¿Qué sería de Tarantino sin Godard, pero también sin la remake pop y épica Los siete magníficos? ¿Y de todas esas películas de asesinos seriales y manipulación sin Psicosis y los psicópatas encantadores sin La dolce vita y los fisgones sin Peeping Tom? ¿Y la caída libre del sueño americano de Mad Men sin Piso de soltero? ¿No está la famiglia Corleone ya en Rocco y sus hermanos? ¿No es Espartaco la primera superproducción sobre la lucha de clases? ¿De dónde parte el thriller onírico-existencial sino de La aventura? ¿Y cuánto cine de violencia y justicia doméstica abreva en La fuente de la doncella? Toda selección es caprichosa, pero es inapelable el estallido de obras maestras que aparecieron en 1960, como un augurio de una década de una creatividad, una revolución moral y un riesgo estético bajo cuyo estruendo todavía vivimos. Radar eligió diez de esas películas para celebrar (a ellas y a todo lo que vino después gracias a ellas).
› Por Rodrigo Fresán
La Dolce Vita, de Fellini
David Thomson –el crítico cinematográfico que más me divierte, y divertir es un verbo tan ambiguo– no destroza a La Dolce Vita pero tampoco duda en arrojarle piedras a ese altísimo pedestal en el que se alza desde hace medio siglo. La define como “Thomas Mann cruzada con eurotrash” y la acusa de ser “otro de esos films de Fellini en los que el director jugaba a su jueguito de agradar a los burgueses fingiendo que los escandalizaba” con “otro de sus frescos sobre el aburrimiento de la gente aburrida” y que “hizo de Mastroianni la estrella que, a partir de entonces, se salió con la suya al conseguir mucho dando muy poco”.
Por partes... Es posible que Thomson tenga algo de razón en cuanto al modus operandi de Mastroianni en buena parte de lo que hizo después de todo esto. Pero la primera definición me parece un elogio. La segunda afirmación, una estrategia discutible (igualmente aplicable tantos años después a las ficciones de Bret Easton Ellis que, a su modo, informan en otro dialecto del mismo idioma sobre la sweet life de L.A. y N.Y.). Y el tercer dictamen un soberano error: porque si algo es La Dolce Vita es una película divertida. El equivalente en cine-de-arte a Los cazadores del arca perdida: una sucesión de good parts que incluyen una estatua de Cristo voladora, un milagro infantil, un padre extraviado, un suicidio filosófico con filicidio, una diva local, una puta sufrida, una novia más sufrida todavía, unos insufribles intelectuales, un rocker mediterráneo, una diva importada, un novio hollywoodense, una orgía fallida, un monstruo marino que encalla en una playa para que lo contemplen los monstruos terrestres, y sigan pasando que al fondo hay más lugar.
Y, ahora que lo pienso, La Dolce Vita se parece más a otra película de arquitectura episódica y viajera: Apocalypse Now! Sólo que aquí Marcello Rubini/Marlow se busca a sí mismo, es su propio Kurtz. Un hombre en el borde y a punto de estallar y ordenar a los gritos que bombardeen a esa Roma y a sus alrededores. Porque –a no olvidarlo– La Dolce Vita retrató un mundo que no existía pero que fue exactamente así a partir de su escandaloso estreno. Los extras al otro lado de la pantalla necesitaron entonces vivir en ese planeta y reinventaron la Via Veneto y de ese modo se comportaron esos seres a partir de entonces conocidos como paparazzi y, por supuesto, nunca falta una joven estrella fugaz con fantasías de constelación mojándose en las aguas bautismales de la Fontana di Trevi para ver si lo consigue. De ahí La Dolce Vita como virus a la vez que vacuna, como transgresión y tradición al mismo tiempo. Una, sí, divina comedia en la que el infierno, el purgatorio y el paraíso quedan en el mismo lugar. Hoy, La Dolce Vita es el título de varias canciones, de un perfume de Dior, de un rascacielos en Dubai, de una remake porno-gay dirigida por Michael Lucas en el 2006 (que tuvo problemas legales por apropiación indebida de marca) y una innecesaria película de Woody Allen titulada Celebrity.
Pero lo que más me gusta de La Dolce Vita es, sin dudas, su aliento novelesco. Pocas veces se filmó una película que se lea mejor y que todos y cada uno de sus personajes y paisajes (esa ciudad en versión dark y gótica que apenas siete años antes se había ofrecido tan luminosa para que la joven princesa Audrey Hepburn la cruzara en Vespa abrazada a Gregory Peck, otro periodista que, seguro, coincidió en más de una farra con Rubini) regalen la inequívoca sensación de haberse ido a vivir ahí dentro por 174 minutos. El Vaticano, por supuesto, condenó todo el asunto con su habitual miopía sin ver que pocas películas más efectivas y convincentes y, a su manera, cristianas, se han hecho sobre el pecado, el arrepentimiento, la penitencia, y, acaso, la iluminación beatífica.
¿Y cómo seguir después de La Dolce Vita? Volví a ella un fin de semana de lluvia y el único antídoto que me sirvió fue el de seguir los pasos de Fellini. No el cortometraje que la sucedió, sino el largometraje que vino después, tres años después: 8 1/2 –que tampoco le gustó a Thomson– funcionando como su hermana siamesa, contraria pero complementaria. Porque si La Dolce Vita es una película física, donde todo el tiempo ocurren cosas y no hay demasiado tiempo para pensar, en 8 1/2 (Mastroianni ya no es un cronista de la prensa rosa con ganas de mudarse a la literatura sino un consagrado director de cine) casi todo acontece dentro de una cabeza a la que no se le ocurre nada.
Pero volvamos a ese punto exacto en el que, tal vez, Fellini supo o presintió que de ahí en más su tema sería Fellini y el solipsista adjetivo fellinesco; que los antiguos romanos o el seductor veneciano serían a su imagen y semejanza; que hasta su pasado de Amarcord sería à la Federico; y que él se convertiría en su Alfa y Omega. Así, La Dolce Vita –todavía realista pero ya alucinando, película de sabor amargo, pero que se hace espacio y tiempo para endulzar y hasta reírse del existencialismo tan de moda con más de un guiño burlón al cine Michelangelo Antonioni– empieza y termina de la misma manera pero de modo diferente: en la primera escena, unas chicas en bikini no escuchan lo que Rubini les grita desde un helicóptero; en la última escena, una adolescente le dice algo a un Rubini –a ese otro hombre del traje blanco, más perseguidor que perseguido– que ya no puede o no quiere oír.
Y entre el ruido de los helicópteros y el atronador silencio del mar, esta película que es un alarido y un susurro –Fellini dijo que su verdadero título era Aunque la vida sea brutal y terrible siempre puedes encontrar en ella unos cuantos momentos de dulzura y sensualidad, pero no iba a entrar en el poster– y nosotros ahí, por el medio siglo de los medios siglos, amén, más allá de que a Thomson no le guste.
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