Domingo, 8 de marzo de 2009 | Hoy
Por Marta Dillon
Es una afirmación soez, sin duda, pero cuando pienso en él no puedo evitar pensar cuánto se parece su nombre a la palabra en inglés que define la parte más preciada de mi cuerpo. No se trata tanto de cómo suena Clint si no de dónde resuena ese nombre que es una presencia, una mirada gélida, una economía de palabras tal que parece posible arrodillarse y rogarle que diga una, que desprenda esos labios cada vez más delgados según pasan los años —menos sexies para el vulgo pero no para él, que suele tenerlos tan apretados que la certeza de que allí dentro se esconde un tesoro se impone nítida como la vuelta del sol cada mañana—. No hay manera de no ponerse cursi, imposible si en la memoria aparece esa escena de Los puentes de Madison, ésa en la que él clava el aguijón de sus ojos azules en la mujer que se le va. Los clava a través de un vidrio, a través de la lluvia, a través del celuloide e incluso del tiempo. Los sigue clavando en mi corazón que se arruga como una nuez —será en honor de tan ilustres surcos— o bien se expande como una esponja, capaz de generar más humedad que ese diluvio que acompaña la despedida de los amantes. Para mí, Los puentes de Madison fue una experiencia tan genuinamente romántica que fui capaz de besar, a la salida del cine, a un amigo que sólo fue príncipe ese día por hechizo de Clint desde la pantalla. Y no es que me gusten los galanes maduros, de ninguna manera. Es él. Es un estilo, una manera de decir y de no decir. Es él que nunca fue joven porque la juventud es promesa y él apareció en el cine para cumplir. Aunque, es cierto, los años le hicieron bien. Habrá frases memorables en su zaga de Harry el sucio, pero hasta que no se lo escucha recitar en gaélico no puede entenderse qué poco importan las palabras frente a quien es pura presencia. Presencia y un cuerpo tan magro y a la vez tan fuerte que dan ganas de colgar una hamaca de uno de sus brazos y dejar que la fantasía se columpie allí con la seguridad de estar sujeta por todos los hombres del mundo, por todo lo que se le puede pedir a un hombre: amparo, firmeza y un corazón suave como una palta madura. Ese cuerpo parece un árbol —¡si hasta le quedan bien los pantalones abrochados por encima de la cintura!—, pero un árbol con madera suficiente para construir el mástil al que me amarraría para dejar que arrecie la tormenta. Clint, clit, Clint, clit... razones de fuerza mayor exigen acabar con esta columna.
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