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Domingo, 30 de marzo de 2003

Caja de resonancias

Versátil, curiosa, alimentada por una notable variedad de materiales y técnicas, Diana Chorne expone tótems culturales, muñecos móviles, cajas, collages, pinturas y dibujos y conjura ecos que van de las culturas arcaicas al kitsch más industrial. Eludiendo la solemnidad a fuerza de ironía, su muestra en el Centro Cultural Recoleta abreva en el archivo histórico para dar cuenta de las urgencias del presente.

Por José Emilio Burucúa

La creación viene de más lejos que sus autores, sujetos supuestos, y desborda sus obras, objetos en los que la frontera es ficticia.
Michel de Certeau

Ya dijo Ernst Gombrich, a propósito de las creaciones y los actos de contemplación artística de nuestros tiempos, que el gesto de inocencia y la mirada virginal son fenómenos imposibles: allí está el ángel de espada flamígera que nos impide la vuelta a cualquier paraíso estético. Por eso, todo espectador de una obra como la de Diana Chorne que se sienta conmovido –y tal es mi caso– cuando ingresa al taller o a la sala donde se exponen sus muñecos, sus cajas, pinturas y collages, difícilmente ha de escapar al movimiento espontáneo de proyectar los datos de su propio banco de imágenes, por exiguo que éste sea, para comparar formas, explorar técnicas y efectos, comprender y reconstruir los significados que trazan el tejido sensible y eidético de aquellos objetos. De Picabia y Schwitters a Heredia, de Dalí, Oppenheim y Magritte a Berni, de un dibujo a la Matisse y de los trazos expresionistas a la Die Brücke o a la Rauschenberg hasta los automatismos de León Ferrari y las tramas cromáticas de Noé, hay una multiplicidad de fórmulas, lugares comunes, ensamblados, juegos de ironía y crítica que Chorne ha recogido de sus incursiones atentas y sabias por el ancho campo de las vanguardias y las artes del siglo XX.
Estas asociaciones no sólo tranquilizan nuestros ánimos ayudándonos a delimitar las experiencias modernas a partir de las cuales podemos aventurar las primeras hipótesis sobre los sentidos de los objetos de Diana; también nos demuestran, una vez más, hasta qué punto nos enfrentamos con la producción de una artista, es decir, de una fabricante de artificios que refuerza esa identidad propia al dialogar, en primera instancia y sobre el plano denso de la estética, con otros hacedores de cosas semejantes. Pues sigo creyendo que el rasgo primordial del artista consiste en un remitirse sin pausa a las obras, a las realizaciones que otros como él llevan a cabo, de manera que toda la atención del hacer y el contemplar quede centrada en las relaciones de líneas, contornos, arabescos, colores, texturas ópticas, corporeidades, huecos, configuraciones espaciales, luces, sombras. Para decirnos enseguida que reverbera algo nunca expresado en el objeto nuevo, un quid portador de significados inéditos cuya transmisión se consigue si, y sólo si, nuestra percepción acepta sumergirse y complacerse en el juego de aquellas redes materiales. Ergo, Diana Chorne ha logrado instalar su trabajo en el dominio del arte. Ella es simplemente artista, quod erat demonstrandum.

Vamos entonces en busca de los significados y comencemos por los muñecos. La diversidad de materiales, de elementos ready-made (maniquíes, cabezas de juguete), de rostros inventados e imaginados, de fuentes iconográficas que remiten a viejas culturas (la Mesopotamia antigua, la Grecia arcaica, la Italia prerromana, la Camboya de los khmer, la América prehispánica) o a la producción en serie y sensiblera de la era industrial, componen un conjunto difícilmente numerable de recursos técnicos y de alusiones históricas. Pues se aúnan la terracota con la madera, el plástico con los metales, el biscuit con la lana de acero, el tejido de alambre con la baquelita, la porcelana con el cartón y el papel, los abalorios con las tapas de lata de las gaseosas, aunque lo cierto es que el vidrio parecería prevalecer merced a las cuentas coloreadas, a los tubos de gas neón, a las ampolletas y bombas de luz que se superponen y decoran para formar figuras muy esbeltas, tan alargadas que nos preguntamos cómo logran mantenerse erguidas y estables, una cuestiónllevada a su clímax en los ejemplares multicolores que representan criaturas en movimiento.

Esos seres totémicos son solemnes y cómicos al mismo tiempo, con sus sexos marcados mediante piezas que despliegan metáforas invertidas. Un silbato, por ejemplo, designa un pene; una argolla de metal, una vagina. Así, el ingenio provoca simpatía, sentida en lo más íntimo de nosotros, hacia esos muñecos desvalidos, mientras el juego lingüístico y la ironía nos encienden levemente la risa. Todo eso sugiere que estamos en presencia de una variante polimórfica del Pathosformel destinado a evocar la emoción primordial de la fragilidad de la vida.
Pero en este caso lo efímero no permanece encerrado en el tema de la vanitas, sino que es también vector de una crítica risueña de la monumentalidad humana y se combina, en los cuerpos danzantes, con la aparición paradójica de la antigua ninfa, muchacha joven en movimiento, signo mayor de un descubrimiento clásico (la representación por antonomasia de la vida joven y dinámica) cuyas manifestaciones y eclipses habrían determinado la dialéctica histórico-artística del mundo euroatlántico, según la teoría cultural de Aby Warburg. Pero esto no es un alarde sino la elección militante de un concepto totalizador de la cultura, a la vez trágico y “esquizofrénico”, dos rasgos que Diana Chorne no desdeñaría a la hora de definir las cualidades estéticas de sus objetos.
Y hay todavía una vuelta de tuerca, una coincidencia subterránea que refuerza y legitima nuestra evocación warburguiana: si a algo podemos asociar los muñecos de Diana como totalidad formal y significante es a las llamadas “muñecas” Kachina, fabricadas por los Zuni en Nuevo México, que despertaron el interés de Warburg durante el viaje de investigación antropológica que realizó a esa región de los Estados Unidos entre 1895 y 1896. No está de más recordar que la memoria de la expedición, redactada tardíamente por Aby en 1923, fue la prueba de la cura de su esquizofrenia que el propio Warburg dio ante médicos y enfermos en una conferencia pronunciada en el sanatorio psiquiátrico de Kreuzlingen.

Sigamos ahora nuestro itinerario con los trabajos bidimensionales de Diana Chorne. Mientras los collages son grandes composiciones abstractas donde campea el mismo ímpetu explorador de la materia y de sus posibilidades expresivas que ya descubrimos en el armado de los muñecos, algunas pinturas vuelven sobre las figuras escultóricas, esbeltas y transparentes, en movimiento e intensamente sexuadas. Y lo hacen en combinación con un alarde, una paradoja cromática producida por el uso del negro dentro de los cuerpos de las figuras, de modo tal que –milagro del arte– su transparencia no se pone en riesgo sino que, por el contrario, sale reforzada del experimento.
En este punto comienza a abrirse un horizonte nuevo de la indagación plástica de Chorne: sus últimos cuadros contienen secuencias de siluetas negras de animales, personajes, objetos, signos, como si se tratara de un mensaje ideográfico que se desenvuelve ante nuestros ojos. Lo que allí vuelve, claro, mediante la idea representada y multiplicada de ideograma, es la reminiscencia de las civilizaciones antiguas, los manuscritos nahuatl, los relatos iconográficos –entre violentos y cómicos– desplegados sobre las piezas de cerámica mochica y nazca.
La artista vuelve a recrear y transmutar lugares comunes o configuraciones significantes extraídas de repertorios arcaicos, para dar cuenta de las condiciones actuales de la existencia: mecanización, repetición, opacidad comunicativa de los signos, igualación ontológica de los hombres, los animales y los utensilios, búsqueda incansable del sentido.

Entre la regla y la picardía

Por Luis Felipe Noé

Entre una tribu primitiva y el mundo globalizado se encuentra Diana Chorne.
Siguiendo la teoría del bricolage que Lévi-Strauss utiliza para caracterizar al “pensamiento salvaje” –enfrentándolo con el pensamiento propio del hombre occidental, llamado “del ingeniero”–, podemos decir que para entender la obra de Chorne debemos ubicarla entre un mundo que la excede (para asirlo se vale de lo que tiene a mano) y una sensibilidad muy cultamente posmoderna.
Chorne, por lo tanto, se pasea por el espacio global y el tiempo eterno. Hace sus tótems culturales con la libertad combinatoria de un jugador de truco: entre el límite de la regla y el infinito de la picardía.
De la misma manera hace sus dibujos jeroglíficos y sus cajas, que secretean las posibilidades de la vida. Así visualiza nuestra salvajecivilización: extrañando lo salvaje (el orden latente del caos) y cuestionando la civilización (el caos latente del orden).
Por todo esto celebro la llegada de Diana Chorne al mundo del arte.

El secreto de las cosas

Por León Ferrari

Hay algo perturbador y enigmático en las obras de Diana Chorne. Y pienso que tal vez se relaciona con su propia trayectoria personal: fue alumna de Urruchúa y de Batlle Planas, estudió a Freud y a Lacan, y es psicoanalista.
Difícil, entonces, no volver a preguntarnos por los orígenes o los motivos de las imágenes, colores o volúmenes que producimos; es decir, por las determinaciones innumerables de las cosas que hacemos, por el modo en que se cuelan en un cuadro o en un dibujo los disgustos, los recuerdos, las angustias y las alegrías de los ayeres de uno mismo y de los demás. Si lo que llamamos arte es el resultado de una zaranda por la que siempre pasan algunos de los miedos y gestos y palabras felices o resignadas que decimos o escuchamos, nuestras músicas y nuestras danzas, el recuerdo de cosas olvidadas o que nunca conocimos, ¿cómo saber qué es lo que el tamiz selecciona o cuáles son sus reglamentos o preferencias?
Esta curiosidad por averiguar dónde se esconde en una obra cada momento visto o escuchado, por pretender realizar una especie de radiografía que consiga localizar entre las rayas y los colores las caras, las risas y los llantos con que se van tejiendo nuestras vidas, se agudiza frente a los originales y sugestivos trabajos de Diana Chorne.
El collage, esa desordenada caminata entre pedazos de cosas, puntillas, números, letras, restos de plátanos y pinceladas, parece una hoja arrancada de un cuaderno de notas de la artista, una suerte de taquigrafía en clave de sus conclusiones sobre las tristezas o los ardores propios y ajenos. Más taquigráficas todavía son sus escrituras o parlamentos, como el malón de peces o esas misteriosas sucesiones en blanco y negro de gente retorcida, de elefantes, de guitarras y de bichos desconocidos que se resignan a deformarse y a descuartizarse en silencio para poder expresar una desavenencia o, quizá, el atisbo de una armonía que nunca les llega.
En la misma línea, otra veta ciertamente destacable en la obra de Chorne es su serie de personajes estilizados, verdaderos Giacomettis redivivos y actuales, muñecos algunas veces sin brazos ni piernas, con el torso que empieza bajo la cabeza y se extiende hasta la base. Gente que sólo parece destinada a pensar y a mirar, impedida de abrazar, resignada.
Un párrafo aparte merece su balde de dos banderas: la que está pintada en el balde y la de la cinta en el brazo que sale del cemento (o que ha sido enterrado en el cemento). Esta pieza, que fuera expuesta en la muestra organizada recientemente por el MAR en el Recoleta, es una fuerte y lograda representación de un país que sigue cantando “oíd el ruido de rotas cadenas, ved en trono a la noble igualdad”.

 

 

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