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Domingo, 12 de enero de 2003

Museo Royale

p.d. Los espías llegan al frío (del museo)

 Por Rodrigo Fresán

En el recientemente inaugurado International Spy Museum de la ciudad de Washington (800 F Street, a pocos pasos de la sede central del FBI) hay fotografías de una París bombardeada tomadas por palomas mensajeras. Uno las mira primero con admiración y enseguida con una sonrisa al imaginar al sufrido entrenador de esas sufridas palomas, y enseguida cae en la interesante paradoja de que, por fin, exista un museo donde mirar todo aquello que hasta ahora no se podía ver. Aquí están las antigüedades y ruinas y nuevas fortificaciones de un planeta invisible súbitamente revelado a los ojos del curioso que sólo podía imaginarlo a través de ficciones escritas y filmadas o a partir de la muy ocasional erupción verdadera en la que un espía era descubierto y esposado. Y otra paradoja: el espía recién existe para los otros cuando es descubierto; hasta entonces no es más que el rumor de un fantasma y a mí siempre me intrigó que todo el mundo conozca a James Bond en sus aventuras, que ni siquiera se preocupe por cambiar de cara o de cocktail preferido.


UNO En la nueva película de Bond hay un momento absurdo y revelador: Bond entra casi desnudo y apaleado a un hotel de lujo, pide “la suite de costumbre” a un obsequioso empleado, sube al cuarto, se afeita en cinco minutos y listo: ya es el 007 de siempre más que dispuesto a recibir a una hermosa masajista que resulta ser un arma mortal o algo así. Si de algo es culpable Fleming es de haber obsequiado al oficio de espía con indiscriminadas e insalubres cantidades de glamour –alcanza con comparar el modus vivendi de Bond con los de sus contrapartes más grises y realistas y, sobre todo, tanto más subterráneos de Greene o Le Carré– y dotar así a la profesión de un atractivo que, seguramente, le costó la misión y la vida a más de un incauto.


DOS “James Bond no sobreviviría ni cuatro minutos ahí afuera”, dictamina el coleccionista Keith Melton quien –junto al oficial retirado de la CIA Peter Earnest y el oficial retirado de los servicios secretos rusos Oleg Danilovich Kalugin, el estudio de arquitectos de museo Gallagher & Associates, y los profesionales de la compañía Malrite (responsables también de la gestión y promoción de otros santuarios como el Rock and Roll Hall of Fame)– ha sido uno de los encargados de dar fondo y forma al Spy Museum. Siete años de planificación y cuarenta millones de dólares de presupuesto para celebrar el verdadero oficio más viejo del mundo (pensar en esa serpiente satánica como topo infiltrado en el Paraíso; pensar en aquel visible Caballo de Troya como el antepasado de este Aston Martin ahora invisible) y, también, la más internacional. Para las vitrinas del Spy Museum han colaborado los servicios de espionaje de Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Israel, Alemania del Este, Unión Soviética, Checoslovaquia, Ucrania y Polonia. Todo ese mapa de ese otro mundo que está en éste –desparramado a lo largo y ancho y alto de una manzana y cinco viejos edificios puestos a nuevo– y lo que uno se pregunta, claro, es que si esto es lo que se puede mostrar, vaya uno a saber lo que sigue siendo clasificado, top-secret, mejor no enterarse.


TRES “La misión del International Spy Museum es la de educar al gran público sobre las artes del espionaje de un modo atractivo y dentro de un contexto dinámico que facilite la comprensión de su rol vital y de su impacto trascendente en nuestra Historia haciendo foco en toda la inteligencia humana puesta al servicio de la actividad de los espías”, anuncia el site del Spy Museum. Y tal vez el encanto más importante del museo –más allá de toda la parafernalia– es la cantidad de grandes tramas que almacena. Aquí se repasan las siglas y misiones de grandes fantasmas desde los tiempos de Moisés hasta los tiempos en que Saddam asegura que los inspectores de la ONU son espías y Bush asegura que losestudiantes extranjeros son espías y en alguna parte Osama Bin Laden se ríe mirando la CNN. Lo que nos lleva a pensar, erróneamente, en que este museo –cuya idea gestora ocurrió circa 1995– consideraba ya, como suelen hacerlo los museos, a todo el asunto como parte de un pasado reciente pero pasado al fin en el que aquellos inflamables años de la Guerra Fría fueron la Edad Dorada de un arte ahora en decadencia y con riesgo de extinguirse. Sin embargo el 11-S ha funcionado, también, como gran rejuvenecedor y allí vamos, otra vez: nuevas y kafkianas agencias de inteligencia, profesionales con permiso para matar, escudos de misiles, escándalo en Corea por la falta de respeto del nuevo Bond a ese país bicéfalo y tan caliente y, ay, la sospecha de que en los próximos años habrá que ir agregando nuevas alas al Spy Museum. Muchas.

CUATRO “Los espías nunca se matan entre ellos. El espionaje termina en el momento exacto en que tienes que empuñar una pistola”, dictamina el coleccionista Melton y tal vez de ahí –leo en una revista de un diario español– que no haya muchas armas de fuego en el Spy Museum. Lo que sí hay –lo que no decepcionará a nadie– es una avasallante cantidad de aparatitos e ingenios que incluyen desde greatest hits como la máquina utilizada para quebrar el Código Enigma hasta piezas de “fajina” como relojes/cámara fotográfica y micrófonos/emisoras de radio en el taco de un zapato inglés y esos anteojos de patillas envenenadas a morder cuando te agarran para hacerte unas preguntitas. Y –como suele ocurrir con esa nueva forma de museología que emparenta el aprendizaje con el parque de diversiones– ahí están las cuidadas repros de los túneles bajo el Muro de Berlín, del laboratorio de Los Alamos donde Oppenheimer alumbró la Era Atómica, y el auténtico Aston Martin que manejó Sean Connery en Goldfinger. Ahí están las rigurosas retrospectivas cinematográficas. Ahí están los cursillos y seminarios especializados (que incluyen versiones infantiles para niños que quieran ser spy kids en las que se les enseña a disfrazarse). Ahí está la posibilidad –un poco criticable pero muy graciosa– de adoptar identidades falsas previo examen por un oficial de reclutamiento (“¿Qué es lo que motiva a un espía y qué lo motiva a usted a ser espía? ¿Patriotismo? ¿Dinero? ¿Una situación complicada? ¿Su propio ego?”, se interroga al voluntarioso) para luego ser adiestrado en la apertura de puertas para las que no tenemos llave, la observación y escucha de vecinos y el descifrado de claves secretas. Ahí están las special-parties donde se te invita a ir representando a tu espía favorito donde, seguramente, abundarán los 007, los Flint, los Austin Powers, los XXX y se extrañará –así iría yo, al menos– al lacónico y cockney Harry Palmer de Michael Caine y, uh, ¿quién es esa Emma Peel junto a la barra? Y ahí están los grandes carteles que anuncian y advierten en cuanto a que el visitante es filmado todo el tiempo por cámaras de circuito cerrado tal vez teniendo en cuenta aquello de que si el asesino siempre regresa a la escena del crimen, es más que probable que el espía más buscado no pueda evitar entrar por una de las puertas del Spy Museum, tomarse un café en el Spy City Café o almorzar en el Zola Restaurant, comprar algún souvenir en la tienda, y después salir de ahí saltando desde el tejado. Con la invalorable e imprescindible ayuda de un hijito especialmente entrenado, por supuesto.

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