LOS SIETE MAGNíFICOS, DE JOHN STURGES
› Por Mariano Kairuz
Estrenada en Argentina con el título Siete hombres y un destino, pero en general recordada con la traducción literal del original, The Magnificent Seven marcó varios comienzos, finales y retornos con su exitoso estreno en 1960. La aventura de un grupo de mercenarios convocados para defender a los habitantes de un pueblo mexicano de los abusos violentos de un tal Calvera estaba directamente adaptada de Los siete samurais, el clásico de Akira Kurosawa estrenado seis años antes. Lo cual probó la universalidad de su tema, no sólo porque se trataba de un western que trasladaba a Occidente una historia de guerreros japoneses trocando espadas por escopetas, sino porque como remake estaba de algún modo volviendo a su ámbito de origen. Fanático declarado de las películas del Oeste –y en especial de las primeras obras de John Ford–, Kurosawa había filmado Los siete samurais con la estructura de un western. El traspaso de un lado a otro del mundo fue uno de los más naturales del cine moderno; mucho más que buena parte de los que hacen las producciones contemporáneas que trasplantan sin más cualquier éxito extranjero (y en especial oriental) sin la menor consideración sobre las diferencias idiosincrásicas. Los siete magníficos le gustó tanto a Kurosawa que éste le regaló una espada de samurai al director John Sturges, en expresión de admiración y agradecimiento.
La lista de los siete es conocida por sus muchos fanáticos pero acá va una vez más: Yul Brynner –la mayor estrella del reparto–, Steve McQueen, Charles Bronson, Robert Vaughn, Brad Dexter, James Coburn y Horst Buchholdz. Ni Coburn, ni Vaughn, ni Bronson ni McQueen eran estrellas de cine todavía, apenas rostros televisivos inaugurando una era en la que la pantalla chica –la mayor amenaza del cine en la década previa– empezaba a aportarle algo a su hermana mayor. El villano era Eli Wallach, otro de origen catódico que con este papel y el posterior en Lo bueno, lo malo y lo feo quedó grabado en el imaginario básico del western tardío.
El legado de Los siete magníficos no se terminó ahí: luego tuvo una remake espacial (Batalla más allá de las galaxias, 1980) producida por Roger Corman, y en el ’98 inspiró Bichos, la segunda película de animación de Pixar, cambiando pueblerinos, villanos y héroes por hormigas, saltamontes e insectos varios. En los ’60 fue el modelo evidente de varios films de mercenarios de guerra, como Los doce del patíbulo, de Aldrich (1967), con su grupo de descastados; y sentó un precedente para otra remake (esta vez no autorizada) de un film de Kurosawa: la de Yojimbo (1961) en Por un puñado de dólares (1964), de Leone, lo cual le da la razón al director John Carpenter cuando dice que Los siete magníficos marcó “el comienzo del fin del gran western norteamericano”. De allí en más casi todo sería spaghetti, posmodernidad e ironía. En conjunto, el gran combo pop del que se han alimentado cinéfilos voraces como Quentin Tarantino, reciclador de orientales, tanadas y mercenarios.
La película tiene un octavo magnífico: Elmer Bernstein, compositor de esa banda sonora que se convirtió en un leitmotiv inolvidable (el mismo que unos años más tarde identificaría al Marlboro Man, el cowboy de las publicidades de cigarrillos). Bernstein y su tema, uno de los más silbados del cine mundial, encontraron su lugar en la historia cuando Sturges echó al compositor original, Dimitri Tiomkin. De su épico soundtrack, Eli Wallach llegó a decir: “Si hubiera sabido que la música iba a ser así de buena, hubiera montado mi caballo mejor”.
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