Domingo, 30 de noviembre de 2008 | Hoy
FENóMENOS > LE CARRé, BOND Y EL ESTADO DEL ESPIONAJE
El fin de la Guerra Fría impuso un panorama nuevo al mundo del espionaje. Pero el 11 de septiembre, la guerra contra el terror, más que cambiar el panorama, lo borroneó hasta despistar a todos. Por eso, a propósito del estreno de la nueva Bond y la salida en inglés de A Most Wanted Man de John Le Carré, Rodrigo Fresán ofrece un estado de situación del espionaje internacional en tiempos en que nadie se pasa al otro lado porque el otro lado está en éste.
Por Rodrigo Fresán
Semanas atrás, con motivo de la publicación de su libro número 21 –A Most Wanted Man–, el escritor inglés John le Carré (nombre clave del agente David John Moore Cornwell) protagonizó un pequeño y muy flemático escándalo.
Lo que sucedió fue que el periódico The Sunday Times envió a Rod Liddle a que lo entrevistara como parte de la promoción de la novela, y el periodista volvió a la redacción dando gritos de “¡paren las rotativas!” y “¡noticia bomba!”. Lo que, decía Liddle, Le Carré le había confesado, era que en más de una ocasión, durante sus años trabajando para la Inteligencia británica, había jugueteado con la idea de pasarse al lado de los rusos, al otro lado. En la entrevista, también, Le Carré hablaba muy pero muy mal de los Estados Unidos. Pero eso era secundario. Las “impactantes e inesperadas” declaraciones de Le Carré merecieron primero un editorial de The Guardian titulado “Celebrando a Le Carré” que cerraba con un “Qué suerte que se quedó entre nosotros” para poder disfrutar de tan gran artista. Y enseguida una carta educadamente airada e irónicamente formal de Le Carré a The Sunday Times afirmando que había sido malinterpretado, que el periodista no había grabado sino tomado notas, y que, además, se había bebido casi toda su botella de Calvados. Le Carré aclaraba allí que, primero, él no pertenecía a la coterie de Harold Pinter y los reflejos y automáticos defenestradores de USA sino que se definía “más como un admirador desilusionado que un dedicado odiador”, teniendo en cuenta, sí, que los ocho años de la Administración Bush II “han generado una serie de desastres que nos afectaran durante varias generaciones”. En cuanto a lo de su posible deserción, Le Carré matizaba y apuntaba que lo que afirmó había sido citado fuera de contexto y que lo que él había dicho no había sido más que recordar las palabras de Lord Annan en cuanto a que “cuatro años de trabajo en Inteligencia eran el máximo que podía aguantar un ser humano” y que, dentro de semejante atmósfera burocrática y gris, “era normal que todo oficial, enfrascado en una relación tan íntima con sus adversarios, se imaginara, intelectualmente, en los zapatos del otro y fantaseara con cómo sería recorrer esa distancia tan corta y a la vez tan larga, y comprender cómo son las cosas al otro lado; y que yo entendía claramente esa atracción magnética y podía simpatizar con ella. Cuestión que, como ya saben, no es un tema muy nuevo en mi obra”.
El cruce sin retorno, el puente de una dirección, el paso al otro lado es El Tema de buena parte de la obra de Le Carré. Ahí está una de las dos mejores novelas sobre cómo se deshace una persona para que se haga un espía (la otra es El factor humano de Graham Greene), que es la bildungsroman en código Un espía perfecto. Pero releída hoy la magnífica trilogía conocida como La búsqueda de Karla (compuesta por El topo, El honorable colegial y La gente de Smiley), descubrimos que se ha convertido en un fresco histórico tan revelador como El fin del desfile de Ford Madox Ford (que, de paso, buenas noticias, finalmente aparecerá traducida en Lumen el próximo enero) y que se aprecia, se disfruta y se admira como una suerte de inhumana comedia balzaciana. El retrato binario de un mundo caliente enfrascado en una Guerra Fría donde hay una zona negra y una zona blanca y una zona gris donde unos y otros libran las batallas de una historia más top secret que secreta.
Ahora no.
Ahora las cosas cambiaron.
Ahora el otro lado está en éste, en todas partes; y ya ni siquiera queda la tentación de tomar carrera y dar el gran salto. Ahora todo es gris. Lo sabe (aunque no quiera recordarlo) Jason Bourne, lo intuye (aunque se niegue a admitirlo) Jack Bauer y lo entiende (aunque no pueda tolerarlo) el James Bond de la recién estrenada Quantum of Solace.
Así, por estos días, los espías ya no llegan del frío sino que ocupan oficinas bien calefaccionadas en los pisos de multinacionales y de este modo los rusos, país a país, se van haciendo (escándalo bursátil - privatizante de este otoño en España) con el poder energético del mundo y, sí, de tanto en tanto matamos a algún tipo molesto con cápsulas radiactivas para no perder la mano porque nunca se sabe. Aquí y ahora, el George Smiley de Le Carré no sentiría tentación alguna por cambiar de bando pero sí, seguro, por acogerse a los beneficios de una jubilación anticipada y retirarse a una finca en Marbella y, desde allí, ver cómo caen las torres en su televisor satelital.
De ahí que sea este nuevo panorama el que ha obligado a Le Carré a encarar buena parte de su última producción –títulos como El jardinero fiel, Amigos absolutos y La canción de los misioneros– como si se tratara de diatribas/manifiestos donde los villanos son otros y ya no interesa tanto la seducción de lo ambiguo sino el horror sin matices de un presente mucho más grosero. Una realidad –porque más allá de los géneros, Le Carré siempre hizo novela realista– donde ya no existe la caballerosidad de los grandes rivales y prima la ley del más fuerte quien, a menudo, es el más malo y, también, el más tonto. De este modo, si en sus novelas más con espías que de espías Le Carré nos invitaba a conocer paisajes classified e inaccesibles para nosotros, en sus novelas recientes nos invita a convertirnos en espías de lo público y que nos arriesguemos y comprometamos a ver eso que apesta y que está ahí, casi a la vista de todos los que no quieren o prefieren no ver, apenas bajo la delgada y tan superficial superficie de las noticias y los noticieros.
A Most Wanted Man –que Plaza & Janés publicará el próximo febrero como El hombre más buscado– pertenece a esta categoría.
Y, antes que nada, digámoslo: qué gran escritor que es Le Carré y qué invariablemente buenas son las frases con las que abre todas y cada una de sus novelas. Así –voy a ponerlo en inglés– empieza a Most Wanted Man: “A Turkish heavyweight boxing champion sauntering down a Hamburg street with his mother on his arm can scarcely be blamed for failing to notice that he is shadowed by a skinny boy in a black coat”. Y así sigue: el boxeador turco que es seguido por un joven medio muerto de hambre (pero llevando 500 dólares en un bolso colgando de su cuello y el número de una cuenta donde le esperan varios millones más) por las calles de Hamburgo (ciudad en la que Mohamed Atta y sus amigos planearon lo suyo y considerada desde entonces hot spot por la CIA, el FBI, el MI5 y varias siglas más) acaba pidiendo refugio a alguien que dice llamarse Issa, mitad chechenio y mitad ruso, que se declara devoto musulmán y que, más allá de su deseo por estudiar medicina, tal vez sea –o no– un buscadísimo terrorista preparando una gran explosión y por el que varias agencias de (des)inteligencia compiten por ofrecerle una suite con vista a ninguna parte y jacuzzi con interrogatorios en el spa de la cadena Guantánamo. Y ahí, entre ellos, el director de “La Unidad” Güther Bachmann, as del espionaje germano (bastante más sabio que sus colegas británicos y muchísimo más sabio que sus colegas norteamericanos) que ahora intenta reformar y mejorar la Inteligencia alemana y quien recuerda un poco a esos viejos maestros del más joven Le Carré. “Si había alguien en el mundo para quien el espionaje era la única vocación posible, ese alguien era Bachman”, nos confía Le Carré, y cómo no experimentar un temblor de placer. Párrafos después nos enteramos de que Bachman alguna vez escribió “una impublicable novela de mil páginas” y el placer aumenta.
Enseguida entra en escena una idealista abogada de derechos civiles llamada Annabel Richter (Le Carré vuelve a reinventar, ya lo había hecho en Single & Single, el thriller legal, y a poner en evidencia la torpeza de John Grisham y sus epígonos) decidida a evitar la deportación de Issa cueste lo que cueste. Y a ellos se suma, para completar el un tanto fitzgeraldiano y vencido Tommy Brue, sesenta años, última cabeza de un banco inglés en decadencia con base en Alemania e inesperada pieza clave en la salvación de Issa. Alrededor de ellos –a su manera todos buena gente en un paisaje de mierda–, por supuesto, el zumbido de la “Guerra Contra El Terror” y todo eso. De este modo, A Most Wanted Man se lee como un minué de pasillos y un drama intimista de ascensores y salas de reunión. Un drama burocrático con las pistolas ahí cerca en caso de que se las necesite. Y, para el lector, el descubrimiento pero de ningún modo la sorpresa de que –por encima de Amis, DeLillo, McEwan, Updike & Co.– haya sido finalmente Le Carré quien mejor haya sabido tomarle el mejor pulso, con envidiable muñeca, a esa paranoica nueva era que nació un 11 de septiembre de 2001.
A Most Wanted Man ha sido igualmente celebrada como “una de las más poderosas de este autor” (por el modo en que denuncia y señala), considerada “la mejor de todas” por su hermano de tinta Alan Furst y, también, se la ha acusado de ser “fallida” y “sentimental”, “virulenta” y hasta “repelente” e “infantil” porque “Le Carré no puede disimular el desprecio que siente por las políticas anti-terroristas de los Estados Unidos”, haciendo gala de un idealismo casi adolescente e, impulsado por ese asco, “arma una trama esquemática y muy previsible que carece de los claroscuros que distinguieron a sus argumentos transcurriendo durante los años de la Guerra Fría”. Puede ser que haya algo de eso (y también es cierto que uno extraña tanto a Smiley y a esa época casi corsaria, que hasta celebró los relatos-flashbacks incluidos en El peregrino secreto). De acuerdo, es posible que, por momentos, A Most Wanted Man se lea como un panfleto progre en el peor y más burdo sentido del término, aunque siempre impecablemente redactado; pero también es cierto que ya no hay tiempo para sutilezas. Tal vez por eso, en los ejemplares anticipados para prensa y libreros de A Most Wanted Man, Le Carré incluyó el siguiente mensaje introductorio: “Querido lector: nuevos espías con nuevas lealtades, viejos espías con viejas lealtades, el terror como el nuevo mantra; personas decentes queriendo hacer el bien, pero atrapadas en un laberinto moral; todas las buenas, sensatas y lógicas razones para comportarse sin ninguna humanidad; la admisión de que no podemos sentirnos seguros amando o sintiendo piedad o siendo buenos ‘patriotas’. Estoy muy contento por cómo salió este libro. John le Carré”.
Y en otra entrevista, esta vez con la Waterstones Quaterly Magazine, Le Carré explicó el enojo que lo mueve cuando se sienta en su escritorio: “Este libro me encanta, y funcionó desde el mismo inicio de la obra. Tan pronto como puse en acción a los personajes, me llevaron donde quería estar. Pretendía escribir una novela de suspense y, a medida que avanzaba en su redacción, empecé a experimentar tanto miedo como espero que sienta el lector. La economía del proceso me sorprendió. Por lo general no soy tan meticuloso. He buscado en mi pasado, y por instinto o por suerte he pescado a los personajes y el trasfondo que quería. Doté al argumento de un toque de ira, y mis personajes han sabido expresarla. Estoy furioso en parte porque hay muy poca ira a mi alrededor al ver lo que se está haciendo a nuestra sociedad, supuestamente para protegerla. Nos han llevado a una guerra de manera fraudulenta, y nos han despojado de nuestras libertades civiles en medio de un ambiente de pánico. Nuestros abogados no se echan a las calles como ocurre en Pakistán. Nuestros parlamentarios se dejan engañar por sus propios expertos de la manipulación y terminan creyéndose su propia propaganda. Traemos a rastras a nuestro ministro de Asuntos Exteriores, que se encuentra en una misión en Oriente Próximo para que pueda votar a favor de la ley que amplía la detención preventiva a 42 días. La gente me dice que soy un viejo furioso. Que se vayan a la mierda. No hace falta ser viejo para que esas cosas te pongan furioso. Hemos sacrificado nuestra soberanía en favor de una supuesta ‘Relación Especial’ que no tiene nada de especial salvo para nosotros mismos, y por eso precisamente quería explorar la cuestión de lo lejos que está dispuesta a ir Alemania a la hora de imitar nuestros errores. Pero eso no deja de ser palabrería, a menos que el argumento y los personajes tomen al toro por los cuernos, que es lo que hacen en este libro. Y me encanta justo por eso”.
Y a mí –y a los muchos seguidores de Le Carré, el escritor que volvió del escalofrío– también.
Más allá de que haya pensado en pasarse al otro lado –a ese lado más gris que oscuro–, lo importante es que John Le Carré todavía esté aquí, entre nosotros, mientras afuera sigue bajando la temperatura y cada vez cuesta más regresar de cualquier lado.
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