Domingo, 1 de febrero de 2009 | Hoy
Elegante, versátil y disciplinado, acusado de conservadurismo y celebrado por sus propios maestros (Nabokov, Cheever y William Maxwell), John Updike alcanzó tempranamente la fama con Corre, Conejo (1960), la primera novela de una tetralogía sobre el fracaso de un personaje emblemático con la historia de su país como telón de fondo. Desde entonces, su obra ha sido tan discutida como insoslayable: desde sus bestsellers de la Era del Divorcio, como Parejas (1968) y Cásate conmigo (1976), hasta sus últimos libros, que incluyeron una novela sobre el terrorismo y una precuela de Hamlet, pasando por ensayos de arte, crítica y poesía, Updike entregó puntualmente un libro por año desde el primero, en 1958. El martes pasado, murió a los 76 años. Rodrigo Fresán y un puñado de escritores angloparlantes lo despiden.
Por Rodrigo Fresán
UNO
En una entrada de los Diarios de John Cheever –correspondiente a finales de los años ’70 y principios de los ’80– se lee: “A las cuatro suena el teléfono. ‘Llamo de la cadena CBC. John Updike ha muerto en un accidente de tránsito. Nos gustaría que hiciese algún comentario.’ Estoy llorando. No puedo dormir (...) En cuanto a John, lo respetaba tanto como colega y lo quería tanto como amigo que su muerte me produce un efecto indescriptible. Era un príncipe (...) Para mí, es el escritor sin igual de su generación; su don de comunicar a millones de extraños sus emociones más elevadas y desesperadas se veía reforzado por una inteligencia y erudición inmensas y poco comunes. John poseía una astucia única en el campo de la estética (...) Uno echa de menos y con pesar su inteligencia, pero recuerda que dedicó su vida a escribir vetas perdurables (en modo alguno quiero decir inmortales) de sensualidad y revelaciones espirituales”.
Un poco después, Cheever –que toda su vida mantuvo con Updike una relación de amorosa competencia y envidia de camarada– agrega: “Así que la noticia de la muerte prematura de John es falsa. Según mi hija, he llegado a la conclusión de que un desconocido ambicioso vio el nombre en un parte de policía y decidió sacar partido”.
En su biografía de John Cheever, Scott Donaldson apunta que el engaño fue idea y obra de “un novelista rival con un siniestro sentido del humor” pero no revela el nombre.
¿Quién habrá sido?
¿Estará hoy vivo para leer las noticias?
En cualquier caso, el pasado martes 27 de enero, yo iba en un taxi y me llamaron por teléfono de un diario para comunicarme la noticia de la muerte de John Updike por cáncer de pulmón y pedirme que “hiciese algún comentario”. Dije las dos o tres cosas que uno dice en el helado calor de momentos semejantes. Frases sueltas y desconcertadas y dolidas. Después corté y el taxista me preguntó si había muerto “un ser querido”.
Le contesté que sí.
Y el taxista me dio el pésame por John Updike.
DOS
Minutos después, en mi casa, de pie frente al largo estante desbordando en doble fila la enorme y cuantiosa obra de John Updike (alimentada disciplinadamente a base de tres páginas de escritura diaria lloviera o tronara), me dije que iba a ser raro ya no contar con el próximo libro de Updike, con el libro de Updike de este año. De acuerdo, Updike ya había entregado un volumen de relatos –My Father’s Tears–, que saldrá este junio y probablemente queden artículos y notas sueltas como para ensamblar otra de esas contundentes recopilaciones que uno aprendió a querer y a utilizar como inteligentísimas bases de datos. Pero no será lo mismo, claro. ¿Y qué haremos en el 2011 o 2012, qué haremos con el resto de nuestra vida de lector?
Me acordé de que –cuando se enteró de la muerte de Anthony Burgess– Charlie Feiling exclamó, en la redacción de este diario, un “¡Pero si no iba a morirse nunca!”. Algo parecido sentía yo ahora ante la muerte de Updike que –junto a Samuel Beckett– siempre me pareció el escritor con más cara-de-escritor de toda la historia.
Y me acordé también –fui a buscarlo, volví a leerlo– de que, a la altura de la letra U, en The Salon.com Reader’s Guide to Contemporary Authors se dice que “con John Updike hay cierta incomodidad. Surge su nombre y asoma, también, una cierta impaciencia: Updike es probablemente nuestro mejor escritor palabra-por-palabra y reflexión-por-reflexión, pero... ¿No va siendo hora de que Updike se retire, de que Updike pase?”.
La pregunta era y es infantil, pero tiene al mismo tiempo su madura razón de ser para toda una nueva generación de autores cool como el suicida reciente David Foster Wallace, que no vaciló en definir a Updike como a uno de los “grandes Narcisistas Masculinos que han dominado la narrativa americana de posguerra y que están ahora en su senectud”. Estaba claro que Updike molestaba. Molestaba su intimidante fertilidad, su puntual disciplina, su estar en todas partes. Updike escribía y publicaba por lo menos cada doce meses desde 1958. Había ganado todos los premios importantes (sólo le faltó el Nobel), y firmó de más de sesenta títulos entre novelas donde destaca la tetralogía con coda Rabbit Angstrom. Compuesta por Corre, Conejo (1960), El regreso de Conejo (1971), Conejo es rico (1981), Conejo en paz (1990) y Conejo en el recuerdo (2001), ésta es, sin duda, una de las candidatas más firmes a Gran Novela Americana del Siglo XX, fundiendo magistralmente la historia pública de los Estados Unidos con la intimidad de un exitoso fracasado o de un perdedor triunfal. Sumarle colecciones de relatos (considerados por él como aquello por lo que sería o debería ser recordado), recopilaciones de ensayos (del golf a la pintura, pasando por el torrente de introducciones y reseñas publicadas en The New Yorker, alma mater en la que se inició como una suerte de office-boy (todo terreno”), poemarios, libros infantiles, una obra de teatro, unas exquisitas memoirs selectivas y, como editor, una comentada antología con el título de The Best American Short Stories of the Century en la que no dudó en incluir su “Gesturing” como representativo de 1980. También, digámoslo, fue ghost-writer del payaso Krusty en un episodio de Los Simpson.
Todas y cada una de esas líneas escritas con lo que Martin Amis, un admirador, definió como “un estilo melodioso, arriesgado, detallado, divertido y fresco (Un ejemplo más o menos al azar: ‘Se dejó caer en una silla de lona y se dedicó a cruzar y recruzar las piernas, que eran tan cortas que tenía la impresión de estar jugueteando con los pulgares’.) Esto es tan bueno, te quedas pensando; ¿acaso no es lo mejor? Una prosa así no se logra fácilmente, y sin embargo Updike produce un montón sobrecogedor de este tipo de material”.
Y está bien, es verdad: su última novela publicada en vida –The Widows of Eastwick, continuación de Las brujas de Eastwick– no está entre lo mejor que escribió.
Pero está tan bien escrita.
TRES
John Updike gozó de un privilegio del que sólo llegan a disfrutar muy pocos: el de que sus maestros llegaran a considerarlo un maestro, uno de ellos. John Cheever, Vladimir Nabokov y William Maxwell no escatimaron elogios a la hora de juzgar y celebrar, casi desde el principio, la obra de Updike. Más cerca en el tiempo, el ya mencionado Martin Amis, Ann Beattie, Richard Ford, Rick Moody, John Banville, Margaret Atwood o Nicholson Baker –que le dedicó todo un libro, su obsesivo ensayo de fan acosador U & I (1991)– entre muchos otros no dudaron en considerarlo un titán que aplicó su energía a iluminar lo doméstico, ese “territorio medio en el que siempre chocan los extremos”. Y Updike –después de todo y antes que nada– parecía ser un tipo humilde, sencillo, que alguna vez dijo aquello de “Ser un escritor famoso es como ser un enano alto. Siempre estás en el límite de la normalidad”.
Nacido en Reading, Pennsylvania, en 1932 (me pregunto si habrá algo mejor para un escritor que nacer en un lugar llamado Reading... ¿Existirá una ciudad de provincias llamada Writing?) John Hoyer Updike, hijo único, se crió en una familia protestante y asumió ese paisaje como el que definiría a buena parte de sus ficciones. Y ahí están y de ahí salen la veladamente autobiográfica El centauro (1963, una de las mejores novelas de padre/hijo jamás escritas) y En torno de la granja (1965). De allí partiría Updike para conquistar la gran ciudad, soñar con convertirse en dibujante y trabajar para la Disney. Pero pronto acabó reportando “the talk of the town” para The New Yorker y publicando los primeros textos que, enseguida, dejarían atrás una inicial placidez epifánica y salingeriana (ver y admirar la recopilación del 2003 The Early Stories: 1953-1975 donde se destacan las historias que transcurren en el imaginario pueblo de Olinger y las idas y vueltas del matrimonio de los Maple) para asumir las adúlteras tormentas sexuales de la Era del Divorcio en escandalosos best-sellers de calidad todavía hoy muy bien conservados como Parejas (1968) o Cásate conmigo (1976), ser acusado de misógino por su retrato tan lírico como despiadado de las mujeres, racista por su visión de los negros y poco comprometido por su elegante conservadurismo político, crear un alter ego judío y philiprothiano en las andanzas de Henry Bech (que sí ganaría el Nobel de Literatura) y llegar a un puñado de novelas tardías en las que, en mi opinión, se encuentra lo más interesante de su carrera. Comprobarlo en la delicada experimentación, en las oraciones admirables (con destellos de Henry James y de Marcel Proust y de Henry Green) y en la originalidad de tramas –que incluyen desde la posibilidad de un Dios informático, una saga familiar ligada fatalmente al séptimo arte y a la televisión, las noches oscuras de unos Estados Unidos fracturados y futuristas, una prequel de Hamlet, una aproximación lateral a la leyenda de Jackson Pollock o un thriller con adolescente fundamentalista– en La versión de Roger (1986), La belleza de los lirios (1996), Hacia el fin del tiempo (1997), Getrude y Claudio (2000), Busca mi rostro (2002) y Terrorista (2006).
Sus detractores –entre ellos, a lo largo de los últimos títulos, la implacable Michiko Kakutani de The New York Times– insistieron una y otra vez en que Updike escribía demasiado y guiado por el piloto automático de un genio que se había convertido en reflejo y tic y carnal prosa mandarinesca sobre cuestiones casi intangibles. Esto se puso claramente de manifiesto cuando Updike publicó Villages (2004), novela en la que volvía al pueblo chico/cama grande. Alguien tituló su reseña “Johnny One Note” (“Johnny Una Sola Nota”). A saber: coitos variados, barrios residenciales, atardeceres, lascivia hogareña, noticias brotando de televisores y periódicos, un hombre más o menos profesional y educado en el puritanismo protestante y blanco, pero siempre poseído por una satiriasis agnóstica y de todos los colores. Y el erosionante paso del tiempo en los rasgos de un imperio tan moderno como decadente.
Pero Updike dejó bien claro desde el vamos cuál sería su campo de juego. De ahí que no tuviera problemas en reconocer en una entrevista que “mi escritura estuvo, está y estará limitada siempre por mi experiencia y mi imaginación, ambas severamente finitas”, que “son muchas las cosas que he comprendido recién al verlas con los ojos de mis personajes” y que “en los últimos tiempos mi obra parece estar marcada por pensamientos más cobardes y rencorosos”. “Yo soy mis libros. Todo está ahí”, le confesó a Martin Amis este hombre que, a la hora de su primer divorcio, no fue el único que escribió sobre la cuestión en The New Yorker. Su hijo y su esposa también publicaron allí textos con sus respectivas versiones del asunto.
CUATRO
Cuando llegó la hora, John Updike publicó sensibles y sentidas necrológicas de sus maestros Vladimir Nabokov, John Cheever y William Maxwell. Buscarlas y encontrarlas en los archivos de The New Yorker.
Y nada me extrañaría menos que Updike haya dejado escrita la suya. Sus últimas tres páginas prolijas y meditadas y corregidas porque, en el 2006, ya había advertido sobre su poca confianza en la trascendentalidad del suspiro final y en la posibilidad de despedirse con estilo durante el minuto del adiós: “Las últimas palabras, registradas y atesoradas en los días en los que el lecho de muerte era el hogar, han pasado de moda. Quizá porque la mayoría de las personas agota sus últimas horas en un hospital, demasiado drogadas para que lo que dicen tenga algún sentido. Y sólo las oye la enfermera del turno de noche”.
Así que hasta que esas tres páginas finales y definitivas aparezcan –si aparecen– puede cubrirse este hueco imposible de llenar con lo que Updike recopiló en la última página de Due Considerations: Essays and Criticism (2007) cuando el 18 de marzo del 2005, día de su cumpleaños, le pidieron un breve texto en respuesta a la pregunta “¿En qué cree usted?”.
Y Updike respondió:
“A la edad de setenta y tres años, en lo que más creo, de todo corazón, es en el valor humano de la escritura creativa, ya sea en verso o en ficción, como medio ideal para decir la verdad, expresarse a uno mismo y homenajear a los milagros gemelos de la creación y la conciencia”.
Cinco años antes, como elegía por William Maxwell, Updike había publicado un poema titulado Stolen que, aplicado a otra muerte, puede volver a recitarse en esta hora triste y que termina así: “El bote se inclina como congelado en la ola salvaje de la tormenta / El concierto se ha interrumpido entre dos notas / Una tierra incógnita, lo suficientemente extensa / Se convierte en una ausencia. Cuando los sabios / y amables hombres mueren, ¿quién restaurará a su trono a la excelencia que ha desaparecido?”.
Buena pregunta.
John Updike era un rey.
Por Martin Amis
Dijo que tenía cuatro estudios en su casa, así que nos lo podemos imaginar escribiendo un poema en uno de esos estudios antes del desayuno, después en otro escribiendo cien páginas de una novela, después a la tarde escribiendo un largo y brillante ensayo para el New Yorker, y después en el cuarto estudio bosquejando otro par de poemas. John Updike debe haber poseído más energía pura que cualquier escritor desde D. H. Lawrence.
Leí que esos prodigios sufren de una condición envidiable llamada “presión en la corteza”. Es como si tuvieran un resorte siempre a punto de explotar. Así ha producido una obra enorme. Y es, sin duda, uno de los grandes novelistas norteamericanos del siglo XX.
El solo se podía medir con los grandes judíos –Bellow, Roth, Mailer, Singer–. Y fue típicamente suyo convertirse, casi como una línea de trabajo lateral, en uno de los grandes novelistas judíos con su personaje de Henry Bech. Eso me parece lo esencial de Updike: nunca estar satisfecho con las limitaciones, siempre demandando más que su porción.
Joyce dijo alguna vez que hay cosas demasiado embarazosas para ser escritas en blanco y negro. Era congénitamente imposible que algo embarazara a Updike, y nosotros somos los beneficiarios de eso. Llevó la novela a un nuevo nivel de intimidad: nos llevó más allá de la habitación y nos metió en el baño. Es como si nada de lo humano le fuera negado.
Para mí, sus más grandes novelas son las dos últimas de Conejo: Conejo es rico y Conejo en paz. Su estilo era de una vividez y musicalidad imparables. Varias veces por día uno se interrogaba, como ahora interrogaremos a su fantasma: “¿Cómo lo haría Updike?”. Hoy es un día helado para la literatura.
Por Paul Theroux
Voy a extrañar, antes que nada, su generosidad, la amplitud de sus lecturas, sus descripciones escrupulosas, y la felicidad que era evidente en su escritura: era alguien a la vez sumamente confiado y humilde. Entrenado como pintor, Updike mantuvo esa mirada que nunca pestañeaba durante toda su vida. Era el gran noticiero de la literatura norteamericana, y su trabajo siempre recordaba la textura y el detalle de la vida: la carne, la caída de la ropa, los modos de hablar, la intensidad de una luz. Tengo en mi mente dos obras olvidadas en los obituarios: un hermoso ensayo sobre caminar descalzo en Martha’s Vineyard y el persuasivo continente africano de su novela The Coup. Updike nos ayudaba a ver y la amplitud de su visión es asombrosa. Por eso me sorprenden algunos obituarios: discutiendo si algunos de sus libros son más flojos que otros, repartiendo buenas y malas notas. Omiten el punto central: su obra, escrita en una prosa musical, es de una sola pieza y captura las fuerzas de la vida americana, medio siglo de lo político, lo social y lo matrimonial, de soledad e intimidad y de pasión: la libido humana siempre late en su obra de ficción.
Su capacidad de trabajo también era enorme. Pienso en algo que V. S. Pritchett escribió una vez: “Cuantas menos novelas u obras escribas, por culpa de otros intereses parasitarios, menos serán las que tengas la capacidad de escribir”. Pritchett se lamentaba de su escasa producción. “La ley de las artes establece que deben perseguirse hasta el exceso.” Updike es la prueba triunfante de esto.
Por George Saunders
En 1992, el New Yorker me aceptó por primera vez un cuento. Iba a salir en el primer número dirigido por Tina Brown. Enseguida me enteré de que, en honor a la ocasión, iban a publicar dos cuentos. La idea era contrastar lo nuevo (yo) con lo establecido. Fue tremendo descubrir que el representante de lo establecido sería John Updike.
Tremendo porque intuí que el contraste sería: el extraordinario representante de lo establecido (Updike) deja en evidencia al superficial, torpe y poseur representante de lo nuevo.
Esto resultó cierto. El cuento de Updike fue el extraordinario “Jugando con dinamita”, un complejo, hermoso y multilaminado ejemplo de la tradición modernista: un cuento cuyo significado insuflaba sus frases de modos que no parecía posible. Me pregunté entonces, y me pregunto ahora, cómo puede alguien escribir tan poderosa y consistentemente. ¿Cómo se habrá visto el mundo a través de sus ojos y su mente? Ser así de productivo, a un nivel tan alto, por tanto tiempo: la percepción debe tener que ser flexible, adaptable, capaz de encontrar historias en todo lados como Chéjov–, que una vez, desafiado, se ofreció a escribir un cuento sobre cualquier objeto que le propusieran, y volvió a la mañana siguiente con esa pequeña obra maestra que es “El cenicero”–.
Un fenómeno como el de John Updike sucede una vez por generación, si esa generación tiene suerte: cómodo en tantos géneros, la misma inteligencia, generosa y vivaz, en todo lo que hace. Nunca tuve el placer de conocerlo, pero, como supongo que será el caso de muchos lectores, lo incorporé a mi vida, y soy una mejor persona gracias a la voz urbana, articulada y esperanzada que puso en mi cabeza.
Por T. Coraghessan Boyle
Aunque no lo conocí, John Updike fue uno de mis héroes. Lo leí por primera vez en la universidad, cuando empezaba a intimar con verdadera gran prosa, y lo leo desde entonces, esperando cada novela y colección de cuentos. Lo que más me impresionó, además de su exquisita habilidad lingüística, es el aliento de su obra y el modo en que entregó su vida, devocionalmente, a la literatura. Sus cuentos son hitos pienso en los gloriosos y devastadores cuentos sobre los Maple y las novelas de Conejo representan un logro inigualado en nuestro tiempo. Pero quizá mis favoritos sean los libros de Bech, que parecía escribir para demostrar su espectro. Me encantaba, literalmente. Nos mostraba el camino. Lo voy a extrañar como extrañaría una de las montañas que veo desde esta ventana si una catástrofe natural la derrumbara. Hay una ausencia, sí, pero también la memoria de lo que hubo ahí. Y mejor todavía un estante lleno de libros para releer.
Por Thomas McGuane
La noticia de la muerte de Updike me descolocó: escribió tan bien y durante tanto tiempo y hasta hace tan poco que su ausencia es difícil de contemplar. Algo falta. Tuve un ramalazo de indignación al pensar en los nadies que ganaron el Nobel mientras él estuvo vivo. Ahora está descalificado. Algo terrible.
Lo conocí hace años, nos vimos un par de veces, y me pasé el día recordando nuestros encuentros. Pero ahora nos queda releerlo, admirar el amoroso y perfecto acabado de su prosa, su erudición extraordinaria y, a veces, de cara a críticas bastante horribles, la inclaudicable dedicación a su trabajo. Como un comentarista habitual y accesible sobre arte y literatura, no tuvo un par desde Edmund Wilson. Es imposible pensar en un escritor mayor menos complaciente.
La noticia de su muerte fue un impacto parecido al de la muerte de Conejo Angstrom: una reticencia a dejarlo ir. Aquella vez le escribí. En su respuesta, sumamente cálida, se explayaba sobre la mitificación de Conejo y la atracción que sus lectores sentían por él. Mi traducción: no se sentía cómodo con que la sombra de esa tetralogía opacara el resto de su obra. Pero es lo que sucedió.
Por Julian Barnes
Como tantos otros, regularmente he viajado a Venecia con Las piedras de Venecia de Ruskin, y regularmente he fracaso en mi intento de leerlo ahí. Ese sueño del lector en que libro y lugar coinciden, con frecuencia nos decepciona. Pero una vez, hace más de diez años, fue un milagro. Yo iba a recorrer Estados Unidos presentando uno de mis libros. En Heathrow compré Corre, Conejo y abordé. En ese mismo momento se terminaron los problemas de lectura por el resto del viaje. Me compré cada uno de los tomos siguientes en diferentes ciudades, usando los boarding pass como señaladores. Las novelas eran una distracción, y una refulgente confirmación, de la vasta ordinariez del modo de vida americano. Cuando eludía mis responsabilidades y caminaba las calles de las ciudades y los suburbios, veía Conejolandia por todos lados. Incluso en esos momentos en que el cansancio apenas me permitía encender el televisor en el cuarto de un hotel, interactuaba con el libro, dado que Updike ama el contrapunto entre eventos nacionales (es decir, eventos nacionales absorbidos por Conejo a través de la televisión) y la vida privada de este ciudadano norteamericano arquetípico del siglo XX. Mi viaje terminaba en Florida –lo cual era perfecto, dado que el cuarto volumen, Conejo en paz, lo encuentra en la tierra de los condominios geriátricos–. El pobre Conejo moría, la novela terminaba y también mi viaje. No recuerdo qué leí en el vuelo de vuelta, sí que volé convencido de que el cuarteto de Conejo es la gran obra maestra de la ficción norteamericana de posguerra, aunque preguntándome si alguna vez volvería a encontrar circunstancias tan perfectas para volver a leerla.
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