POR CAROL BECKWITH Y ANGELA FISHER
Ceremonias secretas
Descubrimientos A lo largo de treinta años, dos antropólogas– fotógrafas, Angela Fisher y Carol Beckwith, recorrieron el continente africano documentando prácticas, costumbres y ceremonias tribales que ninguna mirada forastera se había atrevido a rozar. Parte de ese sorprendente registro fotográfico se exhibe en African Ceremonies: un tributo a Africa, la muestra que el Centro Cultural Borges presenta hasta fines de marzo. En el texto que sigue, Fisher y Beckwith narran el jugoso backstage de una experiencia extraordinaria.
¿Están circuncidadas?
Mientras viajábamos por los territorios Maasai, frecuentemente se nos acercaban los guerreros Maasai y nos preguntaban con gran seriedad si estábamos circuncidadas. Al ser “no” nuestra respuesta, nos permitían fotografiar sus actividades libremente, desde la cacería de animales salvajes hasta el coqueteo con otras chicas que no hubieran sido circuncidadas, generalmente menores de trece años. (A los guerreros Maasai no se les permite cortejar a mujeres circuncisas.) Aunque cuadruplicábamos la edad de esas chicas, nuestro “no” como respuesta nos situó en la categoría de niñas de doce años y, por lo tanto, disponibles para compañeros. Nuestras sugestivas fotografías de la vida de los guerreros se consiguieron gracias a esta situación única y privilegiada.
Nuestros guías tenían miedo
Nos resultó muy difícil conseguir un guía que nos llevara al territorio Afar. Todos los etíopes estaban aterrorizados, porque consideraban que estos guerreros del desierto no tenían estatus hasta que no mataran a otro hombre. Tradicionalmente, antes de que un hombre de Afar se casara, debía regalarle a su futura esposa los testículos de su enemigo, que ella debía colgarse alrededor del cuello o usar para adornar su choza. Cuando un hombre muere, las piedras frente a su monumento indican la cantidad de hombres que ha matado.
Besada por una mujer que usa un plato en el labio
Los Surma, que viven en la selva en el sudoeste de Etiopía, son una de las tribus menos visitadas. Muchos de ellos nunca han visto una persona blanca, menos aún dos mujeres blancas. Inicialmente nos observaban con curiosidad y desconfianza, pero luego de varios viajes nos aceptaron como amigos.
Las mujeres Surma usan platos en sus labios. El tamaño indica la cantidad de ganado que requieren sus padres como dote. El plato, que se coloca en el labio inferior, por lo general es mayor que la cabeza de la mujer, y el labio se debe estirar durante los seis meses previos al matrimonio para poder acomodarlo. Algunas veces las mujeres se sacan el plato cuando se encuentran solas. A menudo, en señal de afecto, una mujer nos daba un beso en las mejillas. Un beso con el labio largamente extendido cubre la mayor parte de la mejilla, humedeciéndola y produciendo una singular sensación.
La historia del bolsillo
Los hombres de Surma, del sudoeste de Etiopía, prefieren andar desnudos o cubrirse con un taparrabos. Luego de haber convivido con ellos durante seis semanas, comenzaron a admirar los bolsillos de nuestra chaqueta y estaban fascinados con la cantidad de cosas que podíamos transportar al mismo tiempo.
Saliendo con vida
Realizamos tres visitas a mula a las tribus de Surma. Nuestra visita final duró ocho semanas. El día anterior a nuestra partida oímos el rumor de que no se nos permitiría escapar con vida. Inocentemente habíamos roto una de las reglas cardinales de la sociedad Surma. Al fotografiar simplemente algunas de las aldeas y a sus habitantes habíamos excluido aalrededor de 14 mil personas. En su sociedad igualitaria esto no estaba permitido. Los excluidos estaban planeando dispararnos con sus rifles Kalashnikow durante nuestra partida. En nuestra desesperación, nuestro guía etíope sugirió una estrategia para salvar nuestras vidas. Invitó a todos los jefes Surma a nuestra choza para comer un abundante chivo asado. Al final del festín les pidió a los jefes que nos hicieran el honor de escoltarnos por el territorio Surma. Aceptaron gustosos. Partimos en la oscuridad de la noche y, tal como lo habíamos anticipado, vimos hombres de Surma escondidos entre los árboles apuntándonos con sus armas. Sorprendidos por la procesión real de sus líderes, ninguno se atrevió a disparar.
El misterio de los pechos
de las fotógrafas
Antes de abandonar las tierras de los Surmas, les preguntamos a nuestros amigos si había algo que ellos quisieran que pudiéramos darles como forma de gratitud por su maravillosa generosidad. Pensaron largamente y surgió un pedido: querían contemplar nuestros pechos, una gran fuente de misterio. A diferencia de sus mujeres, nosotras siempre estábamos totalmente vestidas. La inocencia del pedido nos enterneció tanto que decidimos cooperar.
Elegimos a nuestro mejor amigo, Muradit, y arreglamos que viniera a nuestra choza. A los otros 300 pobladores se les pidió que aguardaran afuera. A la cuenta de tres nos levantamos la blusa y contamos en voz alta al unísono por cinco segundos. Nuestro sorprendidísimo amigo palmeó su boca con la mano en total asombro y abandonó precipitadamente la choza con gran entusiasmo. A continuación detalló a la multitud lo que había visto.
La descripción fue la siguiente: una de ellas tenía senos núbiles puntiagudos y firmes que se asemejaban a los de una mujer soltera, y la otra los tenía redondos y voluptuosos, parecidos a los de una mujer casada. La segunda descripción representaba a una mujer no disponible; la primera, en cambio, a una mujer lista para la seducción. Cuando escuchamos esto, nuestro guía e intérprete se apresuró a alistar nuestras mulas, ansioso por hacernos desaparecer como por arte de magia tras las montañas, hacia terrenos más seguros.
El arte de seducción
Nuestra elegante y joven amiga Wodaabe, llamada Nebi, nos apartó y susurró: “Cuando los bailarines desfilen delante de ustedes hagan correr sus dedos por la espalda del hombre que hayan elegido. Él simulará no haberse dado cuenta, pero si te desea te encontrará más tarde en el monte”. Intrigadas, observamos a Nebi estudiar cuidadosamente a cada bailarín y luego situarse directamente detrás de Bango y dejar correr sus dedos por su espalda. Minutos más tarde, Bango le lanzó una furtiva mirada a Nebi y le guiñó un ojo. Ella bajó la vista, que es lo que se espera de las mujeres Wodaabe involucradas en el acto de seducción. Luego Bango le indicó, con un gesto de la comisura de sus labios, qué lugar había elegido para su encuentro.
Cada Wodaabe vivo
adora el Chanel Nº 5
Entre los regalos más deseados que compramos para estas remotas regiones había agujas para bordar, hojitas de afeitar, ganchos de alfiler, aspirinas y otros remedios, y también muestras de Chanel Nº 5, el perfume preferido por la mayoría de los bailarines Wodaabe masculinos. Al final de la temporada de baile Geerewol, toda el área desierta del baile estaba impregnada de esta fragancia tan aclamada.
Una propuesta de matrimonio
Luego de varios meses de convivir con los Wodaabe, desarrollamos algunos vínculos particularmente fuertes. Mokao, nuestro anfitrión, fue completamente indirecto al declararle su amor a Carol. Apartó a Angela yle confesó que le gustaría tomar a Carol (a quien rebautizó como Fátima) como su segunda esposa. “Pero no sé cómo acercarme a su padre, aunque gustosamente montaría en mi camello para llegar hasta él. ¿Cuánto ganado debo ofrecer por Fátima?” Aunque tratamos de explicarle la gran distancia que separaba a Carol de sus padres en Boston, Mokao no podía imaginarse ningún lugar al que un buen camello no pudiera llegar. De acuerdo con la costumbre de teegal (como se llama cualquier matrimonio no acordado por los padres), Mokao podría, con el consentimiento de Carol, secuestrarla y carnear una oveja. Con esa pequeña celebración estarían casados.
No podíamos
creer lo que veíamos
A medida que progresaba nuestro trabajo, desarrollamos una sensibilidad hacia el invisible mundo de los espíritus. Una tarde, atraídas por el sonido distante de tambores, fuimos hacia una arenosa playa en Ghana. Nos encontramos rodeadas de miles de seguidores de una deidad vudú llamada Flimani Koku. Durante ocho días fotografiamos a sus devotos cayendo en eufóricos trances y llevando a cabo proezas supernaturales. Vimos cómo algunos hombres se atravesaban la garganta con ramas encendidas, cómo tocaban cuchillos hirviendo con la lengua y cómo se cortaban la piel con hojas de afeitar y salían ilesos. Nos vimos atrapadas en un mundo extraordinario donde figuras danzantes eran poseídas por la intensidad de su fe, acompañadas por el incesante palpitar de los tambores vudú.
Dos mujeres solas
Como éramos dos mujeres que viajaban solas, las familias nos adoptaban a menudo y nos daban los nombres africanos por los cuales éramos conocidas. A Carol la llamaban Mokorol (“la que usa pendientes oscilantes sobre sus largas trenzas negras”) y Afi Dede (“primera niña nacida el jueves”). A Angela se la conocía como Dede Gaga (“primera niña nacida alta”) y Malaika (el término Swahili para “ángel”). Estábamos protegidas por las familias que nos habían “rebautizado” y que, por lo tanto, nos acompañaban desde al alba al crepúsculo.
Cómo trabajamos en el monte
Nuestro trabajo es un proceso continuo que dura las 24 horas y los siete días de la semana: levantarse al alba para fotografiar, relajarse o viajar bajo el sol del mediodía, fotografiar otra vez a la tarde y luego, a la noche, grabar historias y música. Con este grado de dedicación era muy factible que consiguiéramos la amistad y la confianza de la gente con la que estábamos trabajando, y hasta que pudiéramos documentar algunas ceremonias privadas que muy pocos forasteros pudieron presenciar. Muy a menudo trabajamos en áreas que jamás pisó antropólogo alguno. Lo que nos permitió pasar hasta siete meses aisladas en el monte fue el amor por lo que hacíamos, y nuestro compromiso con cada tribu con la que convivimos.
Trabajar sin calendario
Documentar ceremonias en Africa plantea un inmenso desafío logístico. Los rituales no se adaptan al calendario. Algunas ceremonias se llevan a cabo anualmente; otras, como las del festival Dogon Dama, ocurren una vez cada doce años. Para poder capturar estos evasivos eventos, necesitábamos estar constantemente en contacto con nuestros amigos y fuentes a través del continente, y debíamos estar preparadas para dejar nuestra base en Londres con sólo algunas horas de anticipación. En una ocasión fuimos hacia el oeste de Africa Sahel para encontrarnos con una sequía que había demorado el festival anual de reunión de los nómadas Wodaabe. Tuvimos que comprar un burro para transportar nuestro equipo y caminamos seis semanas con los nómades, esperando que lloviera. Cada vez que mostrábamos signos de impaciencia, simplemente nos decían: “Aquel que no soporta el humo nunca podrá ver el fuego”. Esta lección nos acompañó por toda Africa a lo largo de tres décadas.