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Domingo, 4 de mayo de 2003

Viceversa

Con el espíritu de dar a conocer un cine prácticamente ignorado por los nuevos cinéfilos y cineastas, y de paso cuestionar la idea repetida hasta el cansancio de que la generación del 60 fracasó, Fernando Martín Peña organizó en el Malba un ciclo monumental que reúne más de 70 películas independientes gestadas sin ningún apoyo oficial durante las dos décadas que revolucionaron el cine argentino: los 60 y los 90.

Por Hernán Ferreirós
“¡Los 90 van a hacer que los 60 parezcan los 50, baby!”, solía exclamar Dennis Hopper en cada entrevista que le hacían a principios de la década pasada, cuando terminó de convertirse en un icono de los años del LSD y el amor libre. Si bien se equivocó, su profecía fue uno de los primeros emergentes de un sincretismo particular. Aunque más no fuera por la simetría gráfica, desde el fin de los 80, nunca se dejó de plantear, imaginar, desear, comprobar y hasta forzar todo tipo de relaciones entre los años 60 y los 90. Por eso es sorprendente que nadie haya pensado en un ciclo de cine que se dedicara a explorar las semejanzas y diferencias entre esas décadas. Y más sorprendente aún que nadie, hasta ahora, haya investigado esa relación en el cine argentino, cuya “generación del 60” fue el primer estertor de las banderas de la independencia, tan frecuentemente izadas desde finales de los 80 por la generación de nuevos realizadores surgidos en la onda expansiva de las primeras películas de Alejandro Agresti o Martín Rejtman.
El crítico e historiador del cine Fernando Martín Peña tuvo la idea en Madrid, durante una muestra del nuevo nuevo cine argentino, el gestado por directores con intereses tan disímiles como Pablo Trapero, Esteban Sapir, Fernando Spiner, Gustavo Postiglione y el mismo Rejtman. En una charla con los realizadores, uno de los asistentes, quien luego sería identificado como el crítico Agustín Mahieu, colaborador de la revista Tiempo de cine y exiliado desde 1976, preguntó si había algún tipo de organización formal entre ellos, y agregó que ya había visto la disolución de la generación del 60 justamente por no saber organizarse. A partir de la intervención de Mahieu, Peña empezó a darle vueltas a la idea de una continuidad, dada tanto por sus logros estéticos como por los problemas que enfrentaron, entre los dos grupos de cineastas. “El grupo de realizadores de los 90 –explica Peña– plantea un conjunto de cuestiones, sobre todo durante la época de Julio Mahárbiz al frente del Instituto Nacional de Cinematografía, cuando llanamente lo tenían en contra, que eran muy parecidas a las planteadas en los 60, cuando también tenían al Instituto en contra. A diferencia de la generación anterior, los cineastas de los 60 no venían de la producción industrial, del cine financiado por el Estado al que estaban acostumbrados los realizadores que filmaron durante los 50. La generación del 60 reaccionó de manera muy consciente contra ese cine, que no había sabido producir una renovación. Lo mismo pasó con los realizadores de los 90, frente al cine de los 80. La primera producción de esa década, la de realizadores como Agresti o Perrone, se diferencia claramente del cine anterior. Tanto en los 60 como en los 90 se plantean objetivos similares: la recuperación de un sentido de lo verosímil, el intento de que los espectadores se sientan representados, la búsqueda de un imaginario propio, la reaparición de la ciudad como un protagonista... Al repetirse tantas cosas, también se repiten defectos, como no haber podido juntarse. Ninguno intentó iniciar una productora que los reúna, vender películas juntos, organizarse para enfrentar a un enemigo común.”
A partir de estas coincidencias se imaginó un ciclo de más de 70 películas y un libro con entrevistas a buena parte de los realizadores representados. “Sentía que el ciclo no era suficiente, que había que producir algo más: por eso decidimos hacer un libro y un conjunto de cortometrajes realizados especialmente para proyectarse a modo de presentación de los diferentes realizadores.” Entre los muchos objetivos a lo que sirven el festival y su correspondiente libro, uno no menor es intentar rebatir un conjunto de mitos y preconceptos que, en lugar de ser refutados, se fortalecieron con los años. “Principalmente queremos cuestionar la idea repetida hasta el cansancio de que la generación del 60 fracasó. Revistas como Primera Plana describieron el período como ‘fallido’ o ‘frustrado’ y ese concepto prendió. Lo cierto es que este ciclo demuestra claramente que eso es falso. ¿Cómo vas a considerar unfracaso a una generación que produjo obras como Tres veces Ana, Dar la cara o Shunko? También intentamos rebatir algunos lugares comunes más cercanos a nosotros, como que en la dictadura no se podía hacer ni decir nada. Obviamente, había una represión descomunal. Pero la existencia de una película como ¿Qué es el otoño? de David José Kohon demuestra que sí era posible hablar de la realidad política: ahí se ve cómo unos paramilitares bajan de un tiro a un tipo que está pidiendo ayuda. Y es una película de 1977. La incluimos porque Kohon es uno de los realizadores más importantes de los 60 y porque esta película está dedicada a su generación. La existencia de esta película señala que tal vez mucha gente simplemente se avino, no se animó. No digo que haya que pasarle factura al pasado. Pero también recordemos que hubo gente que sí se animó. También hay un montón de ideas sobre películas concretas que se repiten sin haberlas visto; que Antín es un imitador de la nouvelle vague, porque tenía la pretensión de poética personal, pero Antín imaginó La cifra impar antes de ver Resnais; que Los jóvenes viejos es aburrida porque no pasa nada, sin embargo, para mí cada vez que un nuevo realizador de los 90 se pone a mirar a su generación y sus decepciones vuelve a hacer Los jóvenes viejos. Y no está mal esa repetición. Pero sería bueno que también vieran de qué manera se las arregló otro tipo con el mismo problema. Tanto el ciclo como el libro pretenden acercar esta generación a la anterior.”
El libro está armado de manera simétrica, con dos tapas (la tapa dedicada a los 60 y la “contratapa”, a los 90) y textos que avanzan en direcciones opuestas hacia el centro del libro y terminan confluyendo. “Hay realizadores que murieron sin dar una buena entrevista. Con el libro quise hacer algo básico, reunir un montón de información que está dispersa, empezando por la palabra del creador que me parece que hay que jerarquizar. Eso fue lo primero que hicieron los Cahiers du Cinema: entrevistar a los tipos que admiraban y dejarlos hablar todo lo que no los dejaban hablar otras publicaciones”.
Aunque se trata de un volumen de cerca de 800 páginas, y representa, ya sea en entrevistas o en reseñas de films, a todos los realizadores del ciclo, también –como el ciclo mismo– muestra un claro recorte. “La primera selección de las películas y los autores tuvo que ver con la economía: elegimos cineastas independientes. Aunque se puede discutir mucho qué significa esa palabra, nosotros la definimos por una cuestión concreta: la falta de apoyo del Instituto. En los 60, películas como Los inundados, Shunko o Alias Gardelito no tuvieron ningún tipo de apoyo oficial. Lo mismo se puede decir de buena parte del cine joven de los 90. Esteban Sapir hizo Picado fino en la casa; Pizza, birra, faso se hizo casi a pesar del Instituto. Realizadores como Agresti o Perrone siempre se las arreglaron solos, aunque en el caso de Agresti decidimos dejar afuera las películas posteriores a La Cruz, cuando arregla con la productora Patagonik, porque nos parece que a partir de ahí su obra ya no se ajusta a nuestro criterio.”
Tanto la selección de los títulos que integran el ciclo como la reflexión crítica y los reportajes de libro se apoyan más en cuestiones coyunturales o relacionadas con las condiciones de producción antes que en un análisis estético. Sin embargo, aunque esta perspectiva produce conceptos más anclados en la historia y menos sujetos a debate, parece desatender un segundo momento de la reflexión en el que habría que preguntarse si condiciones de producción similares no producen estéticas similares. “Eso debería ser respondido luego de ver los films, debería emerger naturalmente del ciclo. Por otro lado, para debatir estéticas habría que hacer otro libro. Este no es muy ambicioso. Se propone abrir un poco el terreno y plantear la base coyuntural. Lo otro está sugerido, un poco por la forma del libro, y sobre todo porque las afinidades estéticas se hacen evidentes cuando ponés las películas juntas. Sapir dice que quisoencontrar una estética de la fragmentación para mostrar a un personaje que tiene una subjetividad partida. Por otro lado, Mosaico de Néstor Paternostro toma el lenguaje publicitario y lo destruye. Y logra algo muy parecido. Por eso las dos películas en el ciclo están programadas juntas. Otro ejemplo concreto surge de emparentar las películas de David José Kohon y de Lucrecia Martel que tienen una manera similar de entender el cine, pero sin ningún vínculo concreto entre ellos. Ella trabaja con una apariencia de realidad, aunque al cabo de un tiempo te das cuenta que en verdad se trata de un universo interior muy denso que aparece una vez que te capturó a través de la apariencia del naturalismo. Kohon hace lo mismo: te hace creer que te está contando una historia naturalista y de pronto estás metido en la cabeza de un personaje. Estas ideas, estas afinidades estéticas surgen de poner las películas juntas en un ciclo.”
¿Qué podemos aprender tras comprobar que, en efecto, hay similitudes estéticas entre la generación del 60 y la de los 90?
–Me parece que se trata de aprender del pasado. Para un cineasta debería ser imprescindible encontrarse con un creador que tiene todo en común con él. Descubrir que se han dado las mismas cosas en dos generaciones podría llevar a reflexione más profundas. No sé si es que estamos condenados a la repetición o a tocar un techo y después volver a empezar. Todo esto podrías concluirlo al darte cuenta de que te volvés a encontrar con los mismo problemas 30 años después. Para un creador tiene que ser fundamental tener conciencia de esto, porque de lo contrario siempre se está redescubriendo el cine. Hay realizadores que ponen todo su mundo en una película como si llegaran de Marte: no tienen la menor conciencia de que eso mismo ya lo hizo otro antes. Y haberlo visto probablemente hubiera enriquecido la obra. A lo que apuntamos es a indicar una vez más que no tenemos tradición, o que la desconocemos. Salvo la obra de Favio, la mayor parte de los realizadores de los 90 que conozco no vieron cine de la generación del 60.
Tal vez como consecuencia de este mismo desconocimiento de la tradición, de que buena parte de los nuevos realizadores filman como si fundaran una estética personal con su debut y de que son pocos lo que llegan al segundo largo, se deba el hecho de que no se registren continuidades en el cine argentino. Y de que cada ocho o diez años se hable de “nuevo cine”. “Pero no siempre que se habla de nuevo cine hay realmente algo nuevo”, señala Peña. “¿Cuál es el nuevo cine de los 80, visto en perspectiva? Creo que no había una renovación en ese momento. Para mí, los períodos que cambiaron completamente el imaginario del cine argentino fueron los 60 y los 90. Jorge Polaco es el único tipo que hizo algo distinto en los 80. Pero no tuvo una continuidad. Me parece que ahora está pasando algo nuevo. Después de films como Pizza, birra, faso o Rapado aparecieron un montón de películas que no hubieran existido de no ser por ellas. La idea de este ciclo es encontrar nuevas continuidades y empezar a cerrar la brecha que nos divide. La misma brecha que dividió a la generación del 60 y la disolvió. Creo que de ese modo esta nueva generación de realizadores podrá continuar innovando. Para mí, las diferencias entre las generaciones son dos: la cantidad de estudiante de cine, que ahora es muchísimo mayor. Y otra, el acceso a los medios de producción. Eso, y la conciencia de una unidad, puede hacer que esta generación triunfe donde la generación de los 60 falló.”

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La ciénaga, de Lucrecia Martel. Picado Fino, de Esteban Sapir
 
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