Domingo, 31 de julio de 2011 | Hoy
CINE > J. J. “LOST” ABRAMS Y STEVEN SPIELBERG ESTRENAN SúPER 8
El nombre de Steven Spielberg como productor en la nueva película del creador de Lost bien puede parecer un encuentro de titanes de la aventura que augura un éxito de público. Pero la película es mucho más que eso. Además de la consumación de una amistad que lleva 30 años, es un homenaje a aquellas películas de los ’80 con chicos en bicicleta, terror sobrenatural y mucho corazón que Spielberg hacía y Abrams devoraba cuando se conocieron. O sea: una vuelta a esa edad que el cine parece haber abandonado: los 12 años.
Por Mariano Kairuz
Al terminar este verano boreal, nuestro invierno de harrypotteres, superhéroes y piratas, Steven Spielberg va a haber estrenado, en calidad de productor, dos películas que van casi de un extremo al otro de su carrera. De un lado está Transformers: el lado oscuro de la Luna, que es la culminación de un cine que no cuenta nada pero sacude con todo, al que no le importa el relato ni los personajes sino que apuesta al caos, la arbitrariedad, el puro ataque sensorial; el punto de llegada del blockbuster vacacional que el propio Spielberg ayudó a inventar 35 años atrás. Del otro está Súper 8, que Spielberg tampoco dirigió pero que supervisó de cerca, y que apunta a recuperar un tipo de relato de iniciación que ya casi no se filma; uno combinado con elementos fantásticos y casi siempre protagonizado por chicos provenientes de familias deshilachadas y que atraviesan un momento clave en sus vidas. Una película que resulta, por afinidad y de a momentos por directa imitación, como aquellas que Spielberg filmaba él mismo hace tres décadas, en los años de ET, El Extraterrestre, o producía para otros directores a los que avalaba con su nombre a la cabeza del afiche de estreno.
Con ese título que alude al perimido formato amateur de película creado por Eastman Kodak, en el que se iniciaron muchos cineastas entre los años ’60 y ’70, Súper 8 es la primera película escrita y dirigida por J. J. Abrams –el creador de las series Alias y Lost, realizador de Misión Imposible III y del notable relanzamiento en cine de Viaje a las estrellas–, pero la primera carta de presentación de la película es el inconfundible (y ya algo olvidado) logo de Amblin, la luna surcada por la bicicleta voladora. Una imagen que teletransportará inmediatamente al que ande entre los 30 y los 40 a ese territorio resbaladizo que son los ’80, anclados entre el rechazo de una época a la que el mundo no debería volver jamás, y esa atracción ambigua y agridulce por los años en los que una generación entera transitaba el mismo trance que los protagonistas de estas películas, dando un paso al borde de la adolescencia y más allá.
Y antes de preguntarnos por qué dejaron de hacerse películas protagonizadas por chicos de 12, habría que preguntarse por qué se hicieron tantas de ésas en los ’80 (que si no fueron tantas, al menos eran relevantes y pegaban fuerte: de ET a Cuenta conmigo pasando por Los Goonies y Los exploradores). La respuesta más obvia acaso sea el potencial dramático que ofrece la mirada de quien está a punto de atravesar el limbo de la adolescencia, que es una mirada cargada de expectativa, abierta a la sorpresa, desprejuiciada, entregada sin saberlo a la decepción y a la pérdida de la inocencia.
Desde el minuto uno, en Súper 8 entran en escena todos los elementos que caracterizaban a estas películas. La ambientación de pueblo chico (transcurre en el pueblo obrero de Lillian, Ohio, donde parte de la vida parece estar organizada alrededor de una gran fábrica metalúrgica), las familias fracturadas (el joven Joe Lamb acaba de perder a su madre en un accidente en la fábrica y ahora sólo queda papá, policía del pueblo, con quien la comunicación es bastante menos que fluida); el componente sobrenatural que sugiere lugares lejanos, distintos y emocionantes o atemorizantes; y el monstruo que –como se lo enseñó Spielberg a toda una generación de cineastas y espectadores con Tiburón– es más monstruoso y misterioso cuanto menos se lo ve. En eso, también, Súper 8, que transcurre en 1979, cuando el walkman era un raro artefacto nuevo y los chicos se excitaban cantando “My Sharona”, es en su mayor parte una película fuera de su época, una película de cuando no había efectos digitales que impulsaran a mostrarlo todo todo el tiempo, y la dificultad –un tiburón mecánico que fallaba a cada rato, un alienígena de goma más bien dudoso– era la madre del suspenso.
Ahí están también esas escenas que se han vuelto claves visuales de “lo spielbergiano”: los rostros que miran hacia lo alto con expresión de asombro, el destello de las linternas con que los protagonistas avanzan a tientas en la oscuridad, los chicos cruzando paisajes suburbanos en bicicleta. El argumento es sencillo, menor y casi perfecto: apenas unos meses después de la muerte de su madre, el introvertido Joe (el desconocido Joel Courtney) se une a un grupo de amigos (el gordito aspirante a cineasta, el actor, el pirómano experto en efectos) en la producción de un corto en súper 8 protagonizado por zombies como los de su admirado George A. Romero. El gran logro del pequeño equipo de nerds ha sido conseguir la colaboración actoral de Alice, que es apenas un par de años mayor que ellos pero tanto más madura. Alice está interpretada por el mayor prodigio y el genuino corazón de Súper 8: la pequeña actriz Elle Fanning, hermana menor de la ya curtida Dakota (tiene 13, tenía 12 cuando hizo esta película), y quien con éste y su papel anterior como la hija del protagonista en Somewhere, de Sofia Coppola, ya es la actriz adolescente más adulta y sensible del cine actual. (Esperemos que la industria no la queme.)
Durante el rodaje de una escena del corto, que los chicos montan bastante clandestinamente en una pequeña estación ferroviaria ubicada en medio del campo, tiene lugar lo “extraordinario”. Un descarrilamiento, una explosión, y de pronto las autoridades militares invaden el pueblo en busca de algo que nadie nombra. La película de zombies pasa a segundo plano, y los chicos salen en busca de aquello que los adultos no saben ver ni cuando lo tienen en sus propias narices. Por el camino, un chico y una chica algo dañados que aún no entraron de lleno en la adolescencia, se enamoran por primera vez como si estuvieran en Melody. Sus bicicletas no vuelan, pero parecen todo el tiempo a punto de despegar.
Los fans de uno y otro lo saben, por supuesto: que Steven Spielberg (Ohio, 1946) filmó sus primeras películas de chico, en 8mm y no mucho después ya era el gran wunderkind del nuevo Hollywood de los ’70; y que Jeffrey Jacob Abrams (Nueva York, 1966) empezó a hacer las suyas en súper 8 cuando tenía menos de 10 años, 25 años antes de convertirse en el autor de la serie que más expectativas generó en la nueva televisión norteamericana del siglo XXI. Lo que probablemente pocos supieran hasta que la información de prensa de Súper 8 lo puso en circulación un par de meses atrás, era que Spielberg y Abrams, dos realizadores con una misma inclinación hacia lo fantástico pero de estilos tan distintos, se conocen desde hace más de veinte años y forjaron una relación casi de mentor y discípulo. Todo empezó en 1981, cuando Spielberg estrenaba Los cazadores del arca perdida y Abrams y su amigo de toda la vida Matt Reeves –luego director de Cloverfield y de la remake del film de vampiros sueco Let the right one in–, con quince años, eran retratados en el Los Angeles Times por las películas que habían enviado al “Best Teen Super 8mm Films of 81”, un festival organizado en la cadena de cines Nuart, en un artículo titulado “Las maravillas del cine sin barba”. Por esa nota, la entonces asistente y luego productora estrella de Spielberg, Kathleen Marshall, convocó a los chicos para encargarles un trabajo inesperado: que restauraran los cortos iniciáticos, en 8mm, del director de Encuentros cercanos del tercer tipo. “Todavía hoy –dice Abrams– no le encuentro sentido: Steven puso las copias originales de sus cortos de principios de los ‘60, Firelight (sobre una serie de abducciones alienígenas) y Escape to Nowhere (sobre la Segunda Guerra) en manos de dos quinceañeros a los que no conocía. ¿Conocen algún chico de 15? No le des algo que te importe para que te lo devuelvan, en especial que te lo devuelvan reparado. Pero Matt y yo lo hicimos. Y fue muy extraño ver cómo estas películas eran tan crudas, y estaban tan toscamente editadas como las mías. Era esperanzador, y a la vez me asustaba, pero sentí cierta conexión entre nosotros.” Fue por esos días que Spielberg le dijo al joven Abrams que por años había estado tratando de encontrar una película que hablara de esa angustia específica que produce el divorcio, y que finalmente lo había conseguido al decidirse a combinarlo con una historia de ciencia ficción. El resultado, por supuesto, fue ET, una película de la que se ha dicho que trata tanto sobre un alienígena como sobre la desconexión y alienación de sus personajes humanos.
Tres décadas más tarde, Abrams le llevó su idea para un relato nutrido de su propia memoria emocional, del recuerdo de aquellos años, filtrado por el recuerdo de los films que lo marcaron en aquellos años. Al principio le faltaba el McGuffin, el pretexto para poner a sus protagonistas en una situación extraordinaria; eventualmente decidió fusionarlo con otro guión que había escrito sobre un experimento relativo al Area 51, al que le faltaba la mitad “humana”. El resultado es un relato potente y divertido que consigue volverse, sobre el final, inesperadamente conmovedor, aunque tal vez no funcione igual para todo el mundo ni para espectadores de todas las edades. Es cierto que por momentos lo afecta cierta autoconciencia –sus críticos menos felices en Estados Unidos la acusan de ser “porno-nostalgia ochentosa”– pero es innegable su sinceridad desde el momento en que decide que el protagonista no sea el un poco insoportable aspirante a cineasta, sino su amigo de perfil más bajo, quien desde la tragedia familiar vive en la incertidumbre. A poco de empezar la película, el directorcito se queja de que el maquillaje de los zombies está saliendo bien, pero que a la película todavía le falta una historia: habría que ponerle un relato de amor. El resto de la película dentro de la película, y de la película de Abrams y Spielberg, trata sobre eso: sobre recuperar esa emoción que se perdió en algún lugar del camino entre el momento en que decidieron que querían vivir para contar historias, y el estruendo simulado de Transformers 3.
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