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“¿Dónde está?” Eso es lo primero que me preguntan cuando ven esta foto de Marcelo Cohen. Hay una referencia sutil a cierto mundo extraño que tiene que ver con su ficción, con una cosa un poco retrofuturista, suspendida en un ámbito extraño. Pedí permiso para hacerla en un depósito de lo que era en ese momento Aguas Argentinas, en la avenida Lugones; en esa época trabajaba para la revista Claudia y había ido a hacer una nota con la mujer que llevaba la empresa, una francesa. Cuando vi el lugar, aluciné: ahí están esas máquinas antiguas, desmesuradas. Es una de las fotos que hice para Primera persona, de Graciela Speranza, un libro divino, de entrevistas con escritores.

De hecho, yo empecé a hacer fotos de escritores para la colección Planeta Biblioteca del Sur. Y me encantaba que mis fotos fueran a parar a un libro: me parecía el mejor de los destinos. Hay distintos berretines: fotógrafos que se la pasan en recitales y hacen fotos de músicos, otros que se entusiasman con aparecer en la primera plana de un diario. Cada uno con su película. A mí me parecía soñado que mi foto fuera a parar a un libro, un objeto que uno ama y queda. Yo no escribo, pero estudié Letras, y tengo muchos amigos que son de ahí, o traductores. Fotografiar a alguien es un encuentro con una persona, y la gran mayoría de los escritores que he fotografiado es gente apasionante. Es un placer y un lujo pasarte un rato charlando con cualquiera de ellos.

A la hora de fotografiarlos, me interesa el tema de la pose: está buenísimo, por ejemplo, cómo Hebe Uhart encara la cámara en su foto. La pose narra mucho de una persona, de cómo se siente consigo misma. Andy Goldstein trabaja a fondo esa idea. Yo suelo trabajar con situaciones bastante delimitadas: en base a una idea bien determinada de lo que quiero, me muevo con el plus de hacer que te da la fotografía, y es en el marco de esa pose, muy estática, que a veces sucede algo imprevisto. Hay gente que, por el contrario, se mueve de forma exactamente opuesta: charlan, van, vienen, y en cualquier momento, clic. Yo casi no hablo de algo que no sea la foto en sí misma. No me interesa que nos distraigamos, busco que ambas partes estemos trabajando para la foto.

A veces, incluso, la foto se le ocurre al otro. La de Piglia, por ejemplo, se le ocurrió a él. Yo le había hecho unas fotos que no me gustaban mucho, así que un día lo llamé y le dije que cuando anduviera por Buenos Aires, con un rato libre, hacíamos otras. Esto fue un domingo en la city, vacía: tengo una serie divina. Y dejé ésta, porque a pesar de que está de espaldas, me parece tan reconocible...

La de Soriano, en cambio, es una de las primeras que hice, año ’91 o ’92. El estaba incómodo, yo no tenía mucho manejo de la situación... Fue un poco ‘liquidemos el trámite’. Tengo un recuerdo bastante borroso.

Más allá de si sale bien o no, creo que no hay sujeto que no padezca la situación de fotos. En general es como una especie de tortura. Para los escritores, que suelen sentirse tan a gusto en las entrevistas, donde pueden desplegar su discurso, su lucidez, su inteligencia, el momento de la foto es el de la indefensión. Houellebecq dice, en un tramo de Las posibilidades de una isla, que el estado de nuestros cuerpos es lo más importante, y que de ahí devienen todas nuestras explicaciones morales e intelectuales. A partir del aspecto, plantea, empezás a pensar el resto del mundo. Es una afirmación exageradísima –algo extremo, como suele ser él–, pero creo que algo de eso hay. Siempre hay un margen de indefensión respecto a la imagen propia, es inevitable.

Una foto siempre trae algo de desilusión. Es complicada la reacción del fotografiado al verse retratado. En general trato de que se sientan cuidados, y además tengo una mirada que busca la belleza, no busco el costado sórdido. Y rápidamente veo qué es lo lindo de alguien, al segundo. Pero es muy poca la gente que se ve a gusto, contenta. Una vez tuve una experiencia horrible con Fogwill. Tengo muchas fotos preciosas de él, de una sesión muy larga que hicimos en un billar. Quedamos después en juntarnos en un bar, para que las viera: yo iba reorgullosa, pensando que le iban a encantar. Y apenas las vio se empezó a amargar de una manera tremenda. “Pero... acá se ve el cáncer de mi madre”, me dijo. Como si en su cara, sus marcas, sus arrugas, se leyera su historia familiar. Yo me iba quedando cada vez más chiquitita, desde el otro lado de la mesa. Un espanto. Después, con ese humor que tenía, todo repuntó. Pero esa escena me sirvió para pensar de otra manera cómo se ve la gente en las fotos.

Como trabajo para medios y editoriales de libros, mis fotos siempre están visibles, en la calle: creo que por eso no procuré hacer muestras, colgar. Hice pocas exposiciones en mi vida. Y me encanta ese disfrute cotidiano que tienen las fotos, que la gente diga ‘¡ah, qué linda ésta!’, y que después se use el papel para envolver las papas. Me gusta eso efímero, también. Y, sobre todo, entrar a una librería y que mis hijas me pregunten ‘¿esta la hiciste vos, mamá?’. Hice montones, y me encanta que estén ahí. Pero me parece que hay momentos en los que viene bien parar un poco, ver qué hiciste, si pegás una pequeña maniobra, repensar. Cumplir 20 años de fotógrafa me pareció una buena oportunidad para hacer una pequeña selección, unas 40 entre los 300 escritores que tengo retratados. También es una celebración, un festejo.

Algunos escritores.
Retratos de Alejandra López.
Fotogalería del Teatro San Martín, Corrientes 1530.
Hasta el 3 de julio. Entrada gratuita.

Testimonio recogido por Angel Berlanga