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Domingo, 16 de febrero de 2003

EXPERIMENTOS.

El fuego que no cesa

Fiel a una tradición permisiva que se impuso a fines de los ‘60, cuando fue el primer país que legalizó la pornografía, Dinamarca vuelve a escandalizar al mundo con una polémica iniciativa terapéutica: proyectar cine hardcore en instituciones geriátricas y promover la sexualidad de sus internos alquilando los servicios de prostitutas. Crónica de una osadía que ya arroja frutos sorprendentes.

Por Ariel Magnus

Hacia fines del siglo pasado circulaba por las librerías de Buenos Aires un libro llamado El sexo después de los sesenta. Como todos los demás de la misma serie (entre ellos, El pensamiento vivo de Carlos Saúl Menem, ya sexagenario por aquella época), el libelo en cuestión tenía todas las páginas en blanco. Si a algún abuelo activo (como Carlos Saúl) se le hubiera ocurrido hacer frente al prejuicioso chascarrillo llenando esas páginas al modo de un diario personal, un segundo prejuicio habría hecho que el relato de sus hazañas de madurez lo condenara a ser tildado de viejo verde, tan verde como el pensamiento vivamente dolarizado del ex presidente. Otra sería la suerte del abuelo (y la nuestra, en el caso del que sabemos) si en vez de envejecer en Buenos Aires lo hubiera hecho en la desprejuiciada ciudad de Copenhague. Allí, en esos apartados nortes, el sexo y la senilidad, lejos de ser blanco del chiste fácil y la amonestación jocosa, van de la mano. De ahí que varios asilos para ancianos, con el explícito fin de excitar esta mancomunión mayor, se hayan propuesto animar los sábados de sus achacosos huéspedes proyectándoles películas pornográficas. Ni picantes ni subidas de tono ni eróticas: porno, bien porno. Lo que sigue, pues, no es apto para menores. Para menores de 60.

Pornoterapia
El hecho ocurrió un sábado a la noche en el asilo Thorupgården de la capital dinamarquesa. En vez de arrullar a sus ajados espectadores con una película de Hollywood, un canal del circuito interno de televisión probó sacudirlos con una porno. ¿Un error? ¿El hijo del programador se confundió de video? ¿Una broma del sereno? Nada de eso. La idea surgió del mismísimo Consejo de Ancianos del asilo y recibió el aval de la dirección, siempre atenta a promover la salud (incluida la sexual) de sus pacientes. Como es fácil suponer, la primera reacción no fue del todo positiva, sobre todo entre las damas. Aunque no tenían obligación de mirar, el solo hecho de que sus compañeros gozaran de esa posibilidad debió causarles cierta comprensible alarma. Poco tiempo bastó, sin embargo, para que el nuevo divertimento ganara la aceptación general de los internados. Tanto de los del Thorupgården como de otras varias residencias para la tercera edad, y tanto en Copenhague como en sus alrededores.
El servicio, sin embargo, no se limita sólo a la proyección de películas hardcore, ni al respaldo logístico que están autorizados a ofrecer los enfermeros en caso de que el paciente aún no se haya hecho eco de los últimos gritos de la tecnología, como ser el control remoto. Más allá de estas alegrías vicarias, los gerontólogos de estas clínicas avalan y hasta incentivan el alquiler de lo que ellos denominan happy girls, un nombre más que feliz si se lo traduce al más grosero porteño. Consultada por un diario alemán, una antigua trabajadora social que ahora oficia de happy girl explicó: “Los ayudo a desvestirse, a lavarse después del acto y a vestirse nuevamente, pero mi trabajo principal es proporcionarles una linda experiencia sexual. Es muy emocionante sentir que un hombre de 79 años puede estar de nuevo con una mujer. Y lo mismo con los lisiados. Muchos saben que quieren tener relaciones, pero no saben muy bien cómo hacerlo. Ayudarlos me parece maravilloso”. Sus servicios, aclara enseguida, cuestan 450 coronas (unos 200 pesos argentinos).
Los resultados alcanzados por la pornoterapia son tan sorprendentes como la metodología misma: bajaron los actos de violencia y el consumo de fármacos, sobre todo entre los hiperactivos enfermos de demencia. “La pornografía es evidentemente más sana, más barata y más fácil de usar que los medicamentos”, afirma Lars Elmsted Petersen, vocero de la organización danesa de ancianos Ældre Sagen. Con estos resultados a la vista, el ministerio de Salud y Acción Social dinamarqués preparó una serie deconsejos para ayudar a alcanzar el orgasmo a personas mayores o lisiadas. En esta guía sexual se recomienda oficialmente la (re)estimulación del onanismo mediante películas, fotos o accesorios eróticos. Siempre y cuando no obliguen a nadie a tomar este tipo de clases, los profesionales tienen libertad para hacer de celestinos entre pacientes o entre pacientes y prostitutas. Los que aprovechan esta opción son por ahora básicamente hombres, aunque las autoridades confían en que también las viejitas dejarán de arrugar y poco a poco empezarán a tirar sus propias canitas al aire.

Pornolandia
Que la pornoterapia para gerontes haya surgido en Dinamarca es todo menos una casualidad. Desde mucho antes de 1995 –cuando Lars von Trier y sus secuaces establecieron las restricciones necesarias para hacer buen cine–, los daneses siguen un dogma casi inconmovible: nada de restricciones. Ya a fines de los ‘60, la tierra donde nacieron los cuentos de hadas de Hans Christian Andersen despenalizó la comercialización de películas pornográficas, convirtiéndose en el primer país del mundo que descomprimía su cuerpo de leyes anti-obscenidad. De inmediato, Copenhague pasó a ser para los pornodependientes la misma meca que Amsterdam para los devotos de las drogas. Cuatro meses después de liberalizado el mercado, la ciudad de Kierkegaard fue sede de la primera feria sexual del mundo, ocho duros días en que el boom escandinavo se mostró en todo su esplendor. “Nunca antes tanta gente había entrado en contacto con una producción de pornografía hardcore tan masiva”, escribe Berl Kutchinsky en Ley, Pornografía y Crimen: La experiencia danesa.
Las reacciones internacionales no se hicieron esperar. Mientras que el Herald-Examiner tituló “Las leyes liberales e infames danesas: un peligro para Estados Unidos”, el periódico del Vaticano, L’Osservatore Romano, opinó que la exposición en Copenhague confirmaba que la danesa era “la nacionalidad de la indecencia y la disolución”, aunque ponía en duda que la población, “constituida principalmente por personas normales de familias honorables”, fuera la responsable del desmadre. Algo menos necios, los gobiernos de distintos países enviaron comisiones especiales con el encargo de estudiar in situ el fenómeno, sus consecuencias y las eventuales ventajas que podría deparar imitarlo. Curiosamente, varias comisiones llegaron a la misma conclusión que ya había sacado la justicia danesa: un incremento de pornografía no significa un incremento de crímenes sexuales; al contrario. Así y todo, fueron pocos los gobiernos que tomaron en cuenta los datos de los informes. Como anota Kutchinsky en su libro, el presidente Nixon prefirió pensar que las conclusiones de su Comisión representaban una “bancarrota moral”, por lo que fueron ignoradas tanto en el Senado como en la corte de justicia.
A la primera feria sexual asistieron unas cincuenta mil personas. A la segunda, realizada dos años más tarde, no más de cinco mil. El boom, como quien dice, no duró mucho más que un polvo; no así su evaluación. Como dos amantes psicoanalizados al finalizar el acto, defensores y detractores siguen discutiendo si los paraísos artificiales XXX son dañinos o no para las personas normales de familias honorables. Las estadísticas hablan en favor de los primeros, pero son sistemáticamente ignoradas o relativizadas por las comunidades cristianas y feministas, en cuyas filas se alistan los promotores más enardecidos de la prohibición. Salvo en el caso de la pornografía infantil, cuyo comercio y posesión están penados como crímenes, Dinamarca siguió adelante con su política de no restricción: en 1989 se convirtió en el primer país del mundo que permitió la unión formal de parejas del mismo sexo, y ahora vuelve a las andadas con la pornoterapia.
Una vez le preguntaron al viejo Sófocles si todavía tenía relaciones sexuales. El trágico contestó que ya no, por suerte: “Me he liberado deello tan agradablemente como de un amo loco y salvaje”. En tiempos del Viagra, es difícil no pensar que, al contrario que Sófocles, muchos de nuestros abuelos sigan queriendo ser esclavos del loco amor. Como advierte Maj-Britt Auning, de la residencia Thorupgården, “es hora de tomarnos en serio las necesidades de la gente mayor, y eso incluye las sexuales”.

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