los lugares más diversos: en la recepción de un hotel de Estambul a los pies de un mafioso de camisa violeta; en el mostrador de facturación del aeropuerto de Split, junto a un socavón producido por la artillería serbia; en casa de un antiguo compañero de colegio de Brescia. Se me habían caído también, ahora lo recuerdo, mientras buscaba una tarjeta de visita antes de hacer una entrevista a Gerry Adams, el jefe de los republicanos de Belfast, en una habitación sin ventanas y protegida por una puerta de hierro en la fortaleza católica de Falls Road. Todas las veces sentí la tentación de dejarlos en el suelo, pero al final terminaba recogiéndolos y los volvía a meter en mi carpeta, concediéndoles una nueva prórroga.
Contado así, parece como si aquellos dos recortes hubieran llevado una existencia exótica y aventurera. En realidad, la más de las veces me acompañaban a la redacción de mi periódico en Milán y compartían conmigo largas horas de aburrimiento y frustración. De cuando en cuando, en esas horas de la tarde en que todavía hay que componer las páginas y nos preguntamos cómo vamos a conseguir que el periódico esté en el kiosco a la mañana siguiente, los sacaba, los miraba e incluso los volvía a leer. A su manera, me daban ánimo.
En la redacción –un gran periódico de egregio pasado–, era famoso por andar siempre revolviendo en los contenedores del papel para reciclar. Al principio negué indignado aquellas imputaciones. Pero, un día, me di cuenta de que mis compañeros tenían razón: aquellos dos recortes los había encontrado echando un último vistazo a un montón de periódicos extranjeros, listos para ser hechos trizas.
Naturalmente, no eran los únicos recortes que conservaba. Tenía pilas enteras, clasificadas por temas. No los temas de los que me ocupaba de verdad, sino los que soñaba con “cubrir” algún día pero que el director no me encargaba nunca. Tenía un montón de recortes sobre las islas Malvinas, otro sobre los mercenarios que combatían en varias guerras poscoloniales. Una carpeta estaba dedicada a los últimos colonos blancos que quedaban en Sri Lanka. Otra, a países africanos poco conocidos, como Guinea Ecuatorial y Togo, teatros de tragedias que no solían encontrar espacio en los periódicos.
Todos hacíamos lo mismo. Recuerdo a un colega que tenía un armario entero lleno de artículos sobre el tema –a la sazón poco tratado– del terrorismo islámico. Y a otro cuyo expediente estrella estaba relacionado con Bulgaria.
Pero aquellos dos recortes eran algo distinto: como un talismán. Los llevaba siempre conmigo porque representaban a todos los demás, condenados a quedarse encerrados en armarios y cajones. Acabaron convirtiéndose en parte de mí mismo. Como el carnet de identidad que todos los italianos llevamos en el bolsillo.
Me sorprendía lo mucho que se parecían, aunque provenían de países distintos. Los dos hablaban de antiguos dictadores africanos acusados de canibalismo. Uno de los dos recortes se titulaba: “El antiguo emperador del Africa Central vuelve a casa y proclama su santidad”. El otro: “Antiguo tirano de Uganda comprando en la sección de congelados de un supermercado”. El primero estaba dedicado a Jean-Bédel Bokassa; el segundo, a Idi Amin Dada.
Resignado el exiguo interés de mi periódico por las Malvinas y Guinea Ecuatorial, un día tomé los dos recortes y los utilicé como punto de partida para buscar a esos dos dictadores caídos en desgracia. He de decir que seguí también la pista de otros, de distintos países y a lo largo de muchos años, incluso después de dejar mi antigua redacción. Todos ellos personificaban un capítulo oscuro, y olvidado, de la historia. Unos aceptaron hablar conmigo. Otros, sólo con la condición de no escribir sobre lo que me dijeran.
Sir Ian McKellen, que durante cuarenta años ha dado vida en el teatro y el cine a los monstruos de las épocas más diversas, desde Yago hasta Rasputín, dice que ha aprendido una lección: “Estudiando a los que cometieron actos terribles, he sacado la conclusión de que también ellos son humanos. Y de que cualquiera de nosotros es capaz de cualquier cosa. O casi”.
Los dos recortes amarillentos han sido mi pasaporte. Al final, me llevaron a visitar a Bokassa y a Idi Amin Dada. Al primero lo encontré en Bangui, en una de sus antiguas villas, ahora en estado ruinoso, vestido de blanco como un santón. Se hace llamar apóstol de la Iglesia católica. Ironías de la vida, también Idi Amin Dada, cuando finalmente conseguí verlo, iba vestido completamente de blanco; pero ello se debe a que en la actualidad vive en Arabia Saudí y pasa por ser un devoto musulmán. Los dos me parecieron locos y cuerdos al mismo tiempo.
Yo dejo hablar a los antiguos tiranos. Pero prefiero que sean tiranos caídos en desgracia, porque quien ha caído de pie tiende a no hacer examen de conciencia. Augusto Pinochet, por ejemplo, fue poderoso hasta su muerte y es respetado por muchos chilenos. En Indonesia, Suharto ha dejado el poder, pero su riqueza lo convierte en un personaje intocable. Imelda Marcos ha vuelto a Manila y ha conseguido hacerse con una gran colección de zapatos de lujo. En cuanto a Alfredo Stroessner, que dejó Paraguay en 1989, Brasil no se atrevió nunca a extraditarlo hasta su muerte.
Los tiranos de este libro, en cambio, no tienen el consuelo del dinero ni de la inmunidad. De los dos caníbales antes citados, el megalómano Bokassa murió en la pobreza. Amin Dada se encuentra perfectamente de salud, pero su mayor lujo es poder acudir al gimnasio de un hotel de Yida. Durante cierto tiempo, Jean-Claude Duvalier no tuvo ni siquiera dinero para pagar los recibos de la casa. Unos, como la mujer del dictador albanés, Nexhmije Hoxha, han estado en la cárcel. Otros temen ir a parar a ella pronto, como el general Wojciech Jaruzelski, Mengistu Hailé Mariam y Mira Milosevic (cuyo marido y cómplice, Slobodan, ya se encontraba encarcelado al escribir estas líneas). A veces se consuelan declarando que los países de los que huyeron se encuentran en la actualidad en condiciones peores que cuando ellos detentaron el poder.
Porque, al parecer, los diablos no son la causa de todos los males, sino sólo de algunos.
Hay también ex tiranos convencidos de que la Historia les debe algo. Uno de ellos es, por ejemplo, Egon Krenz, último mandamás de la Alemania Oriental y sucesor de Erich Honecker antes de que el comunismo se desmoronara junto con el Muro. Es joven, y podría incluso empezar una nueva vida. Lo han condenado a seis años y medio de cárcel por ordenar disparar contra personas que trataban de pasar al otro lado, a la Berlín capitalista. Desde su celda me ha hecho saber que no quiere hablar.
–Me hacen pasar por un asesino –se queja–. Pero yo era un político. Tenía unos ideales. Creía en el socialismo. Si yo soy culpable, también lo es una generación entera. Soy el chivo expiatorio de la RDA. Cualquiera habría hecho lo mismo en mi lugar.
2 de agosto de 2000
Distinguido Señor Orizio:
Gracias por su libro sobre las “tribus blancas perdidas”. Estoy leyendo su interesante libro con ayuda de mis diccionarios. Hoy he empezado el capítulo sobre los esclavos alemanes en Jamaica.
Con referencia a su deseo de entrevistarme para el proyecto de su libro dedicado a ciertos “individuos olvidados”, personas que fueron poderosas y luego fueron culpadas de los problemas encontrados por sus respectivos países, etc., mi contestación es que no me considero un “individuo olvidado”, pues Dios, el gran Creador del Universo, que escribe derecho aunque a veces lo hace con renglones torcidos, no ha terminado aún de escribir el último capítulo sobre Manuel A. Noriega...
Le agradezco su elegante y generosa correspondencia de junio y también su llamada telefónica al señor don Arturo Blanco, de la cárcel de Miami.
Respetuosamente,
Manuel Antonio Noriega
El ex emperador iba vestido completamente de blanco, con un sayal de santón que le llegaba hasta las babuchas de goma. De su cuello colgaba otro crucifijo. Parecía estar en buena forma física. La barba y el pelo apenas habían encanecido. Tenía la misma nariz chata y en punta que se podía ver en las viejas fotografías, como, por ejemplo, la sacada por el reportero Richard Melloul: se lo ve vestido con su uniforme de gran mariscal, de pie en el despacho presidencial y mostrando al objetivo de la cámara, con un orgullo incontenible, dos enormes diamantes brutos; los sostiene entre el índice y el pulgar, con un ademán de joyero más que de jefe de Estado.
Bokassa no respondió a mi mirada. Sus ojos permanecían fijos en un punto de la habitación, que, por lo que pude ver, no contenía nada. En aquel momento, entró corriendo una niña con el uniforme azul del colegio y se acurrucó a su lado: una de sus numerosas hijas, cuyos nombres le costaba recordar; la llamó Petite, Pequeña.
Después, Jean-Bédel Bokassa se volvió hacia mí, con una especie de enfado retrospectivo.
–¿No me cree? Este crucifijo me lo regaló el Papa con motivo de mi visita al Vaticano el 30 de julio de 1970. Poco antes de que me administrara un bautismo especial. Tuvo lugar en su capilla privada. Me preguntó si estaba preparado para recibir un gran honor. Le contesté que sí, y él celebró el rito. Desde entonces, mi papel en la Iglesia católica ha sido especial, aunque secreto. Cuando tenía las riendas del poder, hice de mediador del Vaticano en diversos conflictos, como el que enfrentó a Libia y Egipto. Después de mi destitución, el Vaticano me ofreció asilo político, que preferí rechazar. Cuando me hallaba encerrado en una celda aquí, en Africa Central, esperando primero la ejecución y luego cumplir cadena perpetua, un misionero italiano, fray Angelino, vino a verme a la cárcel y me regaló una Biblia. Nos hicimos amigos. Durante siete años y medio fue el único libro que leí; me hizo comprender que mi penosa estancia en la cárcel era también por la gracia de Dios. Hoy me han absuelto de la cadena perpetua; soy libre, y pobre: ya no poseo nada, ni un metro cuadrado de tierra ni un diamante. Tampoco deseo ya nada. Pero sigo siendo un apóstol, como Pedro y Pablo.
Bokassa se detuvo de nuevo. En el silencio del salón de villa Nasser, repitió:
–El Papa en persona me regaló este crucifijo. Junto con mis trece Biblias, es lo único que me queda.
Ni siquiera un milagro convencería al pueblo llano de que perdonara al general dos cargos que él mismo imputa a su vez a una entelequia milenaria y difícil de meter en la cárcel: la historia. En diciembre de 1970, siendo ministro de Defensa, sus tropas cargaron contra las primeras manifestaciones que tuvieron lugar en contra del régimen en los astilleros navales de la ciudad de Gdansk y de Gdynia, donde perdieron la vida al menos cuarenta y cuatro obreros y resultaron heridos miles de ellos. Sobre dicho episodio hay aún pendiente un juicio, que se inició hace cinco años. Según Jaruzelski, él no dio nunca la orden de disparar. La orden habría provenido del entonces primer ministro, Wladyslaw Gomulka, que precisamente le retiró el mando del ejército.
Otro diciembre fatal, el de 1981, cuando hacía pocos meses que era primer ministro, Jaruzelski compareció en televisión en nombre de un denominado Consejo Militar para la Salvación Nacional, un organismo cuya existencia nadie conocía. Flanqueado por la bandera rojiblanca, con el águila polaca en el centro, proclamó la ley marcial. Solidaridad, sindicato nacido en 1980 y heredero del movimiento de 1970, quedaba ilegalizado por miedo a que sus diez millones de afiliados, y la enorme popularidad de que gozaba, pusieran en jaque al régimen comunista. A su líder, el electricista Lech Walesa, se le prohibía hacer cualquier tipo de declaración.
Polonia estaba en manos del ejército. Las huelgas quedaban prohibidas y los transgresores se enfrentaban a una condena de diez años de cárcel. Todas las comunicaciones telefónicas, interrumpidas. El toque de queda, a las diez de la noche. Tanques en las calles de Varsovia y de las ciudades principales. Escritores, intelectuales, periodistas, cineastas, sindicalistas y sacerdotes disidentes, detenidos. Las relaciones con la Iglesia, más tensas que nunca. Los periodistas de la televisión, obligados a emitir el telediario con uniforme militar. Los programas de la televisión, reducidos a una retahíla de cantos patrióticos, desfiles del ejército y fragmentos de música clásica. Se iniciaba así un largo período de represión política, con el encarcelamiento de cientos de disidentes.
–Yo no hice sino elegir el menor de dos males. Si no hubiera actuado así, aquel 13 de diciembre de 1981 habría podido ocurrir en Varsovia lo que ocurrió en Budapest en 1956, y habríamos visto de nuevo a los tanques soviéticos paseándose por las calles de una capital europea.
Sonó el móvil. Mira Markovic sonrió finalmente. Su voz se transformó. Era Slobodan Milosevic, desde el corredor de la cárcel de Scheveningen, en las afueras de La Haya, donde le permiten gastar veintinueve dólares al día en llamadas telefónicas, unos siete minutos de conversación con Belgrado.
Según los viejos amigos de Mira y Slobo, desde que éstos eran novios en la Universidad de Belgrado, no han dejado nunca de hablarse con una ridícula vocecita infantil, de enamorados. Incluso en la década en que empujaron a Yugoslavia hacia un apocalipsis de guerras, ciudades destruidas y cadáveres arrojados a fosas comunes, siguieron comunicándose con esas frasecitas típicas de una postal para enamorados.
Ese típico sonsonete estaba resonando ahora en el patriótico saloncito rojiblanquiazul de un edificio con las cortinas bajadas. Me parecía estar espiando una conversación íntima.
–Hola, hola, amor mío –la profesora se puso casi colorada–. Sí, aquí, tengo aquí el discurso. Ya te lo enseñaré. Y los documentos, sí. ¿Y tú qué estás haciendo...? Sí, lo sé, lo sé. Creo que lo hemos solucionado todo... ¡Cuánto me alegra que nos vayamos a ver pronto...! Mmm, los compromisos del lunes ya están solucionados también... Tengo los billetes en la mano. El vuelo de siempre, con la JAT. Vale, vale, un besito, adiós. Hasta pronto.
Y lanzó un besito sonoro a través del Nokia. Luego me hizo saber, como para abortar cualquier pregunta ulterior:
–Era mi marido. Nos queremos mucho. Es un hecho conocido por todo el mundo. Somos muy sentimentales, a la vieja usanza. En Occidente nos han descrito como unos individuos sedientos de sangre, como dictadores. En cambio, ya ve, somos unos sentimentales. Sí, y, como he dicho en otras ocasiones, sigo encontrando a Slobodan Milosevic muy atractivo. Un hombre fascinante. Lo que se dice un hombre guapo. Eso es mi Slobo.
“Sí, tal vez haya llegado el momento de decir toda la verdad sobre mí, sobre mi familia, sobre este apellido que llevo desde el día de mi nacimiento. Empezaré contando cómo llegué al poder, pues eso puede echar abajo por sí solo muchas de las mentiras que circulan sobre mi persona.
Yo tenía diecinueve años y era un joven como cualquier otro. Estaba estudiando, como todo el mundo. Bueno, como todo el mundo, no. Vivía en el Palacio Nacional, el gran edificio blanco de columnas palladianas situado en el centro de Puerto Príncipe. Pero, a mis diecinueve años, seguía durmiendo en el mismo cuarto que cuando era niño, con su cama individual, su cómoda pequeña y poco más. Ese cuarto me lo habían asignado a los siete años, al mudarse mi familia al Palais después de que eligieran presidente a papá. Y seguí durmiendo allí después de ser nombrado presidente yo también. A mí me bastaba. No lo dejé hasta después de casarme, por complacer a mi mujer, Michèle, que tenía ideas más... más grandes. Cambié de habitación en contra de mi voluntad. Por cierto, también subí al poder en contra de mi voluntad.
Yo sentía un gran cariño por papá. Eramos cómplices. El sentía también un gran cariño por mí. Me daba una paga semanal, que yo daba luego a los pobres. Qué le voy a hacer, yo soy así por naturaleza, generoso y desinteresado. Con cuatro años y medio asistí a la primera tentativa de golpe de Estado contra mi padre. Había policías armados corriendo por los pasillos del palacio, y François Duvalier llevaba un casco en la cabeza. Los golpistas fueron derrotados. Cuando cumplí trece años, papá empezó a regalarme libros que consideraba especialmente instructivos: las biografías de Mao, Nasser, Nehru, Chiang Kai-shek, De Gaulle. Para que aprendiera de ellos. Por la noche, después de cenar, me hablaba de la Roma antigua. De lo importante que era imitar su sistema político. Aquellas conversaciones suyas me dejaron marcado. Luego, un día, me llamaron a su despacho: estaba rodeado de sus consejeros más fieles. Antes de entrar, comprendí que estaba ocurriendo algo grave. Me llamó con el nombre de Tonton. Sí, me llamaba así: ‘Pequeño’. ‘Tonton –me dijo– tienes que prepararte. Dentro de poco yo ya no estaré con vosotros. Por el bien de la revolución, como único hijo mío varón, tú debes ocupar mi lugar.’ Yo le contesté que no me interesaba el poder, que no estaba preparado. Pero él insistió: ‘César Augusto tenía también diecinueve años cuando fue nombrado emperador, ¿no lo recuerdas? Piensa en el pueblo, piensa en nuestra gente. ¿Quieres que se pierda todo lo que he hecho?’ ‘No’, le contesté. Entonces me despidió. En el desfile militar del 18 de noviembre de 1970, ordenó que desfilara a la cabeza de las tropas. Y el 1º de enero de 1971, en el discurso que pronunció con motivo del aniversario de la Independencia, habló de la necesidad de dejar paso a los jóvenes. Comprendí que el momento estaba próximo.
Unos meses después, murió mi padre. Fue el 21 de abril de 1971, al anochecer. No olvidaré nunca aquella noche interminable. Presté mi juramento a las doce y diez de la medianoche. Sus consejeros esperaron la fecha del 22 de abril porque el 22 era el número que le daba suerte a mi padre. Así, con diecinueve años, me convertía en presidente vitalicio de Haití. Ah, sí: hasta unos meses antes, la Constitución decía que la edad mínima para ser jefe del Estado era cuarenta años; pero un referéndum popular rebajó el límite a los veinte años. Yo no los tenía todavía. Pero había que salvar a la revolución.
Su primera visita de Estado a Londres, celebrada el 11 de julio de 1971, fue más imprevisible todavía: de hecho no se lo esperaba aquel día. Idi Amin se había alojado en un hotel con todo su séquito. Al día siguiente fue invitado por la Reina a almorzar junto con el primer ministro, Edward Heath, y el ministro de Asuntos Exteriores, Alec Douglas-Home. A la hora del café, la Reina se decidió al fin a preguntarle:
–Dígame, señor presidente, ¿a qué debemos el inesperado placer de su visita?
La respuesta llegó sin tardar:
–En Uganda, Majestad, es difícil encontrar zapatos del número 48.
La Reina tomó aquella contestación como una salida ingeniosa.
Sin embargo, alguien debió decirle que las visitas de Estado no se hacían por sorpresa. Así, en febrero de 1975, podemos leer en los periódicos ingleses que Idi Amin había escrito a la corte inglesa en los siguientes términos:
Mi querida reina, pienso llegar a Londres en visita oficial el próximo 4 de agosto, pero escribo ahora mismo para darle tiempo a preparar como es debido mi estancia, de manera que no falte nada de lo necesario. Pienso sobre todo en las cosas de comer: sé que están padeciendo ahí una terrible crisis económica. Me gustaría además que me organizaran un viaje por Escocia, Irlanda y Gales para entrevistarme con los jefes de los movimientos revolucionarios que están luchando contra vuestra opresión imperialista.
Unos años después, con motivo de las celebraciones del vigésimo quinto aniversario de la subida al trono de Isabel II, Idi Amin anunció que una “nación amiga” –tal vez Libia– le había prestado un avión, con el cual les “daría una buena sorpresa”. En Londres corrió la voz de que Amin quería lanzarse en paracaídas sobre el cortejo real –en su currículum figuraba también un diploma de paracaidista obtenido en Israel–, y la RAF recibió la orden de vigilar el espacio aéreo.
Cuando se hallaba en su país, a Idi Amin le gustaba mucho enviar telegramas. Muchos de ellos han entrado a formar parte de la historia de la diplomacia.
A Richard Nixon, durante la crisis del Watergate: “Si tu país no te comprende, ven a ver a Papá Amin, que te quiere mucho. Recibe un beso en ambos carrillos”. Y, como apostilla, un consejo: “Cuando está en peligro la estabilidad de una nación, la única solución, por desgracia, es encarcelar a los jefes de la oposición”.
A Leonid Brezhnev y a Mao Tse-tung: “Ultimamente he meditado mucho sobre la Unión Soviética y China. Me preocupan bastante. Me gustaría veros felices. Vuestras relaciones no son amistosas. Si necesitáis un mediador, aquí me tenéis”.
Al gobierno israelí, durante la guerra del Kippur: “Os ordeno que os rindáis”.
Al secretario general de la ONU Kurt Waldheim: “Expreso mi apoyo a la figura histórica de Adolf Hitler, que hizo una guerra para unificar Europa y cometió el grave y único error de perderla”. Unas horas antes de enviar aquel telegrama, el mariscal de campo Idi Amin había anunciado en Radio Kampala la inminente construcción de una estatua en honor a Hitler.
Al secretario general de la Commonwealth: “Habida cuenta del éxito de la revolución económica de Uganda, me considero el candidato ideal para dirigir la Commonwealth en vez de Gran Bretaña, castigada por una grave crisis económica”.
Al gobierno turco, poco después de la invasión de Chipre: “Solicito vuestros planos militares y documentales filmados del desembarco para que me sirvan el día en que mi ejército ataque a Sudáfrica”.
Una vez roto el hielo, el Negus Rojo no para de hablar.
–Yo soy sólo un militar que he hecho todo lo que he hecho porque tenía que salvar a mi país del tribalismo y el feudalismo. Si he fracasado es sólo porque me han traicionado. El denominado genocidio ha sido sólo una guerra justa en defensa de la revolución, de un sistema del que se han beneficiado todos.
La sovietización de Etiopía fue un extraordinario experimento de ingeniería social. Mengistu abolió la monarquía, confiscó las propiedades de los terratenientes y de la Iglesia copta, que copaban el ochenta por ciento de la tierra fértil del país, proclamó la “revolución nacional democrática” y, poco después, anunció que la filosofía oficial del Estado era el “socialismo científico”.
En 1982, cuando en Moscú gobernaba Leonid Brezhnev, en Tirana lo hacía el “tío” Enver Hoxha y en Varsovia un austero general con gafas oscuras llamado Wojciech Jaruzelski, Mengistu, que se había enamorado de los regímenes del Este, proclamó a Etiopía república popular democrática, gobernada por un denominado Partido de los Trabajadores Etíopes. Los documentos oficiales eran un calco del habitual vocabulario soviético: para los oficiales en el poder, las chabolas de los barrios deprimidos de Addis Abeba eran un nido de “contrarrevolucionarios”, y su régimen era la “dictadura del proletariado”. Cada 1º de mayo, el ejército etíope desfilaba por las calles de Addis Abeba, a la sombra de gigantescos retratos de Lenin. Las unidades escogidas marchaban al mismo “paso de la oca” que tanto había admirado Mengistu en el Berlín comunista durante sus frecuentes viajes a las cumbres del bloque soviético.
A cambio, Moscú había enviado a miles de “consejeros militares” para reprimir las revueltas de los separatistas de Ogaden y Eritrea y rechazar los ataques de Somalia. Luego llegaron también soldados cubanos, veteranos de la guerra de Angola, que se adaptaban mejor que los soviéticos al clima africano. En determinado momento, su número llegó a los 18 mil.
La junta militar de Mengistu era conocida con el nombre de “el Dergue”, que en amárico significa “el Comité”. El Comité, que también tenía carácter “provisional”, duró casi dos décadas.
Dio sus primeros pasos como un gobierno militar moderado, cuyo objetivo era modernizar la sociedad. Luego se transformó en una brutal dictadura. Tres años después de la revolución de 1974, Mengistu decidió que había llegado el momento de abolir cualquier ficción de “poder colectivo” y se autoproclamó déspota absoluto. Su primera decisión fue lanzar una campaña de represión llamada “Terror Rojo”.
Para Etiopía fue una tragedia. Cuando mataban a los adversarios políticos, llamados “enemigos del pueblo”, los soldados de Mengistu pedían a los familiares un rescate antes de devolver los cadáveres: el coste de munición necesaria para la ejecución. Según Amnistía Internacional, entre 1977 y 1978 murieron 500 mil personas.
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