Dom 14.12.2008
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RESCATES > LOS AMIGOS DEL ARTE Y EL PRIMER CINECLUB DEL PAíS

El despertar de la cinefilia

Entre 1929 y 1931 funcionó el Cine-Club de Buenos Aires, primero de la Argentina, que inauguró la tradición porteña de hacer accesibles películas que quedan fuera de los circuitos comerciales. Funcionaba dentro de la Asociación Amigos del Arte y fue un emprendimiento pionero, porque implicó un posicionamiento nuevo: reconocía al cine como un arte autónomo y consideraba que las películas ameritaban estudio y debate, en una época en que no había escuelas de cine ni era tema académico. Durante los próximos dos fines de semana, en el marco de la muestra dedicada a Amigos del Arte, el Malba reconstruirá en su auditorio parte de la programación ofrecida por el mítico Cine-Club, con las películas proyectadas en el mismo orden en que fueron presentadas en su momento.

› Por Mariano Kairuz

Si un cineclub es un espacio concebido sobre la idea de que es necesario conocer la historia y evolución del cine, propiciar la reflexión sobre las películas y hacer accesibles aquellas que no llegan por vías comerciales, puede decirse que la larga tradición cineclubística porteña (y argentina) arranca el Cine-Club de Buenos Aires que tuvo lugar en el marco de la Asociación Amigos del Arte entre 1929 y 1931. Como señala el coleccionista, historiador y programador de la sala del Malba, Fernando Martín Peña, se trató de un emprendimiento pionero que implicó un posicionamiento nuevo frente al cine: para empezar, reconocerlo como un arte autónomo, considerar que las películas ameritaban estudio y debate, en una época en que no había escuelas de cine ni era tema académico. Aunque no se conservan demasiados registros de la experiencia, Peña reunió la información dispersa (incluyendo algunos testimonios disponibles y aportes del legendario crítico Jorge Miguel Couselo, que investigó el tema), y reconstruyó su historia en un artículo que integra el catálogo Amigos del Arte. De modo complementario, acompañando la muestra general que se extiende durante este mes en el Malba, armó un ciclo de películas que reproduce algunos de los programas que aquel Cine-Club proyectó a lo largo de sus tres temporadas, y da cuenta del eclecticismo y el criterio abierto y desprejuiciado que lo caracterizó.

Se sabe que el principal impulsor del proyecto fue el cineasta León Klimovsky, quien con 22 años de edad ya había realizado algunas proyecciones, un tiempo antes y menos formalmente, en la biblioteca Anatole France, como también que participaron varios importantes escritores, artistas e intelectuales de la época; entre ellos, Jorge Romero Brest, Horacio Cóppola, Héctor Eandi, Ulyses Petit de Murat, Jorge Luis Borges, José Luis Romero, Leopoldo Hurtado, Néstor Ibarra, Guillermo de Torre, Marino Casano y César Tiempo. Los antecedentes y la inspiración con la que contaron fue mayormente europea, en especial el Ciné-Club de France, fundado por el crítico y cineasta Louis Delluc en 1920, o la Film Society de Londres (llevada adelante por ilustres como H. G. Wells, George Bernard Shaw y John Maynard Keynes); pero se destacaron por no atarse a ninguno de estos referentes. Al Cine-Club le interesaron las teorías de Delluc sobre la fotogenia, el visualismo y todo aquello que hiciera a lo “específicamente cinematográfico”; el cine soviético, el realismo, el documental, la comedia, la animación, y absorbieron el desprejuicio inglés y francés sobre el cine industrial y popular norteamericano, una reivindicación con la que se anticiparon en más de dos décadas a los Cahiers du Cinéma. “Lo importante de este movimiento fue que hicieron algo propio”, explica Peña en conversación con Radar. “Tomaron como influencia a Delluc, a los británicos de la revista Close Up y su cineclub, a los holandeses. Estaban informados de que existían pero partieron de ellos para hacer algo nuevo, una síntesis de esas experiencias, con un criterio curatorial autónomo. Lo que es muy rescatable, porque hoy cualquier crítico que escribe de cine tiene siempre como referencia a Cahiers du Cinéma o a cualquier cosa que esté más o menos en el mercado de circulación de las ideas, mientras que estos tipos eran de una época en la que Buenos Aires tenía ideas propias. Las influencias se conocían, se asumían, pero se asimilaban de otra forma, y así como se tomaban las propuestas de Delluc en relación con el cine luego llamado impresionista, el cine absoluto, también se tomaban otras cuestiones, como la del cine industrial norteamericano, que en ese momento en Francia sólo aparece en algunos textos de Delluc, o tiene más que ver con la revista Close Up, que rescataba a Douglas Fairbanks, o con escucharlo a Eisenstein hablar de Walt Disney como el modelo a seguir. Todas las influencias extranjeras en ese momento siempre derivaban en algo original y propio por la gente que manejaba la cultura acá”.

Como muestra de esa independencia cultural e ideológica sobre la que se echó a andar el Cine-Club, se cita el caso de El gabinete del doctor Caligari, que había sido defenestrado por la crítica local en su estreno como un “mamarracho cubista”. “A pesar de lo cual, unos años después ellos la estuvieran reivindicando desde el ’29, o antes incluso en el caso de Klimovsky”, dice Peña. “Que estuviera reivindicándolo en Buenos Aires siendo que había tenido esas críticas es en sí un gesto vanguardista. El otro ejemplo elocuente es el de Una mujer de París, de Chaplin, que fue un fracaso y que el propio Chaplin sacó de circulación a los dos o tres años de haberla estrenado, y sobre la que estos tipos sin embargo estaban diciendo ¡miren que esta película de Chaplin en la que él no aparece es muy importante! Fue un descubrimiento, un gesto reivindicativo propio que no había salido de ninguna revista extranjera. Y pasó en otros casos: muere el director Paul Leni, y hacen un programa con un fragmento de sus películas alemanas, un fragmento de otra y con la más reciente, que había hecho en Estados Unidos, y con eso dan una idea de un tipo que en ese momento no era un autor. Y se estrena La pasión de Juana de Arco de Dreyer y es un fracaso en París, pero ahí están ellos diciendo que era una obra maestra. Que los ingleses y los españoles se asombraran de que acá pudieran pasar cine soviético está ayudado por la coyuntura política local: acá no había censura, mientras que eran películas que no se podían ver en Gran Bretaña ni en España. Acá incluso se estrenaban comercialmente, se daba y la gente iba a ver El acorazado Potemkin como hoy puede ver Titanic: la cartelera porteña en la década del ’20 era tremendamente cosmopolita; había una enorme cantidad de cine norteamericano y también muchísimo cine europeo, que competía a la par. Había avisos enormes de películas con Greta Garbo, o del Napoleón de Abel Gance, o de Tempestad sobre Asia, de Pudovkin. Una película como Berlín, sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttmann, que uno la piensa sólo en términos experimentales, acá se estrenó en cines comerciales de primera líneas, en salas como hoy serían las del Abasto. Este es el contexto lo que produce también este otro caldo sobre el cual estos cineclubistas laburaban”.

Enorme precedente para una ciudad cinéfila, pero marcado por una escasa asistencia de público y dificultades para solventarse, el Cine-Club de Buenos Aires llegó a su fin en octubre, aunque anunciando su cierre como el paso hacia una nueva etapa que formó parte de su plan de acción inicial: consagrarse a una producción cinematográfica propia (algo en la que Coppola llevaría la delantera al resto de sus compañeros, con un conjunto de cortos). A través de, entre otros, el Cine Arte de Klimovsky y Elías Lapzeson, el Club Gente de Cine de Rolando Fustiñana “Roland”, la Cinemateca Argentina y el Cine Club Núcleo, aquella experiencia pionera se prolongaría, con bastante continuidad para un país de una inconstancia institucional abrumadora, a lo largo de las siguientes ocho décadas, y contando.

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