JB para todos
James Bond cumple cuarenta años en la pantalla grande y lo celebra con Otro día para morir, su película número 20. Sin embargo, había quienes sospechaban que los festejos estarían teñidos por la sombra de una duda: ¿cómo iba a hacer Bond para seguir siendo Bond después del 11 de septiembre, Osama bin Laden y Bush Jr.? Sorpresa: no se hace ningún problema, se pone más cínico que nunca y hasta se da el lujo de mojarle la oreja a Washington y hacerle un guiño a Corea del Norte.
Por Mariano Kairuz
“El mundo ha cambiado”, le dice M a Bond, con ese ligero gesto de “cosa-seria-pero la misma cosa seria de siempre” que ha sabido imprimirle Judi Dench en lo que va de la saga desde que Pierce Brosnan se puso el smoking y se tomó el primer martini vodka. La frase constituye la alusión más directa al 11 de septiembre de 2001, fecha que debe haber puesto a los guionistas actuales en plan de reformulaciones, o al menos obligado a preguntarse si era necesario reformular algo y cómo evitar que Bond deje de ser Bond al empezar a preocuparse por esa entidad tan poco estimulante llamada realidad. Por otro lado, es poco probable que aquel 11-9 el agente secreto haya tenido oportunidad de seguir los eventos del día por televisión, ya que, según el comienzo de Otro día para morir, por ese entonces se encontraba secuestrado por un comando militar en la zona desmilitarizada entre las dos Coreas, áspero paisaje donde el ornamento más sofisticado serían la enorme cantidad de minas explosivas, “legado cultural de los norteamericanos”, según define uno de los villanos.
El problema no es tanto el bache informativo del espía al servicio secreto de su majestad, privado de sus martinis durante catorce largos meses, como que M sospecha que esta vez su pollo se ha quebrado bajo el persuasivo recurso del submarino helado, los repetidos golpes y el veneno de escorpión. Todo está en la secuencia de créditos que, en una combinación peculiar e innovadora, funde las escenas de tortura con las siluetas femeninas de rigor y el tema del título (cantado por Madonna), llevando el concepto hedonista y políticamente incorrecto que caracteriza las presentaciones Bond un poco más allá, al superponer seducción y tormento físico. Bond, por su parte, asegura no haber traicionado a la agencia MI6, pero cuando M le recuerda que bien podría haberse tomado su dosis de cianuro para evitarle y evitarse riesgos, él le contesta en tono de recriminación, como si ya debiera saberlo, que “me deshice del cianuro hace rato”. Porque si hay esperanzas de otro paseo en Aston Martin por las calles de, digamos, Montecarlo y otra vuelta de martinis y chicas peligrosas, mejor esperar otro día para morir.
El mundo ha cambiado, entonces, le hacen decir los guionistas a M, pero Bond es Bond y ese cinismo tan charming que lo caracteriza no parece menos apropiado para aquello en lo que sea que el mundo esté convirtiéndose. Lo que ni Bond ni M saben es que, entre el estreno norteamericano de Otro día para morir y su estreno argentino esta semana, las autoridades de Pyongyang, Corea del Norte, le han echado el guante en la cara a George W. Bush, devolviéndole la prepotencia del argumento de las armas nucleares. Ni que la “opinión pública” norteamericana ha pasado a ser consultada acerca de qué amenaza le arrebata más horas de sueño: si la tan anticipada guerra contra Saddam o la posibilidad de un regreso a Extremo Oriente postergado por medio siglo. Y Bond casi como si nada, enfrentando a un norcoreano megalómano y rencoroso que se ha mandado a construir una especie de lupa superpoderosa capaz de destruir la Tierra usando una fuente energética tan ecológicamente correcta como lo es el mismísimo Sol.
SE DICE DE MÍ
“Vivimos una era violenta”, justificaba Ian Fleming en una entrevista para la revista Playboy poco antes de su muerte, en 1964. “La seducción ha reemplazado hasta cierto punto el cortejo amoroso. El avance directo, plano, no es la excepción, sino el estándar. James Bond es un hombre saludable, violento y no cerebral, una criatura de su época. No diría que es particularmente típico de nuestros tiempos, pero ciertamente corresponde a estos tiempos. Es un hombre despreocupado, liberado. Y, como todos los héroes ficticios que encuentran una gran aceptación popular, Bond debe reflejar su propia época, y vivimos una época violenta, tal vez la más violenta que haya conocido el hombre.” Robert Wade y Neal Purvis, los guionistas de Otro día para morir y de la anterior y menos lograda El mundo no basta, habrán tenido en cuenta las palabras de Fleming, pero también habrán pensado que todos saben lo que un Bond significa, y que eso de “devolver a Bond a la versión original de Fleming” es una de las frases más repetidas por cada uno de los equipos de realizadores que ha retomado la serie. Y la más ignorada, según explica Wade: “Hay una máquina que da vuelta todo y lo convierte en una película Bond. Esta vez lo abordamos como una obra de personaje, pero eso es muy difícil de ver. Lo que suena más fuerte es el bang, no la voz interior. Uno le agrega la música, y con eso toda la acción se convierte en una película Bond”. Es decir, revisar a Bond, homenajearlo, aggiornarlo un poco tal vez, está bien; pero intentar refundarlo llevándolo de regreso a algo que tal vez nunca fue, eso sí que no tendría sentido.
La cuestión, en todo caso, es cuál sería la vuelta de tuerca a incorporar en Otro día para morir, película que superpone su condición de Bond (oficial) número 20 a su cuadragésimo aniversario en el cine y a aquello de que “el mundo ha cambiado” desde la última vez que se lo ha visto haciendo de las suyas. El resultado arroja un batido –no revuelto–, el mismo de siempre, pero con un grado mayor de cinismo, debido a la impúdica exhibición de autoconciencia que ostentan sus personajes. Bond no pierde el pulso cuando le asegura a su enemigo, que acaba de revelar su identidad, que él tampoco tiene interés en ver a la Corea comunista sometida al poder occidental. Ni objeta algo a ese personaje, un hombre influyente de La Habana, cuando éste le dice que “un terrorista puede ser un paladín de la libertad”. 007 es, simplemente, un tipo que hace su trabajo, y tal vez no sea otra cosa que un verdadero mercenario. Sus motivaciones más profundas probablemente sean las más superficiales, las mismas de su popularidad: la promesa, con cada película, de poder abandonarse a un disfrute para nada culposo mientras se carga de las maneras menos diplomáticas a esos supervillanos engendrados por la usina de malvados del (ex) bloque enemigo de la Guerra Fría. Varios personajes de Otro día para morir se toman unos segundos de película para definir a Bond; lo hacen con cierta dureza (“un asesino británico”, dicen los coreanos; un mujeriego empedernido que “cena sexo y desayuna muerte” y vive bajo la consigna de “disparar primero preguntar después”, dice la gélida agente Miranda Frost), pero no son desmentidos por la película, sino más bien todo lo contrario. Hasta los propios técnicos del MI6 se permiten un chiste sobre el hígado de este tipo, el cual, después de las trece novelas de Fleming (y otras de sus continuadores), las veinte películas y los cuarenta años, debe estar más bien batido Y revuelto. Bond sonríe una vez más, practica relaciones carnales con la agente norteamericana Jinx (Halle Berry), y advierte que no logrará llevarse a la cama a Madonna (en su fugaz personaje de esgrimista), quien se encuentra más interesada en Mrs. Frost, la espía que vino del frío.
LO QUE VES ES LO QUE HAY
“Tomamos la realidad y la estiramos un 12 por ciento” porque “Bond es Bond y debería seguir siendo Bond”, dice Victor Armstrong, director de segunda unidad especializado en la escenas de acción de las últimas películas de la serie. Aunque él debería saber mejor que nadie que Otro día para morir ingresa en el terreno fantástico como pocas veces se ha hecho en la saga sin por eso, claro, dejar de ser una Bond movie. Un poco más despiadada tal vez –el signo de los tiempos del que hablaba Fleming– pero innegablemente Bond. Que es quien vuelve a salvar el día para todos (a pesar de los molestos intentos de colaboración con las autoridades yanquis). “La última joya de la corona de la industria cinematográfica británica, con David Lean muerto y Harry Potter en pañales”, según su director, el neocelandés Lee Tamahori. “Por eso a Bond no se lo debe poner en terapia, no hay que debilitarlo. Es James Bond, y uno no quiere arruinar eso.” Y eso es todo. Sino, que le pregunten a Brosnan, que ya dijo que sí, que va a tomarse otro martini, y tal vez otro más (para así igualar los seis Bond de Connery, su 007 favorito) pero también que cada vez le resulta más difícil contestar las preguntas de la prensa, película Bond tras película Bond. Después de todo, argumenta, “no hay tanto para decir acerca de ellas”.