Domingo, 8 de marzo de 2009 | Hoy
Su primer papel fue a cara cubierta. Pero enseguida filmó a las órdenes de Sergio Leone una trilogía del Oeste en la que dio forma a un personaje mítico cuyas características lo acompañarían durante décadas. Con Harry el sucio creó otro arquetipo de manera tan inapelable que lo estigmatizaría también durante años. Pero finalmente demostró lo errado de las acusaciones de machismo, misoginia y fascismo para convertirse en una de las figuras más prolíficas, progresistas y respetadas del cine. Sin caer jamás en el cliché del galán, fue dando a sus interpretaciones una densidad emocional detrás de esa cara cada vez más mineral y esa mirada cada vez más sabia. A los 78 años, con más de 60 películas como actor y más de 30 como director, Clint Eastwood dirige, protagoniza y estrena Gran Torino, una cumbre entre sus papeles, con la que anuncia su retiro de la actuación. Por eso, Radar rinde homenaje al hombre que mostró cómo ser un duro sin perder corazón.
Por Mariano Kairuz
Con Gran Torino, Clint Eastwood se despide de la actuación. Es decir, de una carrera de 53 años. Eso es al menos lo que ha estado diciendo en las entrevistas promocionales. Y, consciente de que ya se había despedido antes en varias ocasiones, ahora que ya tiene 78 años, casi 79, pregunta: “¿Qué me pueden ofrecer a mi edad? Ya no se hacen papeles como para mí. No tengo ningún problema en hacer de mayordomo, pero a menos que haya alguna urgencia, prefiero mantenerme detrás de cámara”.
Ocurre, además, que Gran Torino es una de esas películas que se sienten desde la butaca como proyectos muy personales –por más que el guión sea del desconocido Nick Schenk–, y donde el actor/director parece estar, si no suscribiendo cada palabra de su personaje, al menos sí expresándose a través de él. Dejando algunas cosas en claro a través de diálogos, actitudes y acciones. Finalmente, el hasta ahora jovial, enérgico y saludable Eastwood se muestra, aunque todavía bien vivo, más frágil, hasta vulnerable, capaz de pensar en la cercanía de la muerte. De modo que hay varias despedidas en esta película, e incluso si éste no llegara a ser su último trabajo como actor, sí parece destinado a quedar en su filmografía como un adiós anticipado. A partir de ahora, aunque interprete algún otro personaje más adelante, no habrá dudas de que fue con Gran Torino que Eastwood se despidió de la actuación.
Si esta pequeña gran película que le debe su título a un auto de los años ’70 marca un punto significativo en el arco de su carrera como actor, esto es por la manera en que su rostro duro y su voz gruñona han ido señalizando etapas en su carrera. Muchos recuerdan las palabras con las que la influyente crítica Pauline Kael recibió la primera Harry el sucio en las páginas de The New Yorker, en 1971: era “un ataque directo sobre los valores liberales”, una obra decididamente fascista y “profundamente inmoral”. El policía que se salteaba la burocracia y los procedimientos judiciales para “ajusticiar” a los criminales, identificó a Eastwood por años con la extrema derecha republicana. Ronald Reagan pareció confirmarlo al citar en uno de sus discursos el leit motiv del policía Harry Callahan: “Come on, make my day”. Y mucha gente en Hollywood quedó tan enojada con Eastwood por aquel personaje, que durante algún tiempo fue congelado en los castings. Recién cuando cierta sensibilidad más acorde con el Hollywood liberal se hizo evidente en sus películas, empezaron a verlo con otros ojos. Ese “nuevo Eastwood” –que tal vez no lo fuera tanto, en el fondo– emergió en películas como Cazador blanco, corazón negro, una biografía informal de John Huston en los tiempos del rodaje de La reina africana. Para cuando la Academia le dio su primer Oscar, con Los imperdonables, western crepuscular protagonizado por un matón veterano que carga pesadamente con sus pecados, ya se hablaba de un giro de conciencia, casi de un arrepentido. “Con Los imperdonables no me estaba arrepintiendo de nada –aclaró en una entrevista–. Yo no estoy tan atrapado por mi pasado.” Y también dijo: “Es divertido interpretar a gente distinta de uno, pero al público lo decepciona descubrir que uno no es los personajes que interpreta, que yo no soy Harry y que no llevo un arma conmigo a todas partes”.
El protagonista de Gran Torino es Walt Kowalski, un veterano de la guerra de Corea que, tras la muerte de su esposa, pasa sus tardes en la entrada de su casa, ubicada en un vecindario venido a menos del ex cinturón industrial de Detroit, tomando cerveza junto a su labrador y cerca de su Torino, probablemente los dos únicos objetos de afecto en su vida. Casi no tiene contacto con sus hijos, que quieren mandarlo a un hogar de retiro, ni con sus frívolos e indiferentes nietos. El barrio se ha vuelto un lugar violento, escenario de guerra de pandillas armadas; y toda la zona parece haberse reconfigurado a partir de la llegada de familias de inmigrantes orientales. Los vecinos de al lado son de origen hmong, un pueblo que proviene de China, Tailandia y Laos, y que luchó del lado norteamericano en Vietnam; aunque para el viejo cascarrabias no se trata más que de un montón de “chinos o coreanos”, da lo mismo, a los que preferiría tener bien lejos. Hasta que se ve forzado, por supuesto, a relacionarse con ellos, y de un conflicto inicial surge una amistad con el hijo adolescente de la familia. La intolerancia racial, sus actitudes de hueso duro y la vocación y la indignación con que enfrenta a los pandilleros, han convocado en Walt el espíritu de Harry el sucio, aunque sólo para terminar tomando un camino distinto. Donde ese desvío se hace efectivo, muchos críticos norteamericanos sintieron una vez más que éste no era otro que Clint haciendo las paces con Dios –como las hace su personaje, aunque no es muy amigo de la Iglesia que digamos– a tiempo.
La idea de un mea culpa suena, hay que decirlo, un poco exagerada. La mirada más interesante sobre Gran Torino que puede encontrarse entre las reseñas de su país es la que ofrece el periodista Scott Foundas en el Village Voice. Foundas señala que Kowalski es como muchos personajes previos de Eastwood, “un hombre que no pertenece a su tiempo, que siente a un nivel profundo, difícil de articular, que ha sobrepasado su propia vida útil”. Y le encuentra, sí, elementos de Harry el sucio (“apuntando su disgusto, y su arma de fuego, contra las horribles imperfecciones de una sociedad sin valores”) y algo del entrenador de Million Dollar Baby (“que ha sido una decepción tanto para sí mismo como para su familia”), “y más que un poco del imperdonable Bill Munny, quien aun perseguido por su pasado no puede resistirse a una última cabalgata”. Hace mucho, dice Foundas, que la violencia romántica del cine norteamericano ha perdido su fuerza y su razón de ser para Eastwood, “y ése quizá sea su fantasma”. Cuando al final de Gran Torino invierte el clímax de Los imperdonables, parece estar cerrando la puerta, como lo hizo en aquélla respecto de su larga relación con el western, tras su ciclo de películas de violencia urbana.
Aunque, después de todo, es probable que lo más impresionante de todo sea Eastwood a los 78 interpretando a este hombre absolutamente vital, pero finalmente de 78 años, un poco enfermo, consciente de su finitud, vestido decididamente como un viejo, con el pantalón por encima del ombligo. Pero no es que él haya cambiado tanto. Tal vez, parece decir, los que cambiaron fueron los demás. “No soy realmente tan conservador. Lo soy respecto de ciertas cosas: creo en un gobierno más chico, en la responsabilidad fiscal y en todas esas cosas en las que los republicanos antes creían pero ya no. Creo que hoy la gran diferencia es que no hay diferencia entre los partidos”, ha dicho. Lamenta la muerte de Paul Newman, porque con él se fue uno de los últimos de su generación. “Ya quedamos muy pocos: James Garner, Dustin Hoffman y yo, y pocos más.” Y consigue que pongamos toda nuestra simpatía del lado de un personaje políticamente incorrecto, un tipo capaz de llamar todavía a amigos y “enemigos” con epítetos raciales o étnicos, porque, dice, así es como hablaban los hombres de su generación. Eastwood no tiene ningún interés en “perder el tiempo” tratando de ser políticamente correcto. Y de todas maneras, dice, “a medida que uno envejece, ya no le teme a la duda: la duda ya no está al mando. Uno deja de sufrir. Al final de cuentas, ¿qué te pueden hacer después de los 70 años?”.
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