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Domingo, 30 de marzo de 2003

ANTHONY SWOFFORD: LA MEMORIA DE LA GUERRA ANTERIOR.

memorias del desierto

 Por Martín Pérez


Por un momento se permitió pensar en volver. Al menos eso confesó Anthony Swofford en un intercambio de mails con un veterano corresponsal de guerra publicado por la revista online Slate. “Dos días atrás recibí una invitación para viajar a cubrir la guerra”, precisó en una carta fechada el 21 de marzo y escrita desde Portland, Oregon, donde oficia de profesor de literatura en una Universidad. “Por un par de horas consideré seriamente un acto irracional como el de abandonar mi trabajo como profesor a cinco semanas de terminar el semestre, armar mi mochila, meter en ella algunos anotadores e irme para allá. Durante esas horas recordé la excitación y el miedo que sentí cuando empaqué la primera vez para ir a Riyadh. Después me vi entrevistando a un joven marine mientras intentaba destrabar su M16. Y entonces decidí no renunciar a mi cargo como profesor. Pero yo no soy un periodista de guerra, sino un escritor que alguna vez fue a la guerra.”
Aquella guerra a la que alguna vez fue Anthony Swofford fue la Primera Guerra del Golfo, de la que participó como parte del pelotón de francotiradores del Segundo Batallón del Séptimo Cuerpo de los Marines norteamericanos. Con ellos estuvo seis meses expuesto al sol y la arena. Primero esperando órdenes en el Desierto del Mojave. Luego fue enviado a Arabia Saudita para cruzar más tarde la frontera con Irak sin entrar demasiado en batalla, simplemente enfrentando tanto el fuego enemigo como el propio hasta recibir la orden de regresar. “Miraba cómo los restos de los pozos petrolíferos quemados se pegaban a mi uniforme y sabía que lo que estaba metiéndome en los pulmones era el petróleo crudo por el que estaba peleando”, escribió Swofford en unas memorias de aquellos días que escribió diez años más tarde, mucho después de haber terminado su contrato con el ejército, haber estudiado en la Universidad de California y haber concurrido al taller para escritores de la Universidad de Iowa. Publicadas recién a comienzos de este año bajo el nombre de Jarhead, sus descripciones honestas y brutales sobre la cotidianidad del soldado moderno lo han transformado en el escritor del momento en Estados Unidos. Justo cuando las imágenes de cientos de miles de jarheads –apodo despectivo dado a los marines a causa de su corte de pelo– vuelven a ocupar las pantalla de millones de televisores en todo el mundo.
“Jarhead no sólo es la memoria más poderosa en emerger de la Primera Guerra del Golfo, sino que es una gran contribución a la literatura de combate, un libro que combina el humor negro de Trampa 22 con la bestialidad de Nacido para matar”, escribió Michiko Kakutani, el principal crítico literario del New York Times. “Captura el humor, el tedio, la furia y la soledad de la larga espera antes de entrar en batalla, y luego comunica poderosamente la experiencia de esa guerra”, escribió Mark Bowen, el autor de Black Hawk Down (La caída del halcón negro), libro adaptado al cine por Ridley Scott. Según se desprende del aluvión de críticas favorables que han rodeado la aparición del libro de Swofford, uno de sus más grandes logros es subvertir la versión oficial de que las últimas intervenciones militares norteamericanas son operaciones quirúrgicas de fuerzas superiores con un resultado de pocas bajas. “El combatiente deviene en héroe, y la sociedad celebra la muerte y la destrucción de la guerra, dos cosas que el combatiente nunca celebra”, escribe Swofford en Jarhead. “El combatiente celebra el hecho de haber sobrevivido, no el haber matado japoneses o alemanes o rusos o árabes. Ese amplio y complejo descalabro emocional llamado victoria nacional no tiene lugar para el combatiente. Es necesario recordarles este hecho a los civiles, hacerles escuchar la voz del combatiente.”
Criado en una familia de combatientes, concebido incluso en unas 24 horas de franco que su padre pasó con su madre en Honolulú, y seducido por la visión de los marines en las imágenes de los noticieros que cubrieron el atentado de Líbano en 1984, la voz de Anthony Swofford es “brutal,petulante, sádica, impiadosa, vengativa y a veces incluso cerca de lo sociopático”. Así es como la describe la periodista Laura Miller en su crítica del libro publicada en la revista online Salon. En el transcurso de unas memorias que no dejan de lado –con un tono a la Tobias Wolff– sus recuerdos de infancia, Swofford recorre el habitual sadismo de los superiores, da cuenta de la burocracia militar a la Trampa 22 y también es cruelmente sincero a la hora de retratar el machismo feroz de sus compañeros –y el suyo, ya que llegó a poner la foto de su novia en la “Pared de la vergüenza”, donde los marines colocan las fotos de sus novias infieles.
Si la prosa más honesta de la literatura de guerra norteamericana encontró su mejor voz en la Segunda Guerra con la razón moral de su lado, y derivó en mordazmente antibélica con la amoralidad de Vietnam, Jarhead parece estar más cerca de American Psycho y de las más bestiales imágenes cinematográficas del mismo Hollywood antibélico que –tal como revela Swofford– no deja de alimentar la imaginación de los combatientes. Con música de fondo de otra guerra –los Rolling Stones, Jimi Hendrix y Led Zeppelin–, Swofford recuerda haber vivido la suya, que casi ni siquiera fue una guerra propiamente dicha. Detalle que da pie a una de las pocas críticas que se han levantado en contra de Jarhead, en la que se subraya el hecho de que a pesar de tantas reflexiones, las memorias de Swofford son las de un soldado que jamás entró realmente en batalla. “Lo que revela este libro es que el soldado moderno, o al menos el soldado moderno norteamericano, relegado por un abrumador poder de fuego aéreo, es esencialmente una figura marginal”, escribió Tim Adams en el periódico británico The Observer. “Como consecuencia de una guerra que jamás llegó realmente a pelear, Swofford sugiere que a veces uno desea haber llegado a matar un iraquí. Su experiencia lo deja con una sensación de anticlímax, de asunto sin terminar, un vacío que su gobierno parece haber compartido.”

Cine de superacción

Por Anthony Swofford

El 2 de agosto de 1990, tropas iraquíes se desplazan en dirección este hacia la ciudad de Kuwait y comienzan a matar soldados y civiles y a capturar palacios suntuosos y carísimos sedanes alemanes –aunque es probable que las atrocidades iraquíes estén siendo exageradas por los kuwaitíes, los saudíes y ciertas facciones del gobierno norteamericano, con el objetivo de conseguir un apoyo más amplio por parte de las Naciones Unidas, el pueblo norteamericano y la comunidad internacional. El mismo día, mi pelotón –el STA, dedicado a la Vigilancia y Adquisición de Objetivos–, conformado por exploradores y francotiradores, y parte del Segundo Batallón de Marines, es puesto en alerta. Nos encontramos en la Base de Twentynine Palms, en el Desierto del Mojave, California.
Tras oír las noticias sobre la inminencia de la guerra en Medio Oriente, marchamos en formación hasta la peluquería de la base, donde prácticamente nos rapan a cero. Por algo nos dicen jarheads (cabezas de jarra). Después, mandamos a un grupo de soldados a alquilar todas las películas de guerra que encuentren. También compran una cantidad infernal de cerveza. Durante tres días nos sentamos en la sala de proyecciones para emborracharnos y mirar películas, y nos gritamos y nos peleamos y nos reímos y nos hacemos una idea de las diversas visiones de la violencia, la decepción, la carnicería, las violaciones, las matanzas y el saqueo. Nos concentramos en las películas sobre Vietnam porque es la guerra más reciente, y sus éxitos y fracasos inspiraron buena parte de nuestros manuales. Rebobinamos y volvemos a ver escenas famosas, como ésa con Robert Duvall y sus helicópteros en Apocalypse Now!, y las de Martin Sheen remontando el falso río vietnamita; miramos cómo Willem Dafoe recibe un balazo de un conocido y es abandonado en el campo de batalla en Pelotón; y escuchamos con atención cuando Matthew Modine le habla a un lugareño en Nacido para matar. Miramos una y otra vez a los soldados enfurecidos, cansados, quemados, atravesando las aldeas y rodeados de hermosas nativas que les sonríen porque si no lo hacen los norteamericanos matarán a sus cerdos o quemarán sus reservas de arroz. Rebobinamos una escena de violación: los soldados americanos regresan de la selva después de matar varios vietcongs y entran al bar para tomar cerveza mientras las putas se les sientan en la falda durante una canción o dos (una canción de los ‘50, cuando América todavía era dulce) antes de retirarse a los cuartos para cogerse a las putas dulcemente. Los chicos americanos, brutales, jóvenes, granjeros o cosmopolitas, se cogen dulcemente a las putas. Sí: de algún modo las películas nos convencen de que estos chicos son dulces, incluso aunque nosotros sepamos que nos parecemos tremendamente a ellos, y que nosotros ya no lo somos.
Se dice que muchas de las películas sobre Vietnam son antibélicas, que su mensaje es: la guerra es inhumana y miren lo que pasa cuando se entrena a jóvenes norteamericanos para pelear y matar: propagan la guerra y la muerte por todas partes, ignoran sus objetivos e infaman a su propio país, disparando torrencialmente, en automático, olvidando que fueron entrenados para apuntar. Pero en realidad, todas las películas de Vietnam son pro bélicas, sin importar el supuesto mensaje o las intenciones de Kubrick, Coppola o Stone. Mr. y Mrs. Johnson en Omaha o San Francisco o Manhattan mirarán las películas y llorarán y decidirán de una vez y para siempre que la guerra es inhumana y terrible, y se lo dirán a sus familiares y a sus amigos de parroquia, pero el cabo Johnson en Camp Pendleton y el sargento Johnson en la Base Aérea de Travis y el marinero Johnson en la Estación Naval de Coronado y el soldado Johnson en Fort Bragg y el marine Swofford en la Base de Twentynine Palms miran esas mismas películas y se excitan, porque la brutalidad mágica de las películas celebra la belleza terrible y despreciable de sus habilidades. Enfrentamiento, violación, guerra, saqueo, incendio. El material fílmico registrado en el frente es pornografía para el militar; el cine, en cambio, le toca la pija, le roza los huevos con la pluma de la Historia, lo prepara para su Primer Polvo.No importa cuántos Mr. y Mrs. Johnsons sean antibélicos –los verdaderos asesinos que saben usar las armas no lo son.
Miramos nuestras películas y tomamos nuestras cervezas y cada tanto alguno empieza a sollozar y sale a la terraza, desde donde se ven las montañas Bullion, ese perfil irregular que bordea nuestras barracas. Una de las tantas veces, esa persona soy yo. Es casi medianoche, la temperatura todavía supera los treinta grados y el cielo está atestado de estrellas. La luz de luna cubre el desierto como un fuego blanco. La puerta de la sala permanece abierta, y en la pantalla se desata una emboscada sobre una de esas faldas célebremente mortales de las colinas vietnamitas.
Vuelvo a entrar y observo las caras de mis compañeros. Todos estamos asustados, pero lo demostramos de modos diferentes: indiferencia violenta, naturalidad impostada, bravuconería standard. Estamos asustados, pero eso no significa que no querramos pelear. Se me ocurre que nunca volveremos a ser jóvenes. Me siento y vuelvo a la batalla. Los films supuestamente antibélicos han fracasado. Ha llegado mi tiempo de ingresar a la nueva zona de combate. Y como todo joven que creció con las películas de Vietnam, quiero municiones y alcohol y drogas, y quiero cogerme algunas putas y matar a unos cuantos iraquíes de mierda.

Este fragmento es la introducción de Jarhead, la autobiografía que Anthony Swofford publicó este año en Nueva York.

 

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