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Domingo, 25 de julio de 2010

CINE > LA DANSE, EL DOCUMENTAL QUE MUESTRA LA OPERA DE PARíS POR DENTRO

El fantasma de la Opera

Templo de la danza donde las bailarinas entrenan con rigor espartano bajo la mirada de coreógrafos en busca de la perfección mientras en las oficinas se negocian contratos dignos del deporte y se aceita la pompa de la gala y la beneficencia, la Opera de París es una maquinaria que no descansa, a la que pocos acceden y que apenas se intuye durante una función. A los 80 años, Frederick Wiseman se internó en ese laberinto para capturar, en su documental número 36, la técnica, el esfuerzo y la magia de la danza de un modo extraordinario.

 Por María Gainza

Una decena de tutús blancos se extienden sobre una mesa. Una mujer de dedos ágiles cose aquí y allá como enmendando nubes rasgadas. Su concentración es absoluta. Parecen los preparativos para un baile de reyes lejanos. Arriba, en la torre, un joven practica sus grand pliés. Frente a un espejo, una y otra vez, flexiona sus rodillas como una rana y luego estira sus piernas torneadas. Lo hace parecer tan fácil que es indecente. Un piso abajo, una mujer de cabellos rojos está enfrascada en una discusión sobre cómo obtener más dinero. En la sala principal un candelabro se enciende, cientos de lamparitas iluminan una cúpula fulgurante pintada en rojos y rosados por Chagall. Día a día las escenas se repiten con mínimas variaciones. Forman parte del mecanismo de relojería que hace del Ballet de la Opera de París la compañía de danza más importante del mundo.

Alejado del ruido de la calle, el Ballet de la Opera subsiste desde hace más de un siglo en el augusto Palacio Garnier. Allí, por sus corredores, se internó Frederick Wiseman para filmar al cuerpo humano en su máximo nivel de expresión. El resultado es La danse, su documental número 36.

Observar a un grupo de gente trabajando en un contexto cerrado ha sido desde siempre el principal interés del director. Su primer documental, Titcut Follies, de 1967, exponía las condiciones de un hospital para criminales en Massachusetts. Después vinieron documentales sobre trabajadores sociales y legisladores. Ahora, a los ochenta años, concentrado en la danza, Wiseman ha permanecido fiel a su estilo de cine vérité. Un estilo casi puritano donde el director intenta interferir lo menos posible con su objeto de estudio. No hay narración, no hay voz en off, no hay textos que identifiquen a los personajes, no hay banda de sonido. Son casi dos horas cuarenta minutos de gente ensayando saltos y piruetas, mechadas con tomas estáticas de escaleras y pasillos vacíos. Para un amante de la danza, es un regodeo visual, el sueño dorado de espiar detrás de bambalinas; para alguien apenas interesado, es un poco mucho de lo mismo.

La mirada de Wiseman no tiene apuro, panea sobre el espacio lentamente, se detiene sobre las espaldas escultóricas y los brazos lánguidos de las bailarinas y capta las miradas de rayos X de coreógrafos que exigen hasta lo imposible. Como un fantasma de la Opera, la cámara recorre cada recoveco. Observa a bailarines-atletas refinar su técnica mientras los administradores negocian mejoras en las condiciones laborales y diseñan galas a beneficio. Sin principio, medio y fin, el documental parece transcurrir en dos tiempos paralelos: el ciclo repetitivo y lento en que se mueven las instituciones, y el otro, el fugaz y efímero del cuerpo en movimiento que hace del ballet un arte tan extraño.

A Wiseman no le interesa contar una historia y eso convierte la observación del documental en algo como un ejercicio detectivesco. Hay que adivinar quién es quién. Por ejemplo, ¿quién es la joven de brazos como araña, esa que parece “mitad monja, mitad boxeador”, como decía Balanchine?, o bien, ¿quién es esa mujer tan intensamente francesa sentada todo el día en su oficina?

Después, en los créditos, nos enteraremos que la bailarina es la increíble Laetitia Pujol, una de las nuevas estrellas de la danza, y la mujerota, la benevolente dictadora Brigitte Lefévre, la directora de la compañía que teje sus hilos dentro de la enorme burocracia institucional. Lefévre maneja con astucia los trapos sucios del comercio que mantiene toda la maquinaria en pie. Cuando negocia las jubilaciones, explica: “Un bailarín es el caballo y el jockey, el auto y su piloto. Es un desgaste gigantesco”. O: “Pedime qué clase de bailarina querés. Pero no me pidas un Rolls Royce para después ir a 10 km por hora”, le advierte a un nuevo coreógrafo negociando un pase como de jugador de fútbol.

Laberintos subterráneos, corredores, vestuarios, salas de ensayo, cuartos de costura, cafeterías, salas de administración, son parte de la película y un contraste fascinante con la experiencia habitual del público que en una función sólo se enfrenta a la opulencia de un proscenio dorado y una silla de terciopelo. Este es el mayor placer que nos brinda el documental. El backstage del Ballet de la Opera de París es un privilegio al que muy pocos acceden, ni siquiera “los benefactores de 25.000 dólares”, como los llama la directora. Además, los mejores momentos ocurren en los ensayos, es allí donde se hace palpable la tirante negociación entre arte y técnica y cómo el lenguaje es una herramienta pobre pero la única posible para transmitir conocimiento. El documental registra siete ballets que van desde clásicos como “El Cascanueces” de Nureyev a modernos como el “Orfeo y Eurídice” de Pina Bausch. Y las funciones de gala que finalmente resultan de todo este entrenamiento son magníficas, opulentas, pero también un poco anticlimáticas porque para cuando llegan, el documental ya nos ha puesto en un espacio liminal entre espectador y artista.

Quizá lo único que parece faltar en La danse es un poco de introspección. Están los maestros que se enojan con las grandes estrellas porque sus brazos no están lo suficientemente estirados o porque sus pies lucen imprecisos. Están los bailarines que hacen el mismo paso una y otra vez hasta dar en el clavo. Pero nunca llegamos a saber qué pasa por sus cabezas. Todo el tiempo parecen piezas, preciosas pero distantes, dentro de un mecanismo que aspira a alcanzar las cumbres heladas de la perfección, lo sublime en la tierra. Sólo a veces, apenas, el documental se asoma a algunos pequeños dramas. “Ya no tengo veinticinco años”, dice una bailarina que pide que le alivianen la carga de roles.

Es curioso cómo luce la danza en una película. En un teatro uno puede apreciar la cualidad plástica, la tridimensión del movimiento. Pero la cámara da una pobre ilusión de volumen. Para el cine es difícil mostrar el espacio arquitectónico y al bailarín al mismo tiempo. Un plano muy corto parece tan poco natural como si alguien estuviera bailando en el living de nuestra casa. Un plano largo pierde las líneas, que son lo fundamental del dibujo en el espacio. Por eso, con ojo exquisito, Wiseman se pasa gran parte de sus dos horas cuarenta en las salas de ensayo. Allí, a una distancia de unos diez metros, nos da la medida del espacio y la sensación de los cuerpos, todo en un solo plano sin diseccionar. Es la mejor forma de acercarse a una coreografía sin perder algo en el camino. Desde allí vemos la carne, los músculos y el cansancio. Vemos los cuerpos vibrar bajo una bóveda arquitectónica desde donde asoman los techos de la ciudad. Y entonces, cuando todo se vuelve una unidad, vemos a un hombre revolear a una bailarina como una bufanda de lana alrededor de su cuello, y, como William Butler Yeats, nos preguntamos: ¿cómo distinguir al bailarín de la danza?

La danse se estrena el jueves 29 a las 20 hs, en la Sala Lugones del Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530). Se da también ese viernes, sábado y domingo a las 14.30, 17.30 y 21, y los fines de semana de 6 al 8 y del 13 al 15 de agosto, en los mismos horarios.

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