Dom 22.08.2010
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ROCCO Y SUS HERMANOS, DE VISCONTI

Una de llorar

› Por Guillermo Saccomanno

Como toda obra de arte excepcional, Rocco e i suoi fratelli se presta a varias lecturas y diversos niveles de análisis. Es el punto máximo del realismo que venía explorando el cine italiano de posguerra. Más que neorrealismo, Visconti acá hace otra cosa: un realismo crítico. Vista en perspectiva, Rocco tal vez está más relacionada estéticamente con el free cinema inglés (Saturday Night to Monday Morning, de Lindsay Anderson) que con el cine de Rossellini. Rocco se inicia con la sirena de una fábrica y termina con otra. Es un film de clase obrera, fue creada por un marxista, pero aristócrata. Visconti lo era. Y no se limita a crear un film de mera denuncia, va más allá. Además de denunciar los enfrentamientos y quiebres que provoca en una familia campesina del sur que viene a buscar un futuro económico en la ciudad industrial del norte y termina marcada por el crimen, además de denunciar, digo, Visconti persigue otro objetivo: la creación de un fresco que tiene el aliento literario de las grandes novelas Decimonónicas (pienso ahora en una de hermanos, Los Hermanos Karamazov). No es ajeno al argumento de la película Vasco Pratolini, uno de sus guionistas. Pratolini es uno de los narradores paradigmáticos del dopo guerra junto con Vittorini y Pavese. Pratolini había escrito, además de múltiples guiones para el cine, novelas proletarias y de barrio. Crónica familiar es quizá, una de las más entrañables en cuanto a la relación entre hermanos, sus afinidades y diferencias.

Pero hay más en el film de Visconti. Considerada desde la mirada más desprejuiciada de nuestro tiempo se pueden ver las axilas de Delon, el torso de Salvatore, sus cuerpos buscándose en un abrazo desesperado donde se exaspera lo fraterno como signos de una sensualidad de género. Porque acá Visconti insinúa con sutileza su interés homoerótico por las clases bajas, interés que será estallido en Pasolini, otro marxista, pero católico.

También hay que detenerse en su música, ese ritornello típico de Nino Rota, que conjuga la alegría fugaz con la tristeza irreparable, una quintaesencia de la melancolía con golpes de orquesta para las inflexiones pasionales del guión. No es casual que Rocco sea el film que anticipa El Padrino. La saga de Coppola, además contar también con una música de Rota, reminiscente de Rocco, es otro fresco social y familiar notable, hijo dilecto de Visconti. Como Visconti, antes de esta obra, supo adaptar a James Cain (Obsesión, de 1942, es una adaptación de El cartero llama dos veces), Rocco tiene también momentos en los que se aparta del cine de denuncia y agarra para el lado de la serie negra (el submundo del boxeo) y también el melodrama: el triángulo amoroso entre Rocco y Simone, ambos enamorados de una puta impresentable para la familia, Nadia.

Una disgresión, si cabe. Mientras interrumpo estas anotaciones para hacerme un café reparo que tanto Rocco como Santino son dos nombres que la clase media está poniendo de moda al bautizar sus vástagos. Me pregunto qué relación puede haber (no ya la familiar entre las dos películas) sino en las proyecciones de los padres en sus hijos, portadores de dos nombres clave. Rocco Parodi deberá inmolarse en el boxeo. Santino Corleone, a su vez, será ametrallado. ¿Saben los padres argentinos de clase media del destino que les espera a sus vástagos? Tal vez, sí, me digo. Por eso les eligen el nombre de un boxeador o un pistolero.

Volviendo a Rocco: es también una película de llorar. El calvario de los hermanos Parodi no es otro que el de una familia bajo los efectos arrasadores del capitalismo. Rosario Parodi, la madre de Rocco y sus hermanos, sueña para sus hijos un destino de trabajo. Pero la sociedad capitalista, se sabe, por más que propale cháchara en nombre de la familia, la destruye vía la explotación o los albañales de la marginalidad. Rocco también cuenta esto. No se trata sólo de los sentimientos de la ciudad triunfando sobre el campo. Se trata de la Fiat: la escena final del descanso de los obreros, Ciro, el obrero, en un descanso de la fábrica, diciéndole a su hermanito Luca que tal vez él pueda volver a la tierra añorada, ese sueño omnipresente de los del interior.

Inevitable repetir la palabra familia una y otra vez al escribir sobre esta película. Y al escribir familia me acuerdo también del antipsiquiatra Ronald Laing y de mi padre llorando en la penumbra de una sala viendo Rocco. Laing escribió que la familia es una institución mafiosa y que aquel que la deja, aquel que se va, aquel que huye, debe ser liquidado allí donde se encuentre porque es portador de un secreto. Esa noche que con mi padre entramos a un cine de Corrientes a ver Rocco creo que los dos sabíamos lo que nos esperaba. Mi padre tiene algo más de cuarenta. Pero no los parece. Yo debo andar por los dieciséis. A mi padre le gusta que nos confundan, que los demás piensen que somos hermanos. Por esa época mi padre termina de tener una gresca más con sus hermanos. Ellos se movían en una zona donde se entreveraba la clase obrera con el lumpenaje. Mis tíos trabajaban en el frigorífico Lisandro de la Torre. Uno, Pantaleón, fue delegado, estuvo entre quienes les pusieron el pecho a los tanques cuando la huelga del ‘58. Pero le atrajo más el boxeo que el trabajo: la misma estrategia de Simone, le tiraba una salida fácil, pero a las trompadas. Mi padre, mayor, lo rezongaba. Lo veía cerca del mal camino. Una mañana de domingo, el tío Panta lo desafió a mi padre. Se calzaron los guantes en el patio de la casa de Mataderos. Mi tío superaba en estatura y corpulencia a mi padre. Pero mi padre tenía rabia contra el destino que acechaba a su hermano menor. Y lo derribó. Sangrando, lo noqueó. Después, me acuerdo, mi padre puso la cabeza bajo la canilla de un piletón: el agua y la sangre chorreaban. Escribí varias veces esta historia. Una y otra vez. Me repito, sé que me repito. No puedo asegurar que no vuelva a intentarlo. Por supuesto, esta historia, la de mi padre, forma parte de mi mitología personal y literaria. Rocco, con su aura de tragedia griega (porque Rocco es también una tragedia), ha contribuido a que las derrotas de mi padre se convirtieran para mí en una épica: es que si yo no las volvía épicas, esas derrotas me hundirían como lo hundieron a él. Y también a sus hermanos. Finalmente el mal camino, como lo llamaba mi padre, pudo a sus hermanos. Y ahora estábamos los dos en un cine de Corrientes. Mi padre lloraba en silencio, con pudor. Creo haber buscado su mano. Creo que debe haber apartado la mía. Mi padre, a su modo, era un tipo recio. Tenía motivos para llorar con Rocco, pero no le gustaba que lo vieran. Eso era revelar un secreto. Y yo lo sabía.

Del mismo modo que seguramente intentaré escribir otra vez aquella pelea entre el tío Panta y mi padre, seguramente volveré a ver Rocco. Es una de esas películas que veo todos los años. Como me ocurre con El Padrino, aunque ya esté empezada, igual quedo pegado. Me conmuevo. ¿Por qué?, me pregunto. Una respuesta cómoda es que los films de familia me emocionan. Y que me gusta emocionarme con ellos, sentirme, como tantos, sensible. Pero no, no es así. Si hay un mensaje clave en Rocco (y es un mensaje mafioso), es que el capitalismo, esta mafia en la que vivimos, nos ha despedazado los sueños de un pasado idílico, se trate del pasado en el interior, del pasado en el barrio, del pasado. De ser así, lloramos por la identidad perdida. Y necesitamos ver esta película para recordar quiénes éramos cuando queríamos ser otros.

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