Domingo, 12 de junio de 2011 | Hoy
Por Jorge Semprun
No soy un auténtico español, ni un auténtico francés; no soy un escritor, ni soy un político. Soy sólo un superviviente de Buchenwald.
He visto cómo algunos de mis compañeros en el campo se extinguían poco a poco. A las cuatro de la mañana suena la sirena. Ha pasado la noche. Te levantas, vas al baño, te lavas con agua fría. Después ves al camarada que desde hace seis meses duerme a tres filas de distancia. Lo observas, y su mirada ha cambiado durante la noche: mira como un musulmán. Yo sobreviví. Por casualidad. Era fuerte y bastante resistente. Llegué al límite de la extenuación, pero me quedé a este lado. Unos meses más y no sé qué habría sido de mí.
Sobreviví, entre otras razones, por la curiosidad natural de los veinte años. Por la curiosidad de saber qué universo era ése, kafkiano, complicado, con leyes no escritas, pero absurdamente imperativas. La curiosidad es la condición de supervivencia que tanto subraya Primo Levi.
La escritura y los escritores son los únicos capaces de mantener vivo el recuerdo de la muerte. Si no se apoderan ellos de la memoria de los campos de concentración, si no la hacen revivir y sobrevivir mediante su imaginación creadora, se apagará con los últimos testigos, dejará de ser un recuerdo en carne y hueso de la experiencia de la muerte.
En español hay un hermoso verbo que no existe en francés: ensimismarse, entrar en sí mismo. Ortega y Gasset desarrolló toda una teoría al respecto: quien no es capaz de estar consigo mismo, no puede comunicarse con su entorno. En mí eso puede durar veinte segundos, puede ser una cadena de asociaciones que aparece de repente. Puede estar provocada por un recuerdo triste o un miedo repentino. Y entonces me pierdo. No es inquietante recluirse en sí mismo. Esa capacidad, incluso, me ayudó a soportar el campo de concentración.
Hago hacer a mis personajes cosas que yo no pude hacer, pero que podría haber hecho y que podrían haber sucedido. También cosas que me habría gustado vivir. Modifico lo vivido, lo prolongo, escribiéndolo. Coloreo una realidad que apenas era un boceto. ¿Esto es novelesco o un recuerdo? No lo sé, se confunde.
Durante veinte años he intentado ser comunista. Pero no de salón: comunista en lo práctico y en lo teórico, con cargos de responsabilidad, no para presumir de haber estado en los salones de Louis Aragon. Luego, gran parte de mi vida ha consistido en destruir todo eso. No traicionarlo sino destruirlo, en el sentido de dejar de ser un buen comunista para ser un demócrata y un anticapitalista radical.
El capitalismo vive en la crisis y se nutre de la crisis. Las aprovecha para seguir desarrollándose. Ninguna manifestación ni ninguna revolución podrá eliminarlo. Eso sólo podría conseguirlo el propio capitalismo.
La sociedad europea, incluso la mundial, necesita de la izquierda. Las organizaciones y las ideas tradicionales de la izquierda están agotadas, es claro. Pero la posición de izquierda es una necesidad moral, política, casi me atrevería a decir ontológica. Ser de izquierda es para mí el conocimiento de que la sociedad es digna y capaz de mejorar, y la apasionada voluntad de llevar a la práctica ese conocimiento. No se puede cimentar una sociedad exclusivamente sobre la libertad de los consumidores.
Hay que considerar el reformismo una revolución permanente. No es un juego de palabras.
Creemos que la democracia está arraigada en nuestro entorno. Pero si repasamos la historia del siglo XX, vemos que la democracia es algo combatido a diestra y siniestra como el enemigo principal. Y hoy tiene problemas nuevos. La democracia es frágil, capituladora. Se salvó de milagro en Europa.
El amor, es decir, el esforzarse por un diálogo, es más bien cosa de mujeres; los hombres están más bien a solas consigo mismos.
El mal no desaparecerá mientras haya humanidad. El mal es una de las posibilidades que le da al hombre el ser libre, es un subproducto de la libertad humana. Mientras el hombre sea libre, también será libre para hacer el mal. Esta es, para mí, una certeza metafísica.
Yo creo que hay valores por los cuales hay que dar la vida, y la libertad es uno de ellos. Si no arriesgamos la vida por la libertad, seremos esclavos. Si ningún pueblo, sociedad, grupo, minoría, hubiera arriesgado la vida por la libertad, la justicia o la fraternidad, seguiríamos en una sociedad esclavista o no habríamos salido del despotismo oriental.
A mi vida sólo la puedo contar yo. Quizá diga esto por vanidad, orgullo o engreimiento. Pero así es: sólo puedo escribirla yo.
El tiempo transcurre mucho más deprisa cuando eres viejo. Y no me queda mucho. Cuando tienes veinte años y crees que sólo tienes cinco por delante, es casi toda una vida. A mi edad, cinco años no son nada. Y por otro lado, hoy ya no veo los signos de la muerte. Esto genera inseguridad. Antes me encontré con la muerte y pude evitarla. En Madrid, por ejemplo, cuando acudía a una cita, tenía a veces la sensación: podría ocurrir ahora, te va a echar el guante. Ahora la muerte ya no se me muestra. Esa puta se ha enmascarado. Se ha hecho invisible.
Jorge Semprún nació en Madrid en 1923, se exilió con la Guerra Civil y formó parte de la Resistencia francesa hasta que fue detenido por la Gestapo y deportado al campo de Buchenwald, donde sobrevivió dos años hasta la liberación. Militó clandestinamente en España en el Partido Comunista hasta que fue expulsado, en 1964. Por entonces comenzó su carrera literaria. El largo viaje, La escritura o la vida, La montaña blanca, son algunos títulos de entre la veintena de libros que escribió, originalmente en francés. Fue, además, ministro de Cultura de Felipe González y guionista cinematográfico de Resnais y Costa-Gravas, entre otros. Murió el martes pasado en París, a los 87 años.
Las citas están tomadas de diversas entrevistas y artículos, así como de Lealtad y traición, la biografía de Franziska Augstein (Tusquets).
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