Domingo, 23 de octubre de 2011 | Hoy
CINE > NOCHE SIN FORTUNA, UN DOCUMENTAL SOBRE ANDRéS CAICEDO
Andrés Caicedo es un mito reciente de la cinefilia latinoamericana: cinépata voraz, crítico agudo, guionista imaginativo, miembro del Grupo de Cali y de la revista Ojo de cine, modesto boom en su Cali natal, su suicidio a los 25 años empujó su nombre y su obra al olvido hasta hace poco. Al documental de mediados de los ’80 de su amigo Luis Ospina se sumó la reedición de su única novela, la recopilación de sus críticas y el montaje de una autobiografía a cargo de Alberto Fuguet. Ahora, se estrena en Buenos Aires Noche sin fortuna, un documental del argentino Francisco Forbes y el colombiano Alvaro Cifuentes que explora el mito, entrevista a sus amigos y escucha a la mujer a quien escribió una carta el día del tercer y último intento de suicidio.
Por Mariano Kairuz
Andrés Caicedo murió hace 34 años, a los 25, y cuanto más lejos queda, más parece crecer y multiplicarse su mito. Más allá de haber gozado de un pequeño, como decía él, “boomcito” en Cali durante el tiempo en que, recién salido del secundario, muchos de los diarios locales publicaron sus escritos sobre cine, y de cierto reconocimiento que obtuvo después con Ojo al cine, que aunque tuvo solo cinco números fue la revista especializada más importante de Colombia en su época, Caicedo no conoció la celebridad en vida. Se sabe bien, por lo sugestivo y perturbador del dato, que recibió los primeros ejemplares de su primera novela publicada, ¡Que viva la música!, el mismo día en que intentó suicidarse por tercera vez y en que esa vez fue la vencida.
Es difícil precisar el recorrido de culto póstumo que siguió después. Se dice que hubo un momento en que los adolescentes de Cali podían citar frases de Caicedo de memoria, aunque Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos, el documental realizado a mediados de los ’80 por Luis Ospina –uno de los amigos y compañeros en el llamado Grupo de Cali, en los ’70– comenzaba justamente con unas entrevistas callejeras en las que muchos creen saber quién fue, acaso porque les resuena su apellido algo ilustre, pero demuestran desconocerlo por completo. Sin embargo su obra ahí estaba, y ahí está todavía: cuentos reunidos, escritos sobre cine compilados, su primera novela y también la última, inconclusa; conservados gracias a los amigos y a los familiares, incluso y especialmente a ese padre al que Andrés le hizo tantos reproches, ese padre que, le reclamaba Caicedo, nunca lo había acompañado y siempre había visto su acercamiento al cine como un hobby, como “una pendejada”, y porque nunca ocultó la decepción de saber que su único hijo varón no estaba en el mundo para dedicarse a cosas serias, casarse, dejar descendencia y preservar el apellido.
La ola expansiva del culto no llegó a nosotros hasta bastante más tarde, hasta hace unos tres años, cuando salió la edición argentina de ¡Que viva la música!, con prólogo de Fabián Casas. No mucho antes, el escritor chileno Alberto Fuguet había “descubierto” las ediciones colombianas de Caicedo en una librería y se había preguntado cómo era que había pasado tanto tiempo sin conocerlo, cómo era que ese “amigo cinéfilo” (o cinépata, como le gusta decir) había llegado tan tarde a su vida, y pronto emprendió la confección –el montaje, dice Fuguet, trazando un paralelo con un trabajo de narración cinematográfico– de Mi cuerpo es una celda. Es decir, del extraordinario libro al que subtituló “Una autobiografía”, porque en él solo habla, a través de textos seleccionados –entre los que se incluían escritos críticos sobre cine, diarios personales a medio hacer, apuntes sueltos y correspondencia privada–, recortados y editados, el propio Caicedo. Casi a la par de esa publicación el Bafici recuperó, en su edición de 2009, el documental de Ospina, aquel trabajo en video de 1985 que constituyó durante mucho tiempo el testimonio de una historia vital pero triste a la vez, de un misterio insondable.
Ahora, casi tres décadas y media después de su muerte, no sólo está disponible todo ese material que Caicedo no llegó a ver convertido en libros, sino que además existe esa autobiografía que escribió sin saberlo, y no ya un documental, el de su amigo Ospina, sino dos, contando el que se sumó por estos días a la programación del cine Cosmos, tras pasar también por el Bafici, y al que sus realizadores, el argentino Francisco Forbes y el colombiano Alvaro Cifuentes, bautizaron como la novela inconclusa del escritor suicida, Noche sin fortuna. Mientras hacían su película –nacida de otro proyecto, el de realizar una serie de documentales sobre artistas latinoamericano-, Forbes y Cifuentes se fueron encontrando con que los viejos compañeros del Grupo de Cali ya empezaban, tal vez por hastío, por haber pasado demasiados años respondiendo preguntas sobre su miembro más oscuro y trágico, a hablar con una naturalidad sobre Caicedo que por momentos parece restarle algo de esa densidad mítica que rodeó la recuperación póstuma de su obra.
Noche sin fortuna no pretende dar una respuesta al enigma del suicidio, pero reúne testimonios que parecen comenzar a descontracturar la leyenda. Entrevistado por sus directores, el cineasta caleño Oscar Campo señala que buena parte de lo que se ha escrito sobre Caicedo no consigue reflejar a la persona real que se despidió del mundo con 60 pastillas de Seconal. En otra entrevista, que el documental toma prestada –porque el entrevistado murió en 2007–, Carlos Mayolo, miembro fundador del Grupo de Cali con Ospina y Caicedo, parece intentar resquebrajar un poco el retrato del genio sufrido: “La muerte de Andrés estaba planeada, yo creo”, dice Mayolo. “Trató de hacer todo, silbó antes de morirse, trató de hacer todo lo más vital antes de morirse, por ejemplo la relación con los jóvenes, tratar de entender el universo nuevo que venía y matarse precisamente para renunciar a ese nuevo universo, porque no quería saber más del mundo que se venía. Y tuvo toda la razón, porque lo que nos dejó a nosotros es toda una podredumbre; todo lo que nos ha tocado vivir después de la muerte de Andrés han sido cosas en contra del ser humano. No ha habido música nueva desde los ’60 y pico; hemos perdido los últimos 30 años; yo siento que esos años han sido en vano. Se han hecho películas, se han hecho cosas, pero el entusiasmo de esa época ya no se vive ahora; yo no sé la gente de ahora de dónde... Nosotros sí gozábamos de todo, del sexo, las drogas, de mayo del ‘68; éramos los más bellos de todos, la juventud era la que tenía la razón, salíamos primero en todo, creíamos que nos íbamos a comer el mundo y vivimos la utopía. Eso se perdió, la gente volvió a endurecerse, ya no tiene ningún sentido de ser feliz.” Y agrega: “Fui el primero que me burlé de su muerte”. Cuando en el festival de Cartagena, sin saber que había muerto, le preguntaron por su amigo, contestó: “No vino, se desanimó”. “Todo lo que hacía Andrés era aceptable, hasta la muerte. Su manera de ser era que si algún día se mataba, era una parte normal de la vida de él”.
En los “extras” de Mi cuerpo es una celda, Fuguet escribió que Caicedo encarna “la idea del cinéfilo como mártir, el post-adolescente latinoamericano alienado con Hollywood, el solitario que se comprometió con la pantalla mientras todos solidarizaban con la causa, el hermano mayor de McOndo, el link perdido al siglo XXI, el fan de Vargas Llosa que escribía guiones de westerns y de películas de terror y devoraba las cintas de Rosen y Truffaut en los cines del centro de Cali mientras que por esos mismos días un compatriota suyo insistía en narrar el pasado como si fuera todo un cuento de hadas”. También escribió que “Caicedo fue siempre un creador más que un crítico”. Y hay algo en la manera en que Caicedo desmenuza las películas –en la manera en que cuenta, por ejemplo, el argumento, las ideas y la ambientación de The Last Picture Show, de Peter Bogdanovich, en quien encuentra un relevo generacional para Hollywood, o incluso en las razones por las que detesta a El Padrino 2, con su “perfeccionismo académico”– que parece acercarlo, es cierto, menos a la función más convencional del crítico, que al espíritu de un guionista. Si Mi cuerpo es una celda documentaba abundantemente –a través de sus cartas y de la publicación completa del tratamiento para un western– el viaje de Caicedo a Estados Unidos, los meses que pasó en Houston y Los Angeles tratando de vender un par de guiones de su autoría a Roger Corman para instalarse en la industria, Noche sin fortuna directa y algo inesperadamente le da vida al western no realizado. De pronto, y por 12 minutos, el relato documental se interrumpe para dar paso a la ficción, una suerte de storyboard animado, hecho de viñetas y figuras recortadas en lápiz y carbonilla, basado en la historia original de Caicedo titulada Los amantes de Suzie Bloom. Su argumento no será revolucionario pero probablemente hubiera sido una buena película del Oeste en las manos correctas (a Caicedo le gustaba mucho Sergio Leone, entre los realizadores del western “moderno”), sin dejar de ofrecer una sugestiva línea argumental en la que pueden leerse algunas de las obsesiones que marcaron a su autor. Los protagonistas son dos muchachos, mejores amigos, cuyo paso a la adultez deviene inmediata y automáticamente violencia, agresión y muerte. Una mujer separa los caminos de quienes hasta la adultez fueron amigos, enfrentándolos sin remedio por el resto de sus días.
Noche sin fortuna abre con el relato de una ruleta rusa, inaugurando el relato de lo que ya se sabe: la muerte del protagonista ausente. Y termina con Patricia Restrepo leyendo a cámara, en la actualidad, la desesperada carta de amor que Caicedo le dedicó el día de su suicidio. En el medio hemos ido viendo pasar a sus amigos y conocidos, y fragmentos de algunas de las películas que lo fascinaron, en un montaje de estructura fragmentaria que parece destinado a complementarse con el libro de Fuguet. Una voz en off lee cerca del comienzo pasajes de El cuento de mi vida, que Caicedo escribió durante la internación psiquiátrica que siguió a su primer intento de suicidio, en los que se presenta a “Patricita”, y cuenta la llegada de esta mujer a su vida. “Llegó Patricia y todo se acabó. El amor salvaje de Patricia me trajo a una más cercana realidad, aunque también peligrosa. Ella me sedujo y me atrapó. Su amor fue como un viaje sin regreso por la selva más tenaz de todas, la del Chocó; fue como pasar hambre y darse después un festín y emborracharse con cerveza helada. Yo creo que ambos éramos unos niños al conocernos y juntamos nuestras malas crianzas y hacíamos el amor de una forma perfecta. Por varios meses yo fui su segundo hombre, hasta que las circunstancias me llevaron a ser el único, el primero. Ay no, todo esto está mal escrito. Su matrimonio iba ya muy mal cuando nos conocimos, y por pura coincidencia feminista yo me dejé seducir, porque era testigo de lo mal que la trataba su marido. (...) Quedé enamorado como nunca en mi vida. De allí, nuestra relación fue siempre incompleta, y su marido, como dice el proverbio, fue el último en saberlo; nos pilló in flagranti en el último Festival de Cine en Cartagena. Pero con él ya todo estaba dañado, y la cosa no fue muy grave. Mi relación con Patricia ha estado sujeta (ya no) a un grado tal de inestabilidad que yo tuve que recurrir el triple a Valium 10. Primero que todo, ella se demoró mucho en dejar de amar a Carlos, y a mí me tocó presenciar una escena de súplica y de amor en vano tal, que me pegué uno de los mayores sustos de mi vida. Y lo que lo acaba a uno no es la droga sino los sustos.”
Hay algo estremecedor en la tranquilidad con que, en la secuencia que cierra la película, Patricia lee la carta del chico cuya muerte presenció, sin poder hacer nada salvo correr en busca de una ambulancia para la cual ya era tarde. “De nuevo te llamo Patricita, mi amor único, mi vida entera, mi redención y mi agonía: con el horror y la expectativa de que ésta sea la última carta correspondiente al último día de vivienda juntos, después de que a lo largo de dos años hemos intercambiado, modificado por el gozo o por el sufrimiento nuestras vidas, después de que he llegado a un grado de dependencia de tu cuerpo, de tu alma, que difícilmente podría haber llegado a imaginar en años más tempranos de mi existencia (...). Yo te necesito, yo te lo he repetido mil veces, no soy nada sin tus besos, no me dejes solo, no me dejes solo (...). Te adoro, te idolatro, si no puedo vivir sin ti llevaré, supongo, una especie de anti-vida, de vida en reverso, de negativo de la felicidad, una vida con luz negra. Pero brilla el sol, tú puedes estar cerca. Ahora salgo a buscarte. Amor mío.”
Cali, marzo 4, 1977.
Al terminar su lectura, Patricia dice que la carta no es tan buena, que tiene partes aburridas, casi como si le resultara indiferente. “Es cierto, pero afuera quedó una larga entrevista en la que habla de cómo sí lo apreciaba a Caicedo”, le explica Forbes a Radar. “Y a la vez hay también algo válido en lo que dice, que es algo con lo que nos encontramos haciendo la película. Después de la muerte de Caicedo ella tuvo toda una vida, treinta años de matrimonio, hijos. Y para los personajes del Grupo de Cali también ha pasado mucho tiempo. Entre ellos aparecen algunas contradicciones y no se sabe bien por qué, si por envidia o porque se cansaron de hablar de Caicedo, pero empiezan a describirlo, sí, como un genio prolífico, pero también como un incapaz social, un tartamudo, un nerd. Y hablan con naturalidad de su muerte, porque después de todo, todo su círculo supo siempre que iba a ocurrir, ya había tenido dos intentos de suicidio. Y luego pasaron muchos años, y son tipos de 60 que sí, tuvieron una juventud muy interesante, pero después tuvieron también toda una vida. El misterio del suicidio es un misterio que no se diluye, por supuesto, pero ellos siguieron adelante.”
Noche sin fortuna se proyecta todos los sábados y domingos a las 22, hasta el domingo 6 de noviembre, en el cine Cosmos, Av. Corrientes 2046.
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