Domingo, 25 de julio de 2010 | Hoy
Si el Río de la Plata esconde una perla que el gran público no conoce pero ante quien se postran los grandes músicos del continente –Caetano, Milton, Fito Páez, Chico Buarque, Djavan, María Bethania, Luis Salinas– ése es Hugo Fattoruso. Fundador de Los Shakers y de Opa, recorrió medio mundo, de Nueva York a Japón, se murió de hambre durante años pese a la tentación de facturar cientos de miles con sus éxitos de juventud, compuso durante todo ese tiempo músicas y canciones que fusionan la música del mundo con la de su Uruguay natal. Con dos discos nuevos y un songbook que recorre medio siglo de obra, Radar habló con este uruguayo de sabiduría oriental que creció afinando la música de los motores.
Por Martín Pérez
Un teclado en el medio y un tambor a cada lado. Y después no se puede saber muy bien qué más es lo que se alcanza a ver en un dibujo repleto de colores, partituras y números, enmarcado en azules. El autor es Hermeto Pascoal, ese albino maravilloso, el genio más natural de la música latinoamericana. Y el objeto de su dibujo es Hugo Fattoruso, que acaba de ser honrado con un enorme songbook por la Editorial Universitaria de Villa María, que compila las partituras de casi un centenar de instrumentales, canciones y colaboraciones de toda su carrera.
¿Se supone que el del dibujo sos vos?
–No sé qué es lo que hay ahí. Veo el tuco de Hermeto, y no se puede joder con eso. Es lo más grande que hay.
Con el libro en sus manos, Hugo Fattoruso sonríe mirando la portada, ocupada por el dibujo del extraordinario músico brasilero. Dentro hay páginas y páginas de esas rayitas y puntos que representan su música, aunque lo que significa su figura dentro de la música popular uruguaya y latinoamericana exceda largamente los límites de las canciones de su autoría. Porque Hugo fue uno de los Shakers, y –como los Beatles y los presidentes norteamericanos– nunca va a ser un ex, siempre va a seguir siéndolo. Aunque a él no termine de gustarle la idea. Después formó parte de Opa, un grupo que prácticamente de la nada se ganó un lugar propio dentro de una liga musical que él mismo no duda en calificar como inalcanzable. A partir de entonces, con una humildad aprendida a partir de ponerse al servicio de la música y nunca al revés, tocó junto a quienes le ofrecieron trabajo en este extremo del continente, desde Chico Buarque a Jaime Roos, pasando por Milton Nascimento, Djavan, María Bethania, Fito Páez, Liliana Herrero, Luis Salinas y la lista de grandes nombres continúa. Siempre a medio camino entre Brasil y el Río de la Plata, a partir de mediados de los ‘80 esa lista se completa con la tímida aparición de sus primeros discos solistas, que recién en el último tiempo parecen haberse multiplicado.
“Es que mi inquietud por componer hace que aparezcan, en el bolsillo o en el estante, una cantidad de cosas que después tengo que transformar en un disco, porque sino... ¿para qué están ahí?”, casi se disculpa el Hugo, duende humilde del piano, juguetón y malhablado, sonriendo aún más ante Puro Sentimiento y Dos Orientales, sus flamantes últimos discos, recién editados por estas pampas. El primero con su fascinante grupo Rey Tambor, que presentará el mes próximo en Argentina. Y el segundo junto a Tomohiro Yahiro, un percusionista japonés que hace años lo invita a Japón, un país del que Fattoruso siempre vuelve deslumbrado. “Es el país más antiguo del mundo, pero también el más moderno”, asegura Hugo, que viajó por primera vez con Djavan en 1985, cuando conoció a Tomohiro. Desde entonces ha regresado 14 veces, girando junto a Toninho Horta y Pedro Aznar. “Vos estás allá y es todo tan simple, que te preguntás por qué no puede ser así acá. Me encanta Japón. Uno puede dormir en la calle, y alguien se va a acercar para decirte: perdone señor, se le están cayendo mil dolares del bolsillo, no se despierte, yo se los vuelvo a guardar, siga durmiendo. ¡Son así! ¡Son increíbles!”, se entusiasma Hugo, al punto que no queda más que preguntarse si, después de haber vivido once años en Estados Unidos y ocho en Brasil, no será el turno de Japón. “Falta poco”, responde con una sonrisa oriental.
Además de las partituras, el flamante songbook de Hugo Fattoruso incluye una decena de fotos increíbles que recorren su vida, y el músico asegura que ninguna es de su propiedad. “Se las pidieron a mis hijos, a algún amigo, incluso alguna la habrán sacado de internet. Fueron una sorpresa”, explica recorriendo las páginas del libro, explicando que ese joven ante el piano es él a los quince años, por ejemplo. Y que ese piano sigue en la casa donde vive hace sesenta años su madre, en el barrio montevideano de La Comercial.
“Lo compraron cuando yo cumplí once años”, recuerda. “Estaba estudiando acordeón y la profesora les explicó a mis padres que yo tenía facilidad, y les aconsejó que me hicieran estudiar piano, que era un instrumento con otro alcance”. Hugo creció en el seno de una familia con la música en el corazón, aunque ninguno haya sido músico profesional. “Salvo un primo de mi padre, que era barítono”, precisa. Su padre arreglaba vitrolas, y luego tocadiscos e incluso radios. “Lo que fue un paso al frente, porque tenía que tener algún conocimiento de electrónica: condensadores, transformadores, resistencias... ¡Esas palabras!”, se ríe Hugo, que hizo algo parecido que su padre, pero con máquinas algo más grandes y contundentes, ya que toda la vida su pasión –además de la música– fueron los autos. Y las motos, ya que en una de las fotos del libro se lo descubre corriendo una carrera al volante de una Suzuki.
“Esas motos llegaron a Montevideo en los años 60, y cambiaban la relación de la caja de cambio, se cambiaba piñón y corona, se usaba otro carburador, se alivianaba el cigueñal”, enumera el hijo, usando palabras –y conocimientos– tan fascinantes como las que atribuía a su padre. “Cuando yo era un pendejo de 14 años, me acuerdo que la Fórmula 1 corría en Montevideo, y venían Ferraris, Aston Martins y Maseratis. Tenía un tío que estaba en la Asociación Uruguaya de Volantes, que me llevaba a visitar los talleres. ¡Yo me quería morir! No me olvido más del sonido de esos motores”, se entusiasma Hugo. Así como su padre armaba y desarmaba vitrolas, Fattoruso revela que se pasó su juventud armando y desarmando motores. “Me encanta la lógica de cómo funciona un motor a explosión. Con un diesel no podría hacer nada, y mucho menos con los autos de ahora, que todo es por computación. Pero en la época de Opa, en los Estados Unidos, yo tenía un Volkswagen y compraba motores fundidos, que te los vendían por 13 dólares. Yo les sacaba el árbol de levas, los cilindros, y tenía mi motor siempre andando. Me gusta mucho armar y hacer funcionar. ¿Por qué no anda? Que se ahoga, que no le llega electricidad, que esto, que lo otro. Esa lógica me fascina”.
Es raro, porque los pisteros por lo general están asociados a otra clase de música...
–Puede ser...
¿Dónde está el sonido de esos motores en tu música?
–No será igual, pero para mí tiene ese impacto. ¿Viste esos motores? Ese sonido no puede ser...
Además de dedicarse a armar y desarmar motores –y de armar y desarmar Opa– Fattoruso cuenta que durante aquella primera estancia en los Estados Unidos supo hacer de mensajero en su moto, y hasta se dedicó a limpiar pisos. “Es que la guita no daba”, cuenta. “Así que de día limpiábamos el boliche, y de noche tocábamos. Nos turnábamos con Osvaldo y Ringo, e íbamos rotando. Hacíamos la limpieza, recibíamos la lechuga y los tomates, dos kilos de esto y cuatro de lo otro. ¡Hacíamos de todo!”. Osvaldo es su hermano, y Ringo es Ringo Thielman, con los que Hugo formó el legendario grupo Opa, que deslumbró a cierto circuito de músicos norteamericanos tocando en ese boliche que llegaron a tener que limpiar por durante el día: The Golden Charriot, en el barrio de Great Neck, cuando comienza Long Island. “Llegamos allá porque nos invitó Ringo”, cuenta Hugo. “Por entonces ya se habían desarmado los Shakers y yo era bajista de Billy Bond. Pero tampoco es que teníamos mucho laburo. Ringo llamó y nos invitó, y vendimos las pocas cosas que teníamos y nos fuimos. Me acuerdo que viajamos unos días antes de Woodstock, porque en el avión nos encontramos con una uruguaya que iba a ir. Ella era una hippie, y nosotros unos nabos. Nos contaba que se iba a hacer un recital en un campo y lo que nosotros preguntábamos era dónde iban a dormir. ¿Tres días en un campo? Yo me asusté”.
Eran tiempos de sexo, droga y rock and roll... ¿Encontraron algo de eso allá?
–Nosotros tomábamos whisky y fumábamos Marlboro. Eramos muy antiguos.
Cuenta la leyenda que cuando los hermanos Fattorusso llegaron a Brooklyn y Hugo vio a Ringo tocar el piano, le pasó el bajo inmediatamente y él se sentó a las teclas. Y ahora Hugo se ríe al recordarlo por enésima vez: “Le dije: Agarrá el bajo, vos. Y aprendé, que nos morimos de hambre”. El trabajo era sencillo: en ese lejano boliche de Long Island, tenían que tocar los éxitos del momento. “Carpenters, Stevie Wonder, Beatles: los temas de la radio”, explica Hugo. “Pero en la primera vuelta que tocábamos, que era temprano, y en la última, en la que, salvo los fines de semana, no había mucha gente, tocábamos mas o menos lo nuestro. Y ahí se empezaron a anotar músicos”. Así comenzó el mito de Opa, con el que conocieron a Airto Moreira, y terminaron grabando dos extraordinarios discos en los Estados Unidos. “Con Opa hicimos lo que pudimos, pero nunca llegamos a tocar los discos”, precisa Hugo, que cuando recuerda aquellos 11 años al norte del Río Grande, lo hace a través de anécdotas de viajes en auto de costa a costa, shows en discotecas y casinos tocando esos temas de la radio, y un final de una pobreza casi terminal, de la que pudieron escapar gracias a un llamado providencial. “Estaba viviendo en Atlanta y no tenía ni para pagar el alquiler. ¡Ni teléfono tenía! Y ahí me encontró, a través de un vecino, el productor Osvaldo Papaleo, que iba a traer a Milton Nascimento a tocar en Obras y me dijo que había preguntado y todo el mundo le decía que como soporte tenía que traer a Opa. Yo pensaba: esto es mentira”. La increíble historia del final de ese primer capítulo norteamericano en la vida de Fattoruso continúa con un bizarro encuentro con Papaleo en un hotel en Atlanta y la promesa de un adelanto de 10 mil dólares (“¿Te parece bien?, me preguntó, y yo pensé que era broma. Le dije: no tengo ni para comer”). Pero cuando llegó, descubrió que no podía sacar del banco. “¡Teníamos 10 mil dólares y no los podíamos sacar!”, se ríe ahora de aquel boleto de regreso, que lo trajo de vuelta al Río de la Plata.
Te salvaron esos discos que grabaste. ¿Pensaste alguna vez que podrían servir para eso?
–Ni en pedo.
¿De dónde salieron esos temas?
–Eran los que tocábamos en los boliches, pero para nosotros. Esos discos los grabamos sólo para nosotros.
Aquellos discos de Opa no sólo sirvieron para traer a los Fattoruso de regreso, sino que también funcionaron como carta de presentación para que Hugo –después de pasarse un año sin trabajo en una Montevideo aún cercada por la dictadura– pudiese irse a trabajar a Río, gracias a otra providencial invitación, en este caso por parte de músicos brasileños que conocían su obra. Con una mano atrás y otra adelante, allá partió Hugo hacia Río, donde se quedaría ocho años. “Cada tres meses me tenía que volver a Montevideo, por la visa”, explica. “Así que me hacía el viaje de dos días en ómnibus, ida y vuelta. No podía hacerlo de otra manera. Pero no hay mejor manera para descubrir algo que aburrirse. La cabeza siempre busca un agujerito para salir, y yo anotaba cosas. Siempre salieron temas de esos viajes”. Después del primer año en Brasil, precisa Fattoruso, las cosas ya empezaron a encontrar un rumbo. Y para cuando volvió a Montevideo, su ganha-pan –como él lo llama– ya estaba más organizado. A partir de entonces formó parte de la banda de Jaime Roos, e incluso un matrimonio lo llevó de regreso a los Estados Unidos, donde grabó con Rada los discos Montevideo I y II, y conoció al productor Neil Weiss, que supo grabar todo lo que Fattoruso le puso delante.
En aquellos tiempos de problemas económicos, ¿nunca te tentaste con volver a armar Los Shakers?
–Siempre hubo propuestas. Pero siempre las desechaba porque estaba en otra cabeza. Es más, cuando aquella vez volvimos providencialmente de Estados Unidos, propuse hacer un disco con temas nuevos, y los productores me decían que toque los viejos y yo me negaba terminantemente.
¿Pero eso es porque no te gustaban?
–No, es que estaba en otra cabeza. Yo hago lo que puedo, pero lo que podía era eso, y no quería transar. Así que exageraba: les decía, si querés los temas viejos, dame 50 mil dólares para mí. Y después arreglá con los demás. Pero no es así, me decían. ¿Y cómo es?, yo les respondía. Si querés que la chupe, dame 50 mil dólares. Pero yo no te la voy a chupar a ver qué pasa. Si ya me cagué de hambre, más cagado de hambre que eso no me voy a cagar. Entonces toco lo que quiero tocar, y se terminó. No me importa que no venda como Shakira, yo sé que es bueno y que está siempre.
¿Y por qué es bueno?
–Porque tiene los elementos de la honestidad. Llegamos hasta donde da, yo no me puedo poner nota. Pero es de una honestidad tan brutal, que termina siendo contundente. Es bueno porque es una entrega, no es planificado, ni un producto. ¡Es bueno mismo!
A pesar de la pasión que pone Hugo al recordar su huida permanente del fantasma de Los Shakers, el grupo terminó reuniéndose hace poco. E incluso sucedió lo inimaginable: tocaron el hit, “Rompan todo”. “Es que me rompieron tanto los huevos que no aguanté mas”, explica. “¡No sabés lo que fue! Si lo tuviese filmado, nadie lo cree. Fueron meses y meses, siempre pidiendo lo mismo. Y eso que los productores eran amigos. Yo decía todo el tiempo que no, pero al final hasta Caio, otro de los del grupo, me decía que toquemos el tema así se dejaban de romper. Y esas cosas también te cansan...”
Si Hugo subraya esto es porque, cuando habla de la reunión de Los Shakers, todavía tiene sentimientos encontrados. “De esa reunión quedaron tres o cuatro temas divinos. Pero el problema es que no tocamos nada. Salió el disco, y enseguida desapareció. Y no es cuestión de sacar un disco y esperar embocarla enseguida. Si no funciona ese disco, hay que sacar otro. Pero además tendríamos que haber tocado en vivo para ver si la gente nos tira aplausos o besos o tomates o huevos”, argumenta increíblemente Hugo, eterno Dr. No en lo que respecta a Los Shakers, hablando de un segundo disco y de seguir tocando. ¿Será así? La rápida respuesta es que no tanto, porque –otra vez– “estoy con otra cabeza”. Pero al menos esta vez aclara: “Con esos cuatro locos todavía se puede indagar, por lo menos. Sin saber adónde va a desembocar. Pero tenemos otros trabajos. Corazonadas puestas en otras propuestas”.
Corazonadas que, en el caso de Hugo, lo llevan hacia un aún postergado discos de boleros (“Ya tengo el repertorio, y hasta la banda”, adelanta), y un flamante disco de acordeón, recién terminado. “Lo fui componiendo entre las pruebas de sonido y los recitales de Jaime. Porque ahí hay mucho tiempo de espera, y los guitarristas la tienen fácil, porque se cuelgan la violita. Así que yo me colgué el bandoneón, y fui armando temas”, dice un acordeonista con el que no se puede hablar de acordeón. No conoce a los grandes del instrumento, por ejemplo. “Les rajo”, confiesa. Y dice que escucha radios del mundo, que tiene cassettes con temas grabados de la radio, y no sabe quiénes son los que tocan. “Me vuelven locos los acordeones diatónicos de Colombia, pero yo no toco nada de eso. Lo mío viene por un lado medio tano, y tiene tintes de vals tanguero. No soy tanguero, pero por ser rioplatense uno lo escucha desde niño y hay un mínimo porcentaje ahí, seguro. Y también esa parte tana, campestre y simplona. Y, claro, también hay unos acordes bien tuertos, que nadie sabe de dónde carajo salen”, se ríe el Hugo, que habla de su acordeón. Pero podría estar hablando de su vida. Y de su música también.
Hugo Fattoruso se presentará junto a Rey Tambor el 19 de agosto en Mar del Plata (Café Teatral), el 20 en Buenos Aires (ND Ateneo) y el 21 en La Plata (Auditorio de Bellas Artes).
Sus discos Puro Sentimiento y Dos Orientales acaban de ser editados por Barca.
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