Domingo, 23 de mayo de 2010 | Hoy
Por Mariana Enriquez
Los encuentros de escritores no están hechos solamente de conversaciones sobre literatura. A veces, las postales que se imprimen están bastante lejos de las charlas acerca de la palabra escrita. El festival FINN (Festival de Nueva Narrativa Iberoamericana), cuya primera edición se hizo la semana pasada en Ushuaia, no fue una excepción. Y así aparecen los instantes: Edgardo Cozarinsky abrazado a la estatua del Petiso Orejudo emplazada fuera del ex presidio austral; Ercole Lissardi subiendo con gran desconfianza al catamarán que lo llevaría de paseo por el canal de Beagle (“¿debo confiarles mi preciosa vida a estas personas?”) y luego entusiasmadísimo sobre cubierta, mirando los lobos marinos; Alan Pauls llamando a los demás para que tocaran la extraña planta gomosa, lovecraftiana, que crece en la desolada isla St. Anne; Mario Bellatín conversando sobre asesinos seriales y matrimonio gay frente al ventanal del magnífico hotel que servía de refugio. Un hotel alejado del centro, del que los escritores se iban y llegaban en combi, abrigados hasta la inmovilidad.
Para ordenar propósito y personajes: Lissardi, Pauls, Cozarinsky, Elsa Drucaroff y Margo Glantz (ausente por abuelazgo inminente) fueron los jurados del Concurso de Novela Breve que convocó el festival: leyeron cien novelas de Iberoamérica y premiaron a dos argentinos, uno platense (Ulises Cremonte), otro de Chaco (Mariano Quiroz), autores de Los eventuales y Torrente, que se publicarán muy pronto. Otro grupo de escritores –acompañados por el ilustrador Liniers– estaba invitado para participar de una residencia intensiva: en cuatro días debían escribir una crónica, un relato, un diario, algo inspirado en la ciudad, el frío, el fin del mundo, la combi, el presidio, el polo industrial, la presencia constante de Malvinas, la mezcla de ciudad turística y ciudad dura, lejana, intensa. Y el resultado debían leerlo en público. Oliverio Coelho escribió un extraño diario de diez días; Karla Suárez (cubana residente en Portugal) otro diario pero de viaje, que incluía pasajes de desatino ocasionados por la ceniza volcánica islandesa; Giovanna Rivero (boliviana, residente en EE.UU.) imaginó su viudez y su añoranza de un marido marinero en un relato anfibio donde ella era un poco sirena y él dormía en el fondo del mar; Joao Paulo Cuenca (brasileño) tradujo del portugués sus impresiones que incluían a adolescentes bailando reggaetón y la añoranza de la nieve; yo recurrí a fetiches (gatos, angustia, el Petiso Orejudo); Mario Bellatín se ganó risas y aplausos con un relato alucinado de ocho páginas sobre vendedores de toallas, el zoológico casero de Luisa Valenzuela, un viaje con Edgardo Cozarinsky y una búsqueda de muñecos del Petiso Orejudo, texto que acompañó de una proyección de fotografías alusivas.
Pero lo curioso de FINN fue que aunque el festival no se hizo sólo de conversaciones sobre literatura, esas conversaciones –públicas e íntimas–- sobre literatura fueron muy importantes. En la charla de los jurados, donde se les propuso narrar sus comienzos, hubo un tono extrañamente confesional: Edgardo Cozarinsky contó que, durante un tiempo, fue un escritor que no escribía, porque tenía miedo de no estar a la altura de sus propias expectativas (hubo dos libros prematuros que hoy no le gustan nada). Y así pasó muchos años, hasta que una enfermedad y la vida en Francia lo cambiaron todo. “Al pensar que tenía poco tiempo de vida, empecé a escribir sin parar. En la última década publiqué seis o siete libros. La gente cree que escribo rápido. Pero no: son casi sesenta años de trabajo.” Ercole Lissardi también se definió como escritor tardío: “Publiqué por primera vez a los 45 años. Tiene que ver con la Historia. Cuando era adolescente sentía que la militancia era más importante, la posibilidad de actuar sobre los demás. Terminé exiliado, y durante ese tiempo no escribí, y leía poco. Pero cuando me largué fue imparable: en 16 años publiqué 16 libros. Y si fuera por mí, publicaría tres por año”. Pauls contó que fue un mentiroso compulsivo, que fue fan de Bradbury, que envió su primer relato publicado a un concurso sólo porque en el jurado estaban Borges y Enrique Pezzoni, en quien encontró un lector que se interesó en su obra cuando tenía 22 años. “A partir de entonces publiqué todo lo que quise publicar, y en buenas condiciones. Mi situación es privilegiada.” Y Elsa Drucaroff recordó que cuando un alumno la llamó esquizofrénica por ser una profesora de Literatura que insistía en que la carrera de Letras no enseña a escribir, se decidió a aceptar un pedido editorial de trabajar en una novela histórica. “Cuando terminé de escribir ese libro, supe que era una escritora.” En la charla de los escritores invitados, las cosas fueron distintas: preguntas sobre las fronteras y el exilio, sobre pensar el futuro en América latina, sobre la atomización de las literaturas nacionales y las estudiantinas en que se convierten los encuentros de escritores, que tienen tanto que ver con estar lejos y cerca, y reconocerse, y encontrar las insospechadas similitudes, e intercambiar nombres de otros escritores que no estaban allí, pero “tenés que leerlo, ¡escribe lo mismo que vos pero distinto!”; escritores que probablemente pronto dejarán de ser nombres-contraseña e integrarán nuevas estudiantinas que escribirán otros nombres con biromes gastadas en la última página de un cuaderno de tapa dura.
Más información sobre FINN en el sitio www.festivalfinn.com.ar, donde pronto estarán subidas las crónicas del fin del mundo de los escritores invitados.
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